PERDIENDO EL CONTROL

El día avanzó con un aire de expectación en los pisos ejecutivos. El rumor se había propagado: el infame heredero, Cyrus Leroux, tenía una nueva asistente. Y al parecer, no era nada del tipo que solía contratar.

Cuando Stella entró al edificio a la mañana siguiente, llevaba una carpeta en una mano y su bolso en la otra. Su atuendo, como siempre, anticuado y holgado: blusa color marfil, falda gris, suéter tejido y zapatos planos. Su cabello recogido mostraba algunos mechones rebeldes que escapaban y le ocultaban el rostro, y sus gafas se deslizaban por la nariz cada pocos segundos.

Nada en ella llamaba la atención… salvo, quizás, la calma que transmitía.

Subió al piso cuarenta y siete con paso firme. Había recibido un breve correo formal de bienvenida de Recursos Humanos, y una cita en la oficina del señor Cyrus Leroux a las nueve en punto.

No sabía que él ya estaba allí, sentado tras su escritorio, con el ceño fruncido y el mal humor goteando de cada movimiento.

Cuando la puerta se abrió, él levantó la vista.

Y la mañana se volvió insoportable.

—Ah, fantástico… —murmuró, reclinándose en la silla—. Mi pesadilla favorita ya está aquí.

Stella dudó un segundo antes de entrar.

—Buenos días, señor Leroux.

—¿Le parece que es un buen día? —espetó él, con una sonrisa que no alcanzaba los ojos—. A mí me parece un día particularmente trágico.

Ella dejó su bolso en una silla y se acercó con naturalidad.

—Supongo que, como ayer se fue y no regresó más, es un buen momento para presentarme formalmente —dijo, con tono educado—. Soy Stella Davison, su nueva asistente, no su pesadilla favorita.

—No hace falta —la interrumpió—. Ya tuve el placer de conocerla cuando me arrolló en la puerta.

—Fue usted quien me chocó —replicó ella, con calma.

Él arqueó una ceja.

—Interesante versión de los hechos.

Ella sonrió apenas.

—Prefiero pensar que fue un mal comienzo. Todos merecen una segunda impresión.

Cyrus la observó con atención, recostándose en el asiento. Le irritaba su serenidad, esa compostura imperturbable. Era como si sus palabras resbalaran sobre ella.

—Bien —dijo finalmente—. Ya que insiste en quedarse, le aviso que soy un jefe exigente. No tolero errores, lentitud, ni actitudes altaneras.

—Perfecto —respondió Stella sin pestañear—. Yo tampoco.

Él la miró, desconcertado.

—¿Perdón?

—No tolero jefes impuntuales, groseros ni egocéntricos. Pero supongo que tendremos que aprender a tolerarnos mutuamente. —Le ofreció una sonrisa cortés, mientras organizaba unos papeles sobre su escritorio.

Por un instante, Cyrus no supo si estaba siendo insolente o simplemente honesta. Y eso, más que enfurecerlo, lo descolocó.

—¿Siempre es así de... insolente? —preguntó finalmente.

—Solo cuando me lo ponen fácil —replicó ella, sin levantar la vista.

Él soltó una risa corta, incrédula.

—Vaya, señorita Davison, le advierto que mi paciencia tiene límites.

—Y la mía, reloj —dijo ella, señalando sutilmente su muñeca—. Deberíamos comenzar. Tiene una reunión a las diez y todavía no ha revisado el informe que le enviaron de Finanzas.

Él parpadeó, sorprendido.

—¿Cómo sabe eso?

—Porque lo leí en la bandeja compartida mientras esperaba el ascensor —Le pasó una carpeta—. Le hice un resumen de los puntos clave.

Cyrus tomó el documento, mirándola con sospecha.

—¿Leyó mi correo?

—El del departamento de Finanzas, sí. El suyo no. Aunque probablemente no tenga mucho más que invitaciones de mujeres con perfume costoso.

El bolígrafo que él sostenía cayó sobre el escritorio.

—¿No valora su trabajo, señorita Davison?

—Por supuesto que sí, señor Leroux. ¿Por qué la pregunta?

—Porque con esos comentarios solo está buscando que la despida cuanto antes.

—Si mal no recuerdo, su padre, el señor Louis Leroux, me dijo que solamente él tenía la autoridad para despedirme.

—¿Ah, sí? ¿Y cree que mi padre, un hombre tan ocupado, tendrá tiempo de venir a salvarla cuando yo mismo la eche a la calle como a un perro?

Stella lo miró fijamente, a través de los cristales de sus gafas.

—Señor Leroux, yo sé que no me quiere aquí...

—Ni de broma. Así que si quiere ser tan buena y hacerme el favor de irse... —Con un gesto de su mano, Cyrus señaló la puerta.

Lejos de intimidarse, como cualquier otra secretaria lo hubiera hecho, Stella levantó la barbilla con determinación.

—No voy a irme —rebatió.

—¿Ah, no? ¿Me está desafiando?

