Provócame, si te atreves
Provócame, si te atreves
Por: LISA CARM
1

El caos entre bastidores tenía un sonido inconfundible. Valeria Montero lo conocía bien: tacones acelerados, susurros cargados de ansiedad, vapor silbando de las planchas. Pero ese día, el caos tenía forma de tragedia.

—¡Mierda, m****a, m****a! —Valeria sostenía lo que debía ser la joya de su colección: un vestido azul degradado en seda, ahora con una rasgadura desde el escote hasta la cadera—. ¡Faltan cinco minutos!

—Podemos arreglarlo —dijo Lucía, su asistente, aunque su expresión decía otra cosa—. Agujas, hilo...

—¿En cinco minutos? —Valeria la fulminó con la mirada—. Este diseño tiene tres capas. No es poner un botón, Lucía.

Ese vestido no era solo ropa. Era el símbolo de su libertad creativa, su declaración de independencia como diseñadora. Su manera de demostrar que era más que "la hija de Ernesto Montero". Y ahora, colgaba entre sus manos como un fracaso materializado.

Madrid Fashion Week. Su primera pasarela en solitario. Todos los críticos importantes la observaban desde la primera fila, esperando que tropezara. Esperando confirmar que el talento no se heredaba.

—Cambiemos el orden del desfile. Que Claudia salga con el negro primero —ordenó con voz tensa.

—Pero este es el cierre, Valeria. El gran final.

Ella lo sabía. Podía escuchar la música marcando los tiempos de la pasarela, sintiendo cómo su gran momento se desmoronaba como un castillo de naipes.

—Usaremos el prototipo del taller.

—Está al otro lado de la ciudad...

—¡Entonces llama a alguien para que lo traiga ya! —gritó, alterando hasta al estilista más distraído.

Mientras Lucía corría con el teléfono pegado al oído, Valeria intentó respirar. Uno, dos, tres. Pero el aire no le entraba a los pulmones. Las paredes del backstage parecían cerrarse sobre ella. Necesitaba un minuto a solas, lejos de las miradas expectantes.

Con el vestido roto en brazos, se apartó tras una cortina hacia la zona de camerinos privada. Y ahí lo vio.

Alto. Traje azul impecable que probablemente costaba más que su alquiler. Cabello oscuro peinado con precisión milimétrica. Y unos ojos verdes tan intensos que parecían sacados de un sueño febril. Observaba sus bocetos colgados en la pared, como si fueran arte en un museo, con una concentración que la perturbó.

—Disculpa —dijo ella, intentando sonar profesional a pesar del desastre que cargaba—, esta área es privada.

Él se giró con una calma exasperante, como si la hubiera estado esperando toda su vida.

—¿Este es el espectáculo? ¿Deconstrucción de la belleza? —preguntó con un acento italiano que rozaba lo indecente.

Valeria apretó el vestido contra su pecho, consciente de que parecía una refugiada de guerra de la moda.

—¿Quién eres?

—Enzo Costa. Invierto en talento prometedor.

El nombre la golpeó como un flash de cámara: Enzo Costa, el magnate italiano que transformaba diseñadores novatos en marcas globales. El tiburón de la moda que podía hacer o destruir carreras con una sola decisión.

—Pues elegiste el peor momento para tu safari de talentos —soltó ella, gesticulando hacia el vestido destrozado—. Como puedes ver, estamos en plena crisis existencial.

Enzo dio un paso hacia ella. Olía a sándalo y a peligro, una combinación letal que hizo que su pulso se acelerara.

—Las crisis revelan más de un diseñador que diez desfiles perfectos —dijo, extendiendo la mano hacia el vestido—. ¿Puedo?

Antes de que pudiera responder, ya lo tenía en sus manos. Sus dedos rozaron los de ella al hacer el intercambio: electricidad pura corrió por sus venas.

—Seda italiana —murmuró, examinando el tejido con la precisión de un cirujano—. Buena elección. Pero esta estructura... demasiado ambiciosa para el peso del material.

—No pedí tu opinión —le arrebató el vestido, sintiéndose expuesta.

—No, pero la necesitas desesperadamente —dijo sin inmutarse—. Este diseño habría fallado tarde o temprano. Las costuras no pueden soportar la tensión de este corte.

Lo peor de todo: tenía razón. Lo sabía desde el momento en que había visto la primera puntada, pero había sido demasiado orgullosa para admitirlo.

—¿Viniste solo a criticarme?

—Vine porque varios contactos me hablaron de ti. Quería ver si eras la próxima gran revelación en la moda española o solo otra diseñadora con más ambición que técnica.

El tono ligeramente burlón en "gran revelación" la hizo hervir de indignación.

—¿Y cuál es tu veredicto, maestro?

Enzo la escaneó con esos ojos felinos, desde la punta de sus zapatos hasta el último mechón de su cabello despeinado por el estrés.

—Tienes potencial real. Visión única. Pero diseñas con pura emoción, no con técnica. Hermoso de ver, sí. Práctico para usar, definitivamente no.

Cada palabra era una daga bien afilada. Precisa. Dolorosa por verdadera.

—Valeria, te necesitamos urgentemente —Lucía asomó detrás del telón, jadeando. Al ver a Enzo, se detuvo en seco—. Disculpe, no sabía que...

—Ya voy —respondió Valeria, sin apartar la mirada del italiano.

Se giró para marcharse, dispuesta a enfrentar el desastre que la esperaba, pero la voz de Enzo la detuvo en seco.

—Usa imperdibles.

—¿Qué?

—Imperdibles dorados, por dentro del vestido. Distribuyen la tensión del tejido y evitan que la rotura se extienda. Convierte el accidente en parte intencional del diseño. Deja que se vea un forro dorado a través de la abertura, como si fuera planeado.

Valeria frunció el ceño. Era una idea brillante, el tipo de solución creativa que separaba a los buenos diseñadores de los genios.

—No tenemos forro dorado. Ni tiempo para conseguirlo.

Sin decir una palabra, Enzo se aflojó el nudo de la corbata y se la quitó con un movimiento fluido: seda dorada con un patrón geométrico sutil que captaba la luz perfectamente.

—Úsala. Corta tiras y créalas como paneles internos.

Ella lo miró completamente desconcertada, sosteniendo la corbata aún tibia por el calor de su cuello.

—¿Por qué me ayudas? No me conoces de nada.

—Porque quiero ver si eres capaz de convertir un desastre en una oportunidad de oro. Los grandes diseñadores siempre lo hacen. Los mediocres solo se quejan.

Valeria tomó la corbata, sintiendo su textura sedosa entre los dedos.

—Gracias.

—No me agradezcas todavía —dijo él, con una sonrisa que prometía problemas—. Primero, haz que funcione. Después hablamos.

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