El vestido rojo descansaba sobre la cama como una provocación silenciosa. Valeria pasó los dedos por la tela satinada, sintiendo el poder que emanaba de aquella prenda. No era solo un vestido; era una declaración de guerra.
—¿Estás segura de esto? —preguntó Claudia, su mejor amiga, recostada en el marco de la puerta con una copa de vino en la mano—. Parece que estás jugando con fuego.
Valeria sonrió mientras se deslizaba dentro del vestido, que se adhirió a su cuerpo como una segunda piel. La abertura lateral llegaba casi hasta la cadera, y el escote en V descendía peligrosamente entre sus pechos.
—Ese es exactamente el punto —respondió, girando frente al espejo—. Quiero que Enzo Costa entienda que no puede controlarme. Que sus reglas absurdas sobre cómo debo vestirme o comportarme no significan nada para mí.
El recuerdo de su última discusión aún le quemaba. "Una mujer elegante no necesita mostrar tanto", le había dicho él con ese tono condescendiente que la sacaba de quicio. Como si