—Tómelo como quiera —replicó—. Solamente le estoy diciendo que no voy a irme. No sin antes demostrar que aunque no tengo la belleza de una modelo de pasarela, que es lo que usted busca en sus secretarias, aquí tengo lo que se necesita para el puesto. —Con el dedo índice se tocó la sien, señalando que en su cabeza tenía lo necesario.

—¿Y cree que me importa eso?

—Seguramente que no, pero, lo reto.

Cyrus Leroux enarcó una ceja y se rio.

—¿Me reta? ¿Usted a mí?

—Sí. Lo reto a ponerme a prueba. Una semana —levantó el dedo índice—. Deme una semana nada más, póngame a prueba. Si no doy la talla, yo misma tomaré mis cosas y me iré. Pero, si demuestro lo contrario...

Apretó los labios y bajó la mirada. De repente, Cyrus se sintió impaciente, queriendo saber lo que tenía que decir.

—¿Si demuestra lo contrario...?

Stella levantó la mirada y la fijó en las orbes de Cyrus que en este momento destellaron como verdaderas esmeraldas.

—Entonces, usted emitirá una disculpa pública con toda la empresa y aceptará que soy la mejor secretaria que ha tenido jamás.

Cyrus no pudo contener la carcajada que explotó en su boca.

—Debe de estar completamente loca.

—Quizá —dijo ella, sin rastro de humor. Se mantuvo firme en su postura—. ¿Lo hará o no?

—Por supuesto que no.

—Porque tiene miedo de que lo venza. Claro.

Su impertinencia provocó que Cyrus se quedará sin palabras. Su labio tembló por la rabia, pero obviamente, no iba a dejar que una secretaria cualquiera, y peor, esa que parecía recién sacada de un hospital psiquiátrico, lo humillara y lo dejara como un imbécil.

—Claro que no. Y para que vea no es así, acepto el reto, pero propongo otra condición.

—¿Cuál?

—Si yo gano... Usted deberá mostrarme lo que se esconde debajo de toda esa ropa. —Con el índice la señaló de arriba abajo.

El comentario hizo que las mejillas de Stella se calentaran y se pusieran rojas. Él se rio y cruzó los brazos sobre el pecho con suficiencia.

—Ahora... ¿quién es la que tiene miedo?

—Claro que no tengo miedo —rebatió ella, aunque su tono no fue tan firme como antes.

—Demuéstrelo entonces. —Movió la mano en un ademán.

La respiración de Stella se agitó visiblemente, provocando que sus pechos subieran y bajaran debajo de la ropa, mostrándose ante Cyrus, quien no pudo evitar echar un rápido vistazo.

—Bien —dijo ella, segura de que no iba a perder.

—Entonces, ¿si va a mostrarme lo que hay debajo de su ropa?

—¡No! Voy a ganarle.

Él se rio.

—Bien. Ya lo veremos. —Y de repente, se sintió ansioso porque esa semana pasara para poder ganarle y para poder ver lo que se escondía debajo de toda esa ropa de abuelita.

Stella, mientras tanto, continuó acomodando la oficina, moviendo discretamente una pila de carpetas, ajustando la agenda digital y dejando una taza de café humeante frente a él.

—Negro, sin azúcar —dijo, sin mirarlo—. Es como lo toma, ¿cierto?

Él la observó fijamente.

—¿Cómo sabe eso también?

—Porque en su perfil de entrevistas de negocios de hace tres años lo mencionó. —Levantó la vista por un segundo—. «El café debe ser negro, fuerte y sin adornos, como las decisiones importantes». Palabras suyas.

Cyrus sintió una mezcla de irritación y fascinación.

—No sabía que había contratado una enciclopedia personal —murmuró.

—Tampoco sabía que tenía tanto que aprender de su propia empresa —replicó ella suavemente.

La tensión se podía cortar con un hilo invisible.

Y sin embargo, entre los choques verbales, algo en el aire empezaba a cambiar. Ella no lo miraba con deseo, ni con miedo, ni con la adulación a la que estaba acostumbrado. Lo miraba como a un hombre… nada más. Y eso lo desconcertaba más que cualquier rechazo.

A las diez en punto, él se levantó para la reunión.

—Empecemos el juego, señorita Davison —dijo, con esa sonrisa que usaba como advertencia.

Ella lo miró, tranquila.

—Que empiece, señor Leroux.

Cuando salió de la oficina, Cyrus no pudo evitar mirar hacia atrás. Ella ya estaba revisando su computadora, concentrada, con un mechón rebelde cayendo sobre su mejilla.

No era bella. No en el sentido en que él entendía la belleza.

Pero había algo… una dignidad, una fuerza serena.

Y eso lo perturbaba más que cualquier cuerpo perfecto que hubiera tenido en sus brazos.

[...]

En el piso superior, Louis Leroux observaba por las cámaras de seguridad la escena desde su despacho. Andrew, a su lado, sonreía con discreción.

—¿Cree que ella sobrevivirá? —preguntó.

Louis soltó una risita contenida.

—No lo dudes, Andrew. Pero me preocupa más si él lo hará.

Y en la oficina del piso cuarenta y tres, mientras Stella tecleaba sin mirar atrás, Cyrus Leroux no sabía si estaba perdiendo el control… o si empezaba a recuperarlo.

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