5

El atelier de Valeria era su santuario. Ubicado en un antiguo edificio industrial reconvertido en espacios creativos, las paredes de ladrillo visto y los ventanales de tres metros de altura le daban ese aire bohemio y sofisticado que tanto amaba. La luz natural inundaba cada rincón, haciendo brillar las telas de seda dispuestas sobre los maniquíes y las mesas de trabajo.

Aquella mañana, Valeria había llegado dos horas antes de lo habitual. Quería que todo estuviera perfecto para la primera reunión oficial con Enzo Costa. No porque le importara impresionarlo —se repetía a sí misma mientras reorganizaba por tercera vez los bocetos sobre la mesa central—, sino porque era una profesional y punto.

—Maldito italiano engreído —murmuró mientras ajustaba un maniquí con el prototipo de un vestido de noche—. Como si necesitara su aprobación.

Lucía, su asistente, la observaba con una sonrisa mal disimulada mientras preparaba café en la pequeña cocina del estudio.

—¿Sabes que hablar sola es el primer síntoma de locura? —dijo, acercándole una taza humeante.

Valeria la fulminó con la mirada.

—No estoy hablando sola. Estoy ensayando cómo decirle a ese hombre que sus ideas sobre mi colección son completamente innecesarias.

—Claro, porque rechazar dos millones de euros de inversión es totalmente razonable —Lucía puso los ojos en blanco—. Además, según las fotos que he visto, yo dejaría que ese hombre me diera todas las "ideas" que quisiera.

—Eres incorregible —Valeria no pudo evitar sonreír—. Y sí, es guapo. Demasiado guapo. Ese es precisamente el problema.

El sonido del timbre interrumpió la conversación. Valeria miró su reloj: las diez en punto. Al menos era puntual.

—Yo abro —se ofreció Lucía, prácticamente corriendo hacia la puerta.

Valeria respiró hondo, alisó su falda lápiz negra y se colocó un mechón rebelde detrás de la oreja. Se había vestido con estudiada sencillez: blusa de seda color marfil, falda ajustada y tacones de aguja que la elevaban a una altura respetable. Profesional pero con un toque de sensualidad. Armadura de batalla.

Cuando Enzo Costa cruzó el umbral, Valeria tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener su expresión impasible. El italiano vestía unos pantalones de vestir oscuros que se ajustaban perfectamente a sus piernas musculosas y una camisa azul cielo con los dos primeros botones desabrochados, revelando el inicio de un pecho bronceado. Su cabello negro, ligeramente despeinado, parecía invitar a que alguien hundiera los dedos en él.

—Buenos días, signorina Hidalgo —saludó con esa voz grave y ese acento que hacía que cada palabra sonara como una caricia prohibida.

—Señor Costa —respondió ella con un gesto seco de cabeza—. Puntual.

—La puntualidad es respeto, ¿no crees? —sonrió, mostrando unos dientes perfectos—. Y por favor, llámame Enzo. Después de todo, vamos a trabajar muy... estrechamente.

La forma en que pronunció "estrechamente" hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Valeria. A su lado, Lucía parecía haberse quedado sin habla, algo inédito en ella.

—Esta es Lucía, mi asistente —la presentó Valeria, intentando recuperar el control de la situación.

—Encantado —Enzo tomó la mano de Lucía y la besó suavemente, en un gesto tan anticuado como efectivo—. ¿Nos traerías un café, por favor? Negro, sin azúcar.

—Por supuesto —respondió Lucía, sonrojándose como una colegiala—. Enseguida.

Cuando Lucía desapareció en la cocina, Valeria se cruzó de brazos.

—¿Siempre eres así de encantador con todas las mujeres, o es una táctica especial para conseguir lo que quieres?

Enzo la miró directamente, con esos ojos que parecían leer más allá de su fachada profesional.

—Solo soy educado, Valeria. Algo que tú pareces confundir con coqueteo —dio un paso hacia ella—. Aunque si quisiera coquetear contigo, créeme, lo sabrías.

El aire entre ellos se cargó de electricidad. Valeria se obligó a mantener la compostura.

