Ya danban las cinco de la tarde mientras Clara intentaba, por enésima vez, que la pequeña Sophia prestara atención a sus lecciones de francés. La niña, con su mirada obstinada y sus labios sellados por un silencio autoimpuesto, garabateaba distraídamente en su cuaderno, ignorando deliberadamente las indicaciones de su institutriz.—Querida, necesito que al menos intentes escribir estas frases —dijo Clara con paciencia, señalando el libro de ejercicios.La niña levantó la vista y esbozó una sonrisa que Clara había aprendido a reconocer como preludio de alguna travesura. Desde su llegada a la mansión Delacroix, Clara había sido víctima de un sinfín de bromas pesadas: desde el comino en su té que la hizo escupir frente a Lord Delacroix, hasta aquella mañana en que encontró su bata de dormir flotando en el lago, manchada con pintura roja que, a distancia, parecía sangre fresca.Clara suspiró, pasándose una mano por el rostro. "Paciencia", se recordó. "Esta niña perdió a su madre".—Bien,
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