Capítulo 5 - El Sauna

Camila Ríos estaba parada frente a la imponente pared de vidrio del gimnasio de Alexander Blackwood. La luz del amanecer de Miami se filtraba, dándole al espacio un aura de santuario deportivo. Sin embargo, ella no estaba allí por la elíptica de última generación; su mirada estaba fija en la puerta de madera oscura que conducía al sauna de cedro.

Eran las 7:59 A. M.

El mensaje de texto de Alex, recibido apenas dos horas antes, era una bomba que había detonado su profesionalismo:

Alex Blackwood: Acepto la Escala Kinsey. Y si vamos a hablar de dominación, Dr. Ríos, el diván es demasiado formal. Mañana, la sesión será en mi sauna. A las 8:00 A.M.

La audacia de Alex no la sorprendía, pero sí la estrategia. Era un intento descarado de invertir los roles, de sexualizar la terapia hasta el punto de la ruptura ética. Un intento de humillarla forzándola a abandonar el caso.

Ella le había respondido con la calma que solo una experta en trauma podía invocar, aunque por dentro, su adrenalina estaba al límite.

Camila Ríos: La Escala Kinsey es una herramienta de orientación, no de estimulación. Y la terapia se realiza vestida y en un ambiente controlado. La sesión será en la sala de estar a la hora acordada, o no habrá sesión.

Alex no había respondido.

A las 8:00 A. M. en punto, la puerta de la sauna se abrió. El aire caliente y húmedo, cargado con el aroma de cedro y sal marina, golpeó a Camila en la cara.

Alex Blackwood salió.

Estaba envuelto en una toalla de algodón blanco, anudada firmemente a la cintura. El vapor había abierto sus poros, y su piel, recién afeitada, brillaba. El traje de CEO había sido reemplazado por la vulnerabilidad de su cuerpo: hombros anchos, cicatrices apenas visibles de la cirugía y un físico tenso, tallado por la disciplina de un hombre que controlaba hasta su masa muscular.

Sus ojos grises, entrecerrados por la luz, eran desafiantes.

—Llegó tarde, Doctora.

—Llegué a la hora acordada, Alex. El lugar no es el acordado.

—La temperatura y la atmósfera de mi sauna son ideales para la relajación profunda. Ideal para inducir la exposición emocional. Si no puede soportar la intimidad del espacio, me temo que esta terapia no funcionará.

Camila tragó, pero se mantuvo firme. Él no iba a ganar este juego de poder.

—No tengo problema con el espacio, Alex. Tengo problema con la ética. Y con el riesgo.

—El riesgo es el nombre de mi negocio, Doctora. Y usted lo aceptó ayer en su cuaderno. ¿O miente en sus notas?

Esa última frase, que hacía referencia a su propia anotación, fue un golpe bajo. Él no solo invadía, sino que usaba sus propias defensas como munición.

—La sesión es de cuarenta minutos. No estoy vestida para un sauna.

Alex sonrió, una curva lenta y peligrosa que la hizo sentir el ardor en las mejillas.

—Puede sentarse lejos, Doctora. No muerdo. Al menos, no si no se lo pido.

—No se preocupe. La distancia física es fácil de mantener. La mental, no tanto. Siéntese en el sillón.

Alex dudó un instante, midiendo su resistencia. Ella no había cedido ni un milímetro, pero tampoco había huido.

—Bien. El juego es suyo, por ahora.

Se sentó en el sillón gris, la toalla cubriendo justo lo necesario, dejando una extensión de piel bronceada y la tensión palpable de sus músculos en exposición. Era una táctica diseñada para la distracción, y Camila decidió ignorarla por completo. Abrió su portafolio.

—Nivel de angustia, al iniciar la sesión: diez. Alex, usted ha buscado el colapso ético para evitar la sanación. Hablemos de eso.

La sesión terminó con Alex de vuelta en su traje de diseño, su máscara de CEO restaurada, pero con una humedad peligrosa en el aire. Camila había usado la hora para demoler su intento de control, forzándolo a hablar de la necesidad de humillar a su terapeuta. La terapia se había pospuesto, pero la batalla continuaba.

—Le envié la lista de compras —dijo Camila, doblando sus notas con precisión militar. —Mi chef ya está al tanto —respondió Alex, con un tono glacial.

