BAJARLO DEL PEDESTAL

Cyrus Leroux irrumpió en la oficina de su padre con el ímpetu de un huracán. La puerta se abrió de golpe, golpeando la pared con un sonido seco que hizo levantar la vista a Andrew, que revisaba unos informes junto al escritorio.

—¡¿Qué demonios significa esto?! —bramó Cyrus, sosteniendo una carpeta como si fuera evidencia de un crimen.

Louis Leroux no levantó la voz. Ni siquiera parpadeó. Terminó de firmar el documento que tenía delante antes de mirarlo, con la serenidad del hombre que ha visto demasiadas tormentas como para temer una más.

—Buenos días, hijo —dijo con calma—. Siempre es un placer verte tan... apasionado por tus responsabilidades.

—No empieces con tus sarcasmos, papá —espetó Cyrus, dejando la carpeta sobre el escritorio con un golpe—. Quiero saber qué clase de broma cruel es esta.

Andrew se mantuvo en silencio, su expresión imperturbable. Sabía perfectamente a qué se refería Cyrus, pero no era su lugar intervenir.

—¿Broma? —repitió Louis, arqueando una ceja—. ¿Te refieres a la contratación de tu nueva asistente?

—¿Asistente? —rió sin humor—. ¡Por Dios, papá! Esa mujer parece haber salido de una convención de abuelitas excéntricas. ¿De dónde la sacaste? ¿De una iglesia? ¿De una biblioteca del siglo pasado?

Louis se recostó en su silla, entrelazando las manos.

—De un proceso de selección, como cualquier otro empleado de esta empresa. Es inteligente, eficiente, discreta y sumamente calificada.

—¡Y fea como un demonio! —Cyrus soltó, sin filtro—. ¿Qué pretendes? ¿Castigarme con una monja encubierta?

Andrew respiró hondo, como quien contiene una reacción. Louis, en cambio, sonrió apenas.

—Precisamente eso, Cyrus. Un castigo. —Su voz se volvió firme, paternal y gélida a la vez—. Estoy cansado de tus escándalos, de tus revolcones de oficina, de pagar cheques para comprar silencios. Esta empresa no es un harén, y tú no eres un adolescente rebelde. Es hora de que crezcas.

—¡Oh, por favor! —Cyrus se llevó las manos a la cabeza—. No exageres. Solo he tenido... digamos, algunos malentendidos.

—Malentendidos que cuestan dinero, reputación y titulares de prensa —replicó Louis con dureza—. ¿Sabes cuántos ceros tenía el cheque que tuvimos que firmar para que esa chica, la tal Nikki, guardara silencio?

Cyrus no respondió. Solo apartó la mirada, fastidiado.

—Ella era una buscafortunas. Exageró todo. —Intentó restarle peso, pero sonaba débil incluso para él.

—No importa lo que ella fuera —dijo Louis, levantándose—. Lo que importa es lo que tú representas. Y hoy representas el mayor riesgo para tu propio apellido.

Hubo un silencio tenso, largo. Andrew apartó la vista, dejando que padre e hijo midieran fuerzas.

Finalmente, Cyrus habló con un tono más bajo, pero cargado de veneno.

—Entonces, ¿esto es lo que harás? ¿Me castigarás dándome a esa… mujer como asistente?

—Exactamente —respondió Louis, sin titubear—. Stella Davison será tu secretaria a partir de hoy. Y no habrá cambios.

—¿Y si me niego?

Louis clavó la mirada en su hijo.

—Entonces renuncia. Pero si quieres seguir siendo parte de este imperio, aprenderás a convivir con una mujer a la que no puedes follar sobre el escritorio.

Cyrus soltó una carcajada amarga.

—Siempre tan poético.

—Y tú, siempre tan predecible —replicó su padre con frialdad.

Por un momento, sus miradas se cruzaron: la de un hombre que había construido un legado con disciplina y la de otro que creía poder conquistar el mundo con encanto y arrogancia.

Finalmente, Cyrus se dio media vuelta con un gruñido.

—Esto no va a funcionar —dijo, dirigiéndose hacia la puerta—. Te lo aseguro.

—Eso espero —murmuró Louis—. Porque tal vez ahí empiece a hacerlo.

Cuando Cyrus salió, Andrew soltó el aire que había estado conteniendo.

—¿Cree que funcionará, señor? —preguntó con tono prudente.

Louis sonrió con cansancio.

—Si hay alguien capaz de hacerlo bajar del pedestal, es esa mujer. Estoy seguro de ello.

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