Capítulo 4 - Dominación

A las 10:00 A. M., la sala de estar de Alexander Blackwood era un cuadrilátero cargado de electricidad. La sesión de terapia se había convertido en un duelo de voluntades, y ambos sabían que el partido había comenzado la noche anterior, sin palabras.

Alex estaba sentado en el sillón gris, envuelto en la manta azul, su rostro impenetrable. Camila estaba en su puf habitual, con el portafolio cerrado sobre las rodillas. Ninguno de los dos mencionó el cuaderno de notas, pero su presencia, ahora de vuelta sobre la mesita auxiliar, era un fantasma entre ellos. Alex sabía que ella sabía que él había leído; Camila sabía que Alex había aceptado el riesgo al escribir esa palabra fría y definitiva.

—Su angustia subjetiva al inicio de la sesión es de seis —anunció Camila, su voz baja y uniforme, anotando en su libreta. Su máscara de profesionalismo era perfecta—. Ayer terminamos en cuatro. ¿Por qué el aumento?

Alex entrecerró los ojos. La pregunta era un dardo. Ella estaba preguntando, en código, si su transferencia erótica (la obsesión por su control) había aumentado la noche anterior.

—Mi cerebro —dijo Alex, inclinándose hacia adelante, hablando en susurros conspiradores que desafiaban la ética del lugar—, liberado de la necesidad de revivir el accidente, busca un nuevo enfoque para anclarse. Y ahora solo veo el control que usted ejerce. No sobre mí, sino sobre la situación. Veo su disciplina, su total falta de reacción ante mi ira, su perfecta neutralidad.

—Es mi trabajo —replicó Camila, sin inmutarse, sin parpadear.

—No. Es su armadura —siseó Alex, su mirada recorriendo el cabello oscuro recogido en una coleta profesional—. Y yo soy un hombre que domina a sus oponentes desmantelando sus defensas. Su armadura es la única cosa que no he podido penetrar. Es un desafío. Y en mi mundo, los desafíos no se dejan sin resolver.

El riesgo es alto, como escribí. Ya no es el dolor lo que lo impulsa, sino el deseo de derrotarme. Si lo rechazo, su ego se herirá y la terapia colapsará. Debo usar su propia lógica en su contra. Lo voy a atar con sus propias reglas. — pensó

—Entonces, ¿qué propone, Alex? —Camila dejó de anotar. Por primera vez, lo miró directamente, sin el filtro de la terapeuta, sino con la intensidad de una mujer que acepta un duelo—. Ya que usted ha tomado la decisión unilateral de leer mis reflexiones personales, propongo que la distancia sea real, no solo física. Que yo no sea la única en ceder en esta habitación.

Alex sintió un escalofrío. Ella no se había ofendido. Había elevado la apuesta.

—Usted me obligó a tocar la muerte de Isabella, a sentir el frío, la asfixia. Ahora, yo quiero que usted toque mi vida. Mi vida es este penthouse, mi vida son mis llamadas a Julian Reed. Si quiere que mi sanación sea completa, debe integrarse en mi realidad. No se trata de mi deseo por usted, Doctora Ríos —mintió con frialdad, aunque sabía que la mentira era frágil—. Se trata de mi necesidad de controlar el único factor que me está desestabilizando.

Camila sostuvo su mirada, la tensión entre ellos tan densa que era casi palpable. Era el momento de romper el patrón y usar la ventaja que él le estaba ofreciendo.

—Tiene razón —aceptó Camila, una rendición que era una trampa. —Usted me necesita anclada a la realidad. Y su realidad es el poder.

Alex no pudo evitar la sorpresa en sus ojos

—¿Y cuál es su propuesta, Doctora?

—Mi propuesta es esta: A partir de ahora, todas las sesiones de terapia incluirán la observación de su entorno de estrés. Durante las sesiones, usted tomará sus llamadas de la junta o de negocios críticos mientras yo estoy en la habitación. No las interrumpiré. Solo observaré su lenguaje corporal, sus patrones de ira.

Alex asintió. Eso era un control que podía tolerar.

—Continúe.

—Y dos. Quiero que, al menos tres veces por semana, cenemos juntos aquí —dijo Camila, elevando la voz con autoridad.

Alex se quedó inmóvil. Cenar con ella era una violación de las reglas de su soledad. Era intimar en el ámbito más privado: el doméstico.

—Eso es una intrusión. Y una violación de mi intimidad. Yo tengo un chef.

—No, es la integración que usted mismo me ha pedido. Si mi control es su ancla, entonces ese control debe ser absoluto. No soy solo su psicóloga, Alex. Soy su monitora de estabilidad bajo el ultimátum de la junta. Y un monitor necesita datos 24/7. Su cuerpo está sanando la culpa, pero su mente corporativa está enferma de poder. Necesito observar su patrón de alimentación, su descanso y su interacción sin la máscara de CEO.

Alex se rio, una risa seca, sin alegría.

—Usted es una diabla, Camila.

—Soy una profesional que acepta un desafío. ¿Acepta mi acuerdo?

El silencio se instaló. La derrota era amarga, pero la idea de tenerla cerca, observándolo, analizando cada respiración que daba fuera del marco clínico, era una adrenalina más pura que el riesgo bancario.

—Acepto —murmuró, la palabra era una rendición y una amenaza a la vez.

Camila asintió y tomó sus notas finales.

—Bien. Empezaremos con la primera fase de la terapia mañana. Hoy, vamos a terminar. Su nivel de angustia está en seis, lo que significa que su mente está dominada por la transferencia.

