La mañana en Leroux Holdings transcurría con la precisión de un reloj suizo.
El eco de pasos medidos, las voces bajas al teléfono, el aroma a café recién hecho… Todo era tan metódico y controlado como Cyrus Leroux lo exigía. Y, entre ese orden impecable, estaba Stella Davison, sentada tras su escritorio, tipeando con rapidez y una concentración que no admitía distracciones.
Vestía una falda gris y una blusa crema, sencilla, con un discreto prendedor en el cuello. El cabello, recogido como de costumbre, dejaba escapar mechones rebeldes que parecían tener vida propia. Sus dedos se movían con una agilidad silenciosa sobre el teclado, mientras revisaba correos y programaba citas para la siguiente semana.
De pronto, el ascensor se abrió y un hombre alto, de sonrisa fácil y aspecto relajado, apareció en el pasillo.
Llevaba un traje caro, pero desabrochado, y un aire de autosuficiencia tan palpable que parecía llenar el espacio. Caminó hasta el escritorio de Stella, arrastrando una s