Mundo de ficçãoIniciar sessãoValeria lo tiene todo: una lengua afilada, curvas de infarto y cero interés en enamorarse. Después de una traición que la marcó para siempre, decidió que su corazón es terreno prohibido. Solo tiene una regla: sexo sin compromiso. Pero su mundo tambalea cuando conoce a Enzo Costa, un empresario italiano tan guapo como insoportable. Dueño de un pasado turbio y de una mirada que puede incendiar las entrañas, Enzo también tiene sus propias reglas. Solo una mujer ha conseguido entrar en su vida… y esa mujer murió hace años. Cuando el deseo se convierte en una guerra de poder, ninguno está preparado para las consecuencias. Él no busca amor. Ella no quiere promesas. Pero el destino no respeta reglas.
Ler maisEl caos entre bastidores tenía un sonido inconfundible. Valeria Hidalgo lo conocía bien: tacones acelerados, susurros cargados de ansiedad, vapor silbando de las planchas. Pero ese día, el caos tenía forma de tragedia.
—¡Mierda, m****a, m****a! —Valeria sostenía lo que debía ser la joya de su colección: un vestido azul degradado en seda, ahora con una rasgadura desde el escote hasta la cadera—. ¡Faltan cinco minutos!
—Podemos arreglarlo —dijo Lucía, su asistente, aunque su expresión decía otra cosa—. Agujas, hilo...
—¿En cinco minutos? —Valeria la fulminó con la mirada—. Este diseño tiene tres capas. No es poner un botón, Lucía.
Ese vestido no era solo ropa. Era el símbolo de su libertad creativa, su declaración de independencia como diseñadora. Su manera de demostrar que era más que "la hija de Ernesto Hidalgo". Y ahora, colgaba entre sus manos como un fracaso materializado.
Madrid Fashion Week. Su primera pasarela en solitario. Todos los críticos importantes la observaban desde la primera fila, esperando que tropezara. Esperando confirmar que el talento no se heredaba.
—Cambiemos el orden del desfile. Que Claudia salga con el negro primero —ordenó con voz tensa.
—Pero este es el cierre, Valeria. El gran final.
Ella lo sabía. Podía escuchar la música marcando los tiempos de la pasarela, sintiendo cómo su gran momento se desmoronaba como un castillo de naipes.
—Usaremos el prototipo del taller.
—Está al otro lado de la ciudad...
—¡Entonces llama a alguien para que lo traiga ya! —gritó, alterando hasta al estilista más distraído.
Mientras Lucía corría con el teléfono pegado al oído, Valeria intentó respirar. Uno, dos, tres. Pero el aire no le entraba a los pulmones. Las paredes del backstage parecían cerrarse sobre ella. Necesitaba un minuto a solas, lejos de las miradas expectantes.
Con el vestido roto en brazos, se apartó tras una cortina hacia la zona de camerinos privada. Y ahí lo vio.
Alto. Traje azul impecable que probablemente costaba más que su alquiler. Cabello oscuro peinado con precisión milimétrica. Y unos ojos verdes tan intensos que parecían sacados de un sueño febril. Observaba sus bocetos colgados en la pared, como si fueran arte en un museo, con una concentración que la perturbó.
—Disculpa —dijo ella, intentando sonar profesional a pesar del desastre que cargaba—, esta área es privada.
Él se giró con una calma exasperante, como si la hubiera estado esperando toda su vida.
—¿Este es el espectáculo? ¿Deconstrucción de la belleza? —preguntó con un acento italiano que rozaba lo indecente.
Valeria apretó el vestido contra su pecho, consciente de que parecía una refugiada de guerra de la moda.
—¿Quién eres?
—Enzo Costa. Invierto en talento prometedor.
El nombre la golpeó como un flash de cámara: Enzo Costa, el magnate italiano que transformaba diseñadores novatos en marcas globales. El tiburón de la moda que podía hacer o destruir carreras con una sola decisión.
—Pues elegiste el peor momento para tu safari de talentos —soltó ella, gesticulando hacia el vestido destrozado—. Como puedes ver, estamos en plena crisis existencial.
