Stella tenía solamente trece años cuando comprendió, con un presentimiento frío en el estómago, que algo terrible estaba a punto de suceder. No era ingenua. Llevaba demasiados meses sintiendo aquellas miradas que la incomodaban, miradas que no deberían provenir del mismo hombre que se suponía debía protegerla y cuidarla de todo mal, como a un tesoro valioso. Desde que su cuerpo había empezado a cambiar, desde que había dejado atrás los vestidos de niña para convertirse en una adolescente, lo veía distinto. A los trece años, Stella había florecido tempranamente, y él la miraba descaradamente. Sus ojos se posaban sobre ella demasiado tiempo, sobre sus pechos que eran difíciles de ocultar en los días de calor abrumante, y cada vez que la encontraba a solas, y sus ojos se posaban sobre ella, la hacía sentir muy incómoda. Al principio, Stella pensó que era su imaginación, que quizás estaba siendo paranoica. Pero cada día que pasaba, esa sensación se volvía más clara, más certera: s
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