Se Necesita Secretaria Fea
Se Necesita Secretaria Fea
Por: Dirtsa Aijem
PRÓLOGO

Stella tenía solamente trece años cuando comprendió, con un presentimiento frío en el estómago, que algo terrible estaba a punto de suceder.

No era ingenua. Llevaba demasiados meses sintiendo aquellas miradas que la incomodaban, miradas que no deberían provenir del mismo hombre que se suponía debía protegerla y cuidarla de todo mal, como a un tesoro valioso. Desde que su cuerpo había empezado a cambiar, desde que había dejado atrás los vestidos de niña para convertirse en una adolescente, lo veía distinto.

A los trece años, Stella había florecido tempranamente, y él la miraba descaradamente. Sus ojos se posaban sobre ella demasiado tiempo, sobre sus pechos que eran difíciles de ocultar en los días de calor abrumante, y cada vez que la encontraba a solas, y sus ojos se posaban sobre ella, la hacía sentir muy incómoda.

Al principio, Stella pensó que era su imaginación, que quizás estaba siendo paranoica. Pero cada día que pasaba, esa sensación se volvía más clara, más certera: su padre la veía de una forma que la hacía querer esconderse, hundirse bajo la tierra o desaparecer en un rincón de la casa. Y así lo hacía cada vez que estaba a solas con él, ella siempre se encerraba en su habitación, en aquel rincón que la hacía sentir segura, y se alejaba hasta que su madre llegaba a casa.

Pero, una noche, su padre había estado bebiendo de más. El silencio pesaba en la vivienda como una advertencia. Su madre había salido a trabajar, como tantas otras noches, dejando la casa en penumbras y un vacío que Stella siempre había detestado. Desde su habitación, abrazada a una manta, intentaba convencerse de que no pasaría nada, de que las sombras eran solo sombras y no monstruos acechando en los pasillos.

Entonces, lo escuchó.

El crujir de la puerta al abrirse lentamente, como si alguien tratara de no hacer ruido. Fue entonces cuando todos sus miedos se convirtieron en una realidad horrible.

El corazón le golpeó fuerte contra el pecho. Supo, en ese instante, que su intuición no se equivocaba. Que todas esas miradas, esos "roces accidentales" y ese aire pesado en la casa tenían un desenlace inevitable.

Su padre entró sin prisa, como dueño del espacio, como si tuviera derecho a estar allí. Se detuvo junto a la cama y la observó de arriba abajo con una intensidad que a Stella le heló la sangre.

Instintivamente, se cubrió con la sábana hasta el cuello, como si con eso pudiera evitar lo que estaba a punto de suceder. Se estremeció de pies a cabeza y quiso hundirse en la cama, en el suelo y en la tierra, hasta quedar a salvo.

—Papá, por favor, vete —suplicó, en un hilo de voz, pensando que con su súplica iba a poder lograr que él se fuera—. No quiero que estés aquí.

Su padre no respondió, ni hizo caso de sus súplicas. Se sentó en el borde de la cama, alargó una mano y, con sus dedos que parecían las garras de un monstruo —y quizá en aquel momento sí lo eran—, le quitó la sábana de encima.

—Eres tan hermosa… —murmuró él, con voz quebrada entre admiración y algo más oscuro, algo que la niña no alcanzaba a entender del todo, pero que la llenó de un miedo insoportable.

La palabra «hermosa» se clavó en su interior como un hierro candente. Esa palabra, que tantas veces había escuchado en boca de su madre como un halago inocente, sonó de repente como una condena. «Hermosa» significaba peligro. Significaba dolor.

Stella cerró los ojos con fuerza, deseando que al abrirlos todo fuera un mal sueño. Pero no lo era. Esa noche se grabó en su memoria con un filo imposible de borrar. No importaba lo que viniera después: el eco de esa voz y esa palabra maldita la perseguirían siempre.

Desde entonces, comprendió que la belleza era un enemigo.

Que ser bonita atraía desgracias.

Que si quería sobrevivir, debía ocultarse del mundo.

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