Enzo dio un paso hacia ella. Olía a sándalo y a peligro, una combinación letal que hizo que su pulso se acelerara.
—Las crisis revelan más de un diseñador que diez desfiles perfectos —dijo, extendiendo la mano hacia el vestido—. ¿Puedo?
Antes de que pudiera responder, ya lo tenía en sus manos. Sus dedos rozaron los de ella al hacer el intercambio: electricidad pura corrió por sus venas.
—Seda italiana —murmuró, examinando el tejido con la precisión de un cirujano—. Buena elección. Pero esta estructura... demasiado ambiciosa para el peso del material.
—No pedí tu opinión —le arrebató el vestido, sintiéndose expuesta.
—No, pero la necesitas desesperadamente —dijo sin inmutarse—. Este diseño habría fallado tarde o temprano. Las costuras no pueden soportar la tensión de este corte.
Lo peor de todo: tenía razón. Lo sabía desde el momento en que había visto la primera puntada, pero había sido demasiado orgullosa para admitirlo.
—¿Viniste solo a criticarme?
—Vine porque varios contactos me hablaron de ti. Quería ver si eras la próxima gran revelación en la moda española o solo otra diseñadora con más ambición que técnica.
El tono ligeramente burlón en "gran revelación" la hizo hervir de indignación.
—¿Y cuál es tu veredicto, maestro?
Enzo la escaneó con esos ojos felinos, desde la punta de sus zapatos hasta el último mechón de su cabello despeinado por el estrés.
—Tienes potencial real. Visión única. Pero diseñas con pura emoción, no con técnica. Hermoso de ver, sí. Práctico para usar, definitivamente no.
Cada palabra era una daga bien afilada. Precisa. Dolorosa por verdadera.
—Valeria, te necesitamos urgentemente —Lucía asomó detrás del telón, jadeando. Al ver a Enzo, se detuvo en seco—. Disculpe, no sabía que...
—Ya voy —respondió Valeria, sin apartar la mirada del italiano.
Se giró para marcharse, dispuesta a enfrentar el desastre que la esperaba, pero la voz de Enzo la detuvo en seco.
—Usa imperdibles.
—¿Qué?
—Imperdibles dorados, por dentro del vestido. Distribuyen la tensión del tejido y evitan que la rotura se extienda. Convierte el accidente en parte intencional del diseño. Deja que se vea un forro dorado a través de la abertura, como si fuera planeado.
Valeria frunció el ceño. Era una idea brillante, el tipo de solución creativa que separaba a los buenos diseñadores de los genios.
—No tenemos forro dorado. Ni tiempo para conseguirlo.
Sin decir una palabra, Enzo se aflojó el nudo de la corbata y se la quitó con un movimiento fluido: seda dorada con un patrón geométrico sutil que captaba la luz perfectamente.
—Úsala. Corta tiras y créalas como paneles internos.
Ella lo miró completamente desconcertada, sosteniendo la corbata aún tibia por el calor de su cuello.
—¿Por qué me ayudas? No me conoces de nada.
—Porque quiero ver si eres capaz de convertir un desastre en una oportunidad de oro. Los grandes diseñadores siempre lo hacen. Los mediocres solo se quejan.
Valeria tomó la corbata, sintiendo su textura sedosa entre los dedos.
—Gracias.
—No me agradezcas todavía —dijo él, con una sonrisa que prometía problemas—. Primero, haz que funcione. Después hablamos.
