El vestido rojo descansaba sobre la cama como una provocación silenciosa. Valeria pasó los dedos por la tela satinada, sintiendo el poder que emanaba de aquella prenda. No era solo un vestido; era una declaración de intenciones.
—¿Estás segura de esto? —preguntó Lucía, recostada en el marco de la puerta con una carpeta en la mano—. Parece que estás jugando con fuego.
Valeria sonrió mientras se deslizaba dentro del vestido, que se adhirió a su cuerpo como una segunda piel. La abertura lateral llegaba casi hasta la cadera, y el escote en V descendía peligrosamente entre sus pechos.
—Ese es exactamente el punto —respondió, girando frente al espejo—. Quiero que Enzo Costa entienda que no puede tratarme como una de sus empleadas. Que no soy alguien a quien pueda manejar a su antojo solo porque invirtió en mi empresa.
El recuerdo de su actitud posesiva con Gabriel dos días atrás aún la irritaba. Esa forma de actuar como si tuviera algún derecho sobre ella, como si pudiera dictarle con quién