Alex se preparó para levantarse, pero Camila hizo un gesto para que se quedara.

—No hemos terminado. Ya que ha introducido el desafío en el juego, vamos a trabajar en la Creencia Positiva. Hice lo mejor que pude en ese momento —dijo, usando la frase que Alex había evitado—. Cierre los ojos.

Alex cerró los ojos, sintiéndose ridículo. Pero la voz de ella era la única realidad. El zumbido rítmico del metrónomo comenzó.

Zumbido… pausa… zumbido…

—Quiero que piense en la mano de Isabella que vio ayer. La mano fría. Y ahora quiero que ponga su propia mano, abierta, sobre la manta azul —ordenó Camila.

Alex obedeció, sintiendo el calor de la lana bajo su palma.

—Ahora, piense en ese momento. En que no pudo calentar esa mano. Y ahora, piense en la realidad de que su cerebro está trabajando para soltar la culpa. No pudo calentar el cuerpo de Isabella, pero está calentando su propio cuerpo. Está haciendo lo mejor que puede, Alexander. Usted está sanando.

El zumbido continuó. Alex sintió una oleada de emoción que no era rabia ni pena, sino un cansancio profundo. Su cerebro, acosado por el ritmo y la voz de Camila, sintió que la verdad se le escapaba: la culpa no era el fin.

—Siento... —susurró Alex—. Siento alivio. Pero es peligroso.

—El alivio es el inicio del final del trauma —declaró Camila, terminando el ciclo—. Bien. Mañana a las 8:00 A. M. Le enviaré un mensaje de texto con la lista de compras para nuestra primera cena. Y Alex...

Ella esperó a que él abriera los ojos. La distancia de dos metros se sentía como un abismo, pero sus palabras eran íntimas.

—Si vamos a cenar juntos y voy a observar su entorno, necesitamos un entendimiento. Si usted me vuelve a invadir leyendo mis notas, yo voy a invadir su espacio de la manera más directa posible. No me subestime.

Alex sonrió de nuevo, pero esta vez la sonrisa no era de depredador. Era de curiosidad. Había encontrado un rival que valía la pena.

—No lo haré, Camila. Usted lo ha prometido.

Camila se levantó y se dirigió a la puerta. No se despidió. No giró la cabeza. Dejó a Alex en la manta azul, en el silencio de su penthouse lleno de nuevos desafíos.

Alex se quedó quieto un largo momento, sintiendo el calor de la lana. Luego, tomó su teléfono y vio la hora. Era el momento de su conferencia semanal con el CEO de Sterling Capital.

Se levantó, la manta se deslizó al suelo. Su traje de CEO era su armadura, pero ahora, el solo hecho de quitársela y sentarse en el sillón gris lo hacía sentir más fuerte.

Antes de marcar, miró el cuaderno de Camila. Su sonrisa se hizo más genuina.

Ella no es mi ancla. Es la adrenalina que necesitaba para dejar de hundirme. El juego había comenzado, y Alex Blackwood nunca jugaba para perder.

Alex caminó hasta el bar de titanio y se sirvió un vaso de agua helada, intentando enfriar el incendio que Camila había encendido en su mente. Era la única mujer que no le temía y la única que le exigía la verdad.

Regresó a la sala, la luz del atardecer tiñendo los ventanales de naranja y violeta. Se detuvo junto a la mesita auxiliar, donde el pequeño cuaderno de Camila había sido dejado. El instinto de control, la necesidad de confirmar el riesgo, era más fuerte que su palabra. Sabía que ella lo esperaba.

Abrió el cuaderno de "Reflexiones" exactamente en la página que había leído la noche anterior. Leyó la línea final de Camila: "Riesgo de Contratransferencia: ALTO. Si permito que la lástima se convierta en afecto, habré perdido."

Alex deslizó su pluma Montblanc sobre la página y, como había hecho la noche anterior, escribió una sola palabra, desafiante y fría.

ACEPTADO.

Pero esta vez, antes de cerrar el cuaderno, sus ojos se posaron en una anotación que Camila había hecho en el borde inferior de la página, casi ilegible, como un recordatorio para sí misma, escrito con una caligrafía más apresurada:

"Usar la Escala Kinsey. Preguntarle por la dominación erótica en el matrimonio A.B."

La sangre se congeló en las venas de Alex. La Escala Kinsey. No era una herramienta de duelo, sino una herramienta de sexualidad y preferencias eróticas. Ella no solo estaba dispuesta a analizar su trauma, sino a adentrarse en la parte más íntima y prohibida de su vida sexual con Isabella.

Era una intrusión que superaba cualquier acuerdo de negocios. Era una invasión total.

Alex se sintió golpeado, humillado y, extrañamente, caliente. La tensión que había mantenido bajo control por meses, el deseo que había disfrazado de rabia y control, se manifestaba ahora como una punzada real, cruda, ante la audacia de ella.

Dejó el cuaderno caer sobre la mesa y miró la vista panorámica de Miami, que de repente parecía demasiado pequeña. Camila Ríos no solo había aceptado el juego, sino que había tomado la pieza más peligrosa y la había puesto en el tablero.

Alex tomó su teléfono y le envió un mensaje de texto. No sobre la cena. No sobre la lista de compras.

Alex Blackwood: Acepto la Escala Kinsey. Y si vamos a hablar de dominación, Dr. Ríos, el diván es demasiado formal. Mañana, la sesión será en mi sauna. A las 8:00 A.M.

Envió el mensaje y esperó. El silencio del penthouse era ensordecedor. La terapia le había encendido una llama peligrosamente brillante.

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