Mundo ficciónIniciar sesiónEl taller se había convertido en su refugio. Valeria deslizó los dedos por la tela de seda que descansaba sobre la mesa de corte, sintiendo cada fibra bajo sus yemas. El reloj de pared marcaba las once y media de la noche, pero el tiempo parecía haberse detenido entre las paredes de aquel espacio que olía a tela nueva y creatividad.
Había despedido a todos los empleados horas atrás. Necesitaba ese momento de soledad para pensar, para crear sin interrupciones. La colección estaba casi lista, pero algo le faltaba, ese toque distintivo que la haría inolvidable. Llevaba una blusa blanca de algodón, ligeramente transparente, con los primeros tres botones desabrochados —una concesión al calor de la noche madrileña—, unos jeans ajustados y el pelo recogido en un moño despeinado que dejaba escapar algunos mechones rebeldes.
El sonido de la puerta principal la sobresaltó. Nadie tenía acceso al taller a esas horas excepto ella.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, tomando unas tijeras como improvisada arma.
La figura de Enzo Costa emergió de las sombras como una aparición. Llevaba un traje negro impecable, aunque sin corbata y con los primeros botones de la camisa desabrochados. En su mano derecha, una botella de whisky que parecía costar más que el alquiler mensual del taller.
—Buenas noches, signorina Hidalgo—saludó con aquella voz grave que parecía acariciar cada sílaba—. Pasaba por aquí y vi luz.
Valeria arqueó una ceja, incrédula.
—¿Pasabas por aquí a medianoche? ¿Con una botella de whisky? ¿Y cómo entraste?
Enzo sonrió, mostrando aquellos dientes perfectos que contrastaban con la barba de tres días.
—Tu socia me dio una llave. Dijo que quizás la necesitaría para... supervisar la inversión —explicó, acercándose con pasos lentos, estudiados—. Y el whisky... bueno, pensé que podrías necesitar un descanso.
—Lo que necesito es que respetes mi espacio —replicó ella, dejando las tijeras sobre la mesa—. No puedes aparecer así, sin avisar.
—¿Te pongo nerviosa, Valeria?
La pregunta flotó en el aire como perfume caro. Valeria tragó saliva, consciente de que su pulso se había acelerado. Odiaba que tuviera ese efecto en ella.
—Me pones de mal humor, que es diferente.
Enzo rio, un sonido bajo y peligroso. Se acercó a la mesa donde ella trabajaba y colocó la botella junto a los patrones.
—Macallan 25 años —dijo, señalando la etiqueta—. Demasiado bueno para beberlo solo.
La luz tenue del taller proyectaba sombras sobre el rostro anguloso de Enzo, acentuando sus pómulos y la intensidad de su mirada verde. Valeria se encontró observándolo más tiempo del necesario.
—No tengo vasos aquí —respondió, intentando mantener la compostura.
—Improvisaremos.
Enzo se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla cercana. Luego, con movimientos precisos, abrió la botella y tomó dos tazas de café que encontró junto a la cafetera.
—No es muy elegante, pero servirá —comentó, sirviendo el líquido ámbar.
Valeria aceptó la taza, rozando involuntariamente los dedos de Enzo. Una corriente eléctrica recorrió su espina dorsal.
—¿A qué has venido realmente? —preguntó, dando un pequeño sorbo al whisky. El alcohol quemó su garganta, dejando un rastro cálido hasta su estómago.
Enzo se apoyó contra la mesa, demasiado cerca. Sus ojos recorrieron el rostro de Valeria, deteniéndose en sus labios, en su cuello, y finalmente en el escote de su blusa.
—Quería verte trabajar —confesó con una franqueza desarmante—. Dicen que es cuando más hermosa está una persona, cuando hace lo que ama.
Valeria intentó ignorar el cumplido, pero sintió cómo sus mejillas se encendían. Se inclinó sobre la mesa para recoger un patrón, consciente de que su blusa se tensaba con el movimiento. Fue entonces cuando lo escuchó: el pequeño "pop" de un botón cediendo ante la presión.
El cuarto botón de su blusa había saltado, revelando el encaje negro de su sujetador. Los ojos de Enzo se oscurecieron, fijos en aquel trozo de piel recién expuesto.
—Mierda —murmuró ella, buscando instintivamente el botón perdido.
—Déjalo —la voz de Enzo sonó ronca, casi como una orden—. Te queda mejor así.
Valeria se enderezó, negándose a cubrirse. No le daría la satisfacción de verla avergonzada.
—¿Siempre eres tan descarado?
—Solo cuando algo me interesa de verdad.
El aire entre ellos se volvió denso, cargado de electricidad. Enzo dio otro sorbo a su whisky, sin apartar la mirada de ella.
—Háblame de él —dijo de repente.
—¿De quién?
—Del hombre que te hizo jurar que nunca volverías a enamorarte.
La pregunta la golpeó como una bofetada. Valeria apretó la taza con fuerza.
—No hay nada que contar.
—Tus ojos dicen lo contrario —insistió Enzo, acercándose un paso más—. Reconozco el dolor cuando lo veo, Valeria. Lo he visto en mi propio reflejo.
Por un momento, Valeria vio algo en los ojos de Enzo, una vulnerabilidad que no encajaba con su imagen de hombre implacable. Pero rápidamente se recompuso, levantando su muro protector.
—Mi vida personal no es tema de conversación, Costa. Menos a medianoche y con whisky de por medio.
Enzo sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.
—¿Sabes qué creo? —dijo, inclinándose hasta que su aliento rozó la mejilla de Valeria—. Creo que tienes miedo. No de mí, sino de lo que sientes cuando estoy cerca.
—No siento nada —mintió ella, consciente de que su cuerpo la traicionaba. Sus pezones se habían endurecido bajo la tela, y un calor familiar se extendía por su cuerpo.
—Mentirosa —susurró él, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su presencia—. Tu respiración te delata. Tus pupilas dilatadas. El pulso en tu cuello.
Valeria dio un paso atrás, chocando contra la mesa. Enzo avanzó, acorralándola sin tocarla. El espacio entre ellos era mínimo, cargado de tensión contenida.
—No juegues conmigo, Enzo —advirtió, con voz temblorosa—. No soy una de tus conquistas.
—No, no lo eres —concedió él, levantando una mano para rozar con el pulgar el borde de su blusa abierta—. Eres mucho más peligrosa.
El contacto, aunque leve, envió ondas de sensación por todo su cuerpo. Valeria contuvo la respiración mientras el dedo de Enzo trazaba el contorno de su escote, deteniéndose justo donde comenzaba el encaje de su sujetador.
—Deberías irte —susurró, aunque su cuerpo gritaba lo contrario.
Enzo se inclinó más, hasta que sus labios rozaron el lóbulo de su oreja.
—Si vas a seguir usando ropa tan frágil —murmuró, con voz grave y sensual—, al menos deja que yo te ayude a cuidarla mejor.
El tiempo pareció detenerse. Valeria sintió que su corazón se saltaba un latido, mientras el calor de aquellas palabras se extendía por su cuerpo como fuego contenido.