Camila lo miró con una ceja arqueada. —No. Usted va a cocinar, Alex. Es parte de la terapia de anclaje. Cocinar requiere presencia mental y coordinación motora. Necesita reconectarse con los placeres sencillos. Y yo voy a cocinar a su lado para observar su frustración y sus patrones de estrés.

Alex sintió que la rabia le subía por la garganta. —¿Me está tomando por su estudiante de cocina, Doctora?

—Lo estoy tomando por un paciente cuyo terapeuta tiene derecho a exigir el cumplimiento de las condiciones del contrato. O la junta se enterará de que prefiere discutir la Escala Kinsey en un sauna en lugar de afrontar un poco de ajo picado.

Alex apretó la mandíbula. —Usted es inhumana.

—Soy profesional —replicó Camila, guardando su pluma.

A las 8:00 P. M., la inmensa cocina profesional de Alex, más parecida a un laboratorio de acero inoxidable, se convirtió en el escenario de su segundo duelo. Alex, con una camisa de cachemira negra y jeans, se veía ridículamente fuera de lugar junto a la tabla de cortar. Camila llevaba un delantal de lino gris que le había prestado la señora de la limpieza y que le daba un aire doméstico que era, de alguna manera, aún más desestabilizador para Alex.

Estaban cocinando un simple risotto de setas.

—Tiene que rallar el parmesano con más lentitud —instruyó Camila, su voz baja.

—Lo estoy rallando perfectamente.

—No. Lo está atacando. Está usando la misma rabia que usa para firmar contratos. Es queso, Alex, no Julian Reed.

Alex gruñó, pero ralentizó el movimiento. Sus ojos se encontraron, y por primera vez en el día, no había furia, solo una frustración compartida por la tarea mundana.

—¿Por qué risotto?

—Porque requiere paciencia y remover constantemente. Y usted no tiene paciencia. Y si deja de remover, se quema. Un recordatorio constante de que el control absoluto es una ilusión.

Sirvieron la cena en la isla de mármol. El ambiente era de una extraña intimidad: el silencio solo roto por el tintineo de los cubiertos y el sonido de la respiración.

—Hábleme de su día —pidió Camila, probando el risotto que, a pesar del esfuerzo de Alex, estaba sorprendentemente bueno.

—Mi día consistió en una llamada a Londres para retrasar el cierre del swap de capital. Y en planificar cómo desarmar su intento de arruinarme la vida.

—Mi intento de salvarlo, querrá decir. ¿Qué le dijo a la junta sobre la Escala Kinsey?

—Nada. Pero su amenaza es una declaración de guerra.

—Usted inició la guerra, Alex, al invadir mi cuaderno. Yo solo contraataqué.

Alex tomó su copa de vino, sin beber. —Usted quería hablar de dominación erótica en el matrimonio A. B.

—No quería. Necesito hacerlo. La culpa sexual es una de las anclas más profundas del trauma. Su matrimonio con Isabella, ¿era un matrimonio de iguales, o de roles dominantes y sumisos?

Alex sintió un nudo en el estómago. —Esa información es...

—Crucial para su sanación —terminó Camila, sin inmutarse—. ¿Quién tenía el control en la cama, Alex?

Alex la miró, la furia y el deseo chocando en sus ojos grises. Camila lo enfrentó con una calma que lo desarmó. No era una seductora, era una analista. Pero la pregunta era tan íntima, tan invasiva...

—Isabella... —empezó Alex, su voz áspera, y luego se detuvo.

Camila esperó. El silencio de la cocina era más ruidoso que cualquier grito.

Alex finalmente tomó el vino, bebiendo lentamente, dejando que el tanino le raspase la garganta.

—Isabella era... ella me adoraba. Yo era el proveedor, el pilar, el dominante en todo. En la oficina, en la casa... y en la cama.

—Y a usted le gustaba ese control. —Lo exigía. Era la única manera de silenciar el ruido en mi cabeza. El mundo era caos, yo era orden.

—¿Y qué pasaba cuando Isabella le quitaba el control?

—Nunca lo hacía. Excepto... la noche del accidente.

La mención hizo que su hombro se tensara. El recuerdo era como ácido en su boca.