La madrugada encontró al yate navegando por las aguas oscuras del Estrecho de Gibraltar, con las luces de la costa africana desapareciendo lentamente detrás de ellos como recuerdos que se desvanecían en la distancia. El motor del barco zumbaba con un ritmo constante que debería haber sido reconfortante, pero que solo servía para subrayar el silencio tenso que había caído sobre el grupo después de las últimas palabras de Vincenzo.Valeria estaba sentada en la cubierta trasera del yate, con sus brazos envueltos alrededor de sus rodillas, mirando el agua negra que se arremolinaba en la estela del barco. El frío del viento marino penetraba a través de su ropa, pero no se molestó en buscar refugio en la cabina. El entumecimiento que sentía tenía poco q
El sonido de los disparos era ensordecedor, un crescendo constante que hacía vibrar las paredes de la villa y convertía el aire en algo denso y eléctrico. Valeria se encontraba presionada contra una de las columnas del patio central, con el corazón martilleando tan fuerte en su pecho que podía sentir cada latido reverberando en sus oídos. El humo de la explosión inicial todavía flotaba en el aire, mezclándose con el olor acre de la pólvora y algo más visceral, algo que olía a miedo y a violencia inminente.Los guardias de Catalina corrían en formaciones que hablaban de entrenamiento profesional, sus gritos en árabe y español creando una cacofonía que se superponía con el staccato constante de las armas automáticas. Seba
El interior del SUV olía a cuero nuevo y algo más oscuro—miedo, quizás, o anticipación, o esa mezcla particular de ambos que precedía a momentos que dividían vidas en antes y después. Claudia conducía con manos firmes en el volante, sus ojos alternando entre el camino delante y el espejo retrovisor donde Valeria sabía que la estaba observando. El asiento del pasajero se sentía como trampa, demasiado cerca de la mujer que había compartido la cama de su esposo, demasiado confinado para escapar si las cosas salían mal.Sebastián, Isabella y Vincenzo ocupaban el asiento trasero en silencio tenso. Los agentes del CNI seguían en dos vehículos separados—uno adelante, uno atrás—formando convoy que se sentía tanto como protección como procesión fúnebre.Las calles de Táng
El interior del jet privado del CNI era funcional más que lujoso—asientos de cuero que habían visto demasiadas misiones, ventanas pequeñas que filtraban luz de maneras que hacían que todo se viera ligeramente irreal, y un silencio que vibraba con tensión apenas contenida. Valeria se había sentado en el asiento más alejado de Vincenzo que era posible dentro del espacio confinado, pero podía sentir sus ojos sobre ella como manos físicas, tocando, evaluando, disfrutando de su incomodidad.Sebastián estaba a su lado derecho, su presencia sólida y reconfortante. Isabella a su izquierda, con su tablet abierta pero su atención dividida entre la pantalla y el hombre esposado al asiento frente a ellos. Los cuatro agentes del CNI se habían distribuido estratégicamente—dos en la cabina con el piloto, dos más cerca de Vincenzo con manos que nunca se
El amanecer llegó demasiado rápido, arrastrando consigo la inevitabilidad de decisiones que no podían deshacerse. Valeria había pasado la noche en una habitación estéril del hotel seguro del CNI—cuatro paredes blancas, una cama funcional, y una ventana que daba a un estacionamiento vacío que se parecía peligrosamente a su estado mental. No había dormido. Ni siquiera lo había intentado. En lugar de eso, había pasado las horas oscuras revisando cada momento de su vida adulta, buscando las grietas donde la manipulación se había filtrado sin que lo notara.A las ocho de la mañana, un coche blindado la recogió y la llevó al centro de operaciones del CNI—un edificio anodino en las afueras de Madrid que desde fuera parecía albergar oficinas corporativas pero que por dentro era un laberinto de tecnología de vigilancia y salas de interrogatorio.
El silencio en la sala de estar era del tipo que precede a terremotos, denso y vibrante con tensión apenas contenida. Valeria sostenía su teléfono con manos que ya no temblaban—había pasado el punto del miedo hacia algo más frío, más calculado. Las palabras en la pantalla brillaban con la promesa de respuestas que había buscado toda su vida adulta, mezcladas con amenazas que no necesitaban ser explícitas para ser entendidas.Los ojos de todos en la habitación estaban fijos en ella. Enzo con su maleta todavía en la mano, detenido a medio camino hacia la puerta como si la gravedad de la situación lo hubiera anclado al suelo contra su voluntad. Leonor con su postura real que irradiaba autoridad incluso en jeans casuales. Sebastián e Isabella flanqueándola como guardias silenciosos. Morales con su tablet bajo el brazo, su rostro una máscara





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