—Bien, entonces centrémonos en lo que importa —dijo, dirigiéndose hacia la mesa central—. He preparado los bocetos de la colección completa y algunos prototipos para que puedas hacerte una idea del concepto.

Enzo la siguió, su presencia llenando el espacio de una manera que resultaba casi asfixiante. Se colocó junto a ella, tan cerca que Valeria podía oler su perfume: una mezcla de sándalo, bergamota y algo indefinible que era puramente masculino.

—Muéstrame lo que tienes —dijo él, inclinándose sobre los bocetos.

Durante la siguiente hora, Valeria le explicó su visión para la colección: prendas que combinaban la elegancia clásica italiana con un toque de modernidad española. Vestidos que fluían como agua sobre el cuerpo, trajes estructurados que realzaban la figura sin constreñirla, y piezas de lencería que eran obras de arte en sí mismas.

Para su sorpresa, Enzo escuchaba atentamente, haciendo preguntas inteligentes y ofreciendo sugerencias que, aunque le costara admitirlo, eran bastante acertadas.

—Esta pieza —dijo él, señalando el boceto de un vestido de noche con un escote pronunciado en la espalda—. Es exquisita. Pero creo que el corte podría ser más profundo, hasta aquí —su dedo se deslizó por el papel, trazando una línea que llegaba casi hasta el final de la columna vertebral.

—Eso sería demasiado atrevido para el mercado que estamos buscando —respondió Valeria, aunque una parte de ella ya estaba visualizando la modificación.

—A veces hay que ser atrevido para destacar —Enzo la miró de reojo—. Y tú no me pareces una mujer que tema arriesgarse, Valeria.

Había algo en la forma en que pronunciaba su nombre, alargando cada sílaba como si saboreara el sonido, que la desconcentraba.

—Mis riesgos son calculados —respondió ella, apartándose ligeramente—. No me lanzo al vacío sin un paracaídas.

—¿Y dónde está la diversión en eso? —sonrió él, con un brillo peligroso en los ojos.

Valeria decidió cambiar de tema y lo llevó hacia los maniquíes donde había dispuesto algunos prototipos. Se detuvo frente a uno que lucía un conjunto de lencería de encaje negro con detalles en rojo.

—Esta es una de las piezas centrales de la colección de lencería —explicó, intentando mantener un tono profesional—. El encaje es francés, hecho a mano, y los detalles en rojo están inspirados en...

—La pasión española —completó Enzo, rodeando el maniquí para observar la prenda desde todos los ángulos—. Es perfecto. Aunque me pregunto cómo se vería en una mujer real.

Valeria sintió que se sonrojaba, imaginando por un segundo lo que sería modelar esa prenda frente a él.

—Para eso están las modelos profesionales —respondió con sequedad.

—Por supuesto —asintió él, con una sonrisa que sugería que había leído sus pensamientos—. Aunque ninguna tendrá tu... visión artística.

Se acercó a otro maniquí que lucía un vestido de cóctel en seda color esmeralda. La tela caía en pliegues suaves, diseñada para abrazar las curvas sin revelar demasiado, dejando espacio para la imaginación.

—Este color es magnífico —comentó Enzo, tomando entre sus dedos la tela—. Resaltaría el verde de tus ojos.

—Mis ojos son castaños —respondió ella, desconcertada.

—Lo sé —sonrió él—. Pero tienen destellos verdes cuando te enfadas. Como ahora.

Valeria no supo qué responder. ¿Había estado observándola tan detenidamente?

—Sigamos con los tejidos —dijo, dirigiéndose hacia una mesa donde había dispuesto muestras de diferentes telas—. He seleccionado estas sedas italianas para la línea principal, pero estoy considerando incorporar algunos algodones egipcios para las piezas más casuales.

Enzo la siguió, colocándose tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Tomó una muestra de seda entre sus dedos, acariciándola con un gesto que resultaba casi sensual.

—La seda siempre ha sido mi debilidad —murmuró—. Tan suave, tan resistente al mismo tiempo. Como ciertas mujeres que conozco.

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