—Me gritó por teléfono —dijo Alex, las palabras saliendo como cuchillos—. Me dijo que me odiaba. Que estaba harta de que yo la tratara como una extensión de mi agenda. Me dijo...

Alex se detuvo de nuevo, incapaz de pronunciar la frase. Bajó la cabeza, su elegante cabello negro cayendo sobre sus ojos. Era la primera vez que se permitía tanta vulnerabilidad ante ella.

—Dígalo, Alex.

—Me dijo que estaba asfixiándola.

Camila asintió lentamente, su rostro compasivo, pero profesional.

—Asfixiándola. Controlarla le dio placer, pero la mató.

Alex se levantó tan rápido que la silla casi cae. Sus ojos grises eran ahora un relámpago de rabia.

—¡Usted no tiene derecho a decir eso! ¡Usted no estaba allí!

—No. Pero estoy aquí. Y ese es el trauma, Alex. El miedo subconsciente a que su control sea destructivo. ¿Qué pasa ahora, Alex? ¿Quién tiene el control?

Camila no se movió. Su postura de lino gris y calma contrastaba brutalmente con la tormenta que Alex desataba.

Alex dio un paso hacia ella, la distancia entre el CEO enfurecido y la terapeuta era de apenas un metro. Él estaba sudando de nuevo, el calor de la cena y el vino avivando su ira.

—Usted. Usted tiene el control. Y lo está usando para...

—¿Para qué, Alex? —Camila lo interrumpió, su voz un murmullo firme—. ¿Para obligarlo a vivir? ¿Para obligarlo a sentir algo que no sea culpa o furia?

Alex cerró los ojos, el dolor en su rostro era insoportable. Él se inclinó, buscando algo, cualquier cosa. Y lo encontró en la presencia inamovible de Camila.

En lugar de gritarle, hizo lo que menos se esperaba. Extendió una mano temblorosa y tocó el delantal de lino, un toque tan ligero que apenas si existió.

—Lo está usando para tentarme —susurró Alex, su aliento caliente contra el rostro de Camila.

Camila sintió el toque. El olor a cedro y a chef frustrado. El calor de su ira. Ella no se apartó. No podía. Su propia regla, su propia advertencia, resonó en su mente: Si permito que la lástima se convierta en afecto, habré perdido.

Alex se inclinó más, su boca buscando la suya. Ya no era un movimiento de dominación, sino de pura necesidad de anclaje.

—No —susurró Camila, apenas audible, y giró la cabeza justo a tiempo para que sus labios rozaran su mejilla, no su boca.

Alex se quedó inmóvil, la humillación del rechazo superada solo por la punzada eléctrica del roce. Su mano cayó, derrotada.

—¿Por qué? —preguntó Alex.

—Porque usted no me desea a mí. Desea el sacrificio —dijo Camila, su voz volviendo a ser la de la terapeuta. Había ganado esta batalla, pero a un costo inmenso—. Usted necesita el placer, Alex. Pero el placer conmigo es prohibido. Y eso es precisamente lo que lo ancla.

Ella dio un paso atrás, rompiendo el círculo. Tomó un plato y lo llevó al fregadero.

—La cena ha terminado. Mañana a las 8:00 A. M., en la sala de estar. Piense en la palabra sacrificio y en lo que está dispuesto a sacrificar para no caer en el caos.

Camila se quitó el delantal, lo dobló pulcramente y lo puso sobre la isla. No lo miró, ni una vez más. Se fue, dejando a Alex solo en el centro de su cocina estéril, la fragancia a cedro y cítricos persistiendo en el aire.

Alex se quedó inmóvil, viendo cómo se cerraba la puerta. El silencio regresó, pero ya no era frío. Estaba lleno del calor del contacto y del rechazo.

El sacrificio. No puedo sacrificar el bufete. No puedo sacrificar mi vida. Pero la idea de sacrificar la ética de Camila por un momento de placer, era la idea más atractiva que había tenido en dos años.

Tomó su teléfono. Necesitaba enviar un mensaje a Julian Reed para confirmar la reunión del día siguiente. Pero en su lugar, abrió el chat de Camila.

Alex Blackwood: Acepto el sacrificio, Doctora. Pero solo si el premio es digno de él. Mi chef está despedido. La cena de mañana la prepararé yo.

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