El taller se había convertido en su refugio. Valeria deslizó los dedos por la tela de seda que descansaba sobre la mesa de corte, sintiendo cada fibra bajo sus yemas. El reloj de pared marcaba las once y media de la noche, pero el tiempo parecía haberse detenido entre las paredes de aquel espacio que olía a tela nueva y creatividad.
Había despedido a todos los empleados horas atrás. Necesitaba ese momento de soledad para pensar, para crear sin interrupciones. La colección estaba casi lista, pero algo le faltaba, ese toque distintivo que la haría inolvidable. Llevaba una blusa blanca de algodón, ligeramente transparente, con los primeros tres botones desabrochados —una concesión al calor de la noche madrileña—, unos jeans ajustados y el pelo recogido en un moño despeinado que dejaba escapar algunos mechones rebeldes.
El sonido de la puerta principal la sobresaltó. Nadie tenía acceso al taller a esas horas excepto ella.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, tomando unas tijeras como improvisada