El jet privado de Enzo Costa era exactamente como Valeria lo había imaginado: ostentoso, elegante y tan irritantemente perfecto como su dueño. La cabina, revestida en cuero italiano color crema y madera de nogal, parecía más un salón de lujo que un medio de transporte.
Valeria se acomodó en uno de los asientos, intentando aparentar indiferencia mientras observaba por la ventanilla. El cielo de Madrid comenzaba a teñirse de naranja cuando la figura de Enzo apareció en la puerta de la cabina.
—¿Cómoda? —preguntó él con esa sonrisa que ella había comenzado a odiar. O al menos eso se repetía a sí misma.
—Lo estaría más si no tuviera que compartir el vuelo contigo —respondió Valeria sin apartar la mirada de la ventanilla.
Enzo se sentó frente a ella, cruzando sus largas piernas enfundadas en un traje gris marengo que parecía haber sido cosido directamente sobre su cuerpo.
—Milán es mi ciudad. Sería un pésimo anfitrión si te dejara ir sola.
—No necesito un anfitrión, Costa. Necesito cerrar