El reloj de la mansión Delacroix marcó las seis y media con un sonido grave que reverberó por los pasillos. Clara se encontraba frente al pequeño espejo de su habitación, intentando domar un rebelde mechón de cabello que se empeñaba en caer sobre su frente. Sus dedos, acostumbrados a las atenciones de doncellas expertas, resultaban torpes en esta nueva tarea.
"Evelyn D'Armont jamás tendría estos problemas", pensó con amarga ironía mientras se recogía el cabello en un moño austero. Pero Evelyn había muerto junto a Lord Throne la noche en que huyó de su destino predeterminado. Ahora solo existía Clara Morel, una mujer sin pasado, sin fortuna y con un futuro tan incierto como el clima inglés.
El vestido gris que había elegido para la cena era sencillo, casi severo, perfecto para una institutriz que deseaba pasar desapercibida. Sin embargo, al contemplar su reflejo, Clara no pudo evitar notar que la elegancia de sus movimientos y la postura de sus hombros seguían delatando años de educación aristocrática. Tendría que trabajar en ello si quería mantener su farsa.
Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—Adelante —dijo, esperando encontrarse con la señora Winters.
En cambio, fue el rostro de un joven de unos veinte años lo que apareció en el umbral. Sus rasgos delicados y sus ojos azules, idénticos a los de Lord Delacroix, no dejaban duda sobre su parentesco.
—Señorita Morel —saludó con una voz rasposa y distante—. Soy Victor Delacroix. Pensé que sería apropiado presentarme antes de la cena, pero le rogaría no le contara a mi padre.
Clara hizo una pequeña reverencia, consciente de que estaba frente al primogénito de la casa.
—Es un placer conocerle, señor Delacroix.
Victor entró en la habitación sin esperar invitación, sus ojos escrutando cada detalle con una curiosidad apenas disimulada.
—Así que usted es quien intentará domar a mi hermana pequeña —comentó, pasando un dedo por el borde del escritorio como si comprobara si había polvo—. Le deseo suerte. Las cinco institutrices anteriores abandonaron antes de cumplir un mes.
Clara mantuvo su expresión serena, aunque sintió un nudo en el estómago.
—Confío en que encontraré la manera de conectar con ella.
Victor soltó una risa suave, casi musical, pero carente de verdadera alegría.
—Mi padre dice que tiene usted una mirada inteligente —dijo, observándola directamente—. Pero yo veo algo más. Algo... atractivo.
El corazón de Clara dio un vuelco.
Victor entrecerró los ojos, estudiándola como quien examina un cuadro en busca de imperfecciones.
—En cualquier caso, debería saber que en esta casa hay reglas estrictas. Mi padre no tolera la impuntualidad ni la impertinencia. Y yo no tolero rechazos.
La amenaza velada flotó en el aire entre ambos.
—No pretendo negar ni imponer mi autoridad en la casa —respondió con firmeza—. Solo deseo cumplir con mi deber hacia su hermana.
Victor sonrió, un gesto que no alcanzó sus ojos.
—Bien. Entonces nos entenderemos —dijo, dirigiéndose hacia la puerta—. La cena se sirve en veinte minutos. No llegue tarde.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Clara exhaló lentamente. Un obstáculo más en su camino. La mansión Delacroix comenzaba a parecerse peligrosamente a un campo de minas donde cada paso podía provocar una explosión.
El comedor de los Delacroix era una estancia imponente, con un techo alto decorado con molduras intrincadas y paredes cubiertas de retratos familiares. La larga mesa de caoba podría haber acomodado a veinte comensales, pero esta noche solo estaba dispuesta paraseis personas.
Clara entró exactamente a las siete, encontrando a la familia ya reunida. Lord Delacroix presidía la mesa, con Victor a su derecha, una mujer elegántemente vestida a la izquierda de Lord Delacroix, una mujer entrada en años y con la mirada perdida al otro extremo de la cabecera y a su derecha estaba la pequeña de diez años; Sophia, quien jugaba entretenida con los pedazos de cera que caían del candelabro.
—Señorita Morel —la voz de Lord Delacroix resonó en la estancia—. Justo a tiempo.
Clara hizo una reverencia y se dirigió al único asiento vacío, junto a la pequeña niña. Mientras se acomodaba, sintió la mirada penetrante de Lord Delacroix sobre ella, estudiándola con una intensidad que resultaba casi física.
—Permítame presentarle a mi hijo, Victor —dijo el patriarca—. Acaba de regresar de Oxford para las vacaciones.
—Un placer, señorita Morel —dijo con una sonrisa amable—. Espero que dure más que las otras.
—¡Victor, modales! —reprimió su padre.
—Lo siento, padre. —respondió Edmund con una sonrisa afectuosa—. Pero la última institutriz salió corriendo después de que el angelito de Sophia llenó su cama de ranas.
—Suficiente —intervino Lord Delacroix con voz severa—. No toleraré ese comportamiento hacia la señorita Morel. ¿Entendido?
El silencio envolvió el lugar y solo el patriarca fue quien lo rompio.
—Como verá, en esta casa no vivimos muchos, solo los necesarios. Mi suegra, lady Agatha de Terán—dijo, refieriendose a la mujer frente a él—, mi nuera, la señoríta Mercy Terán—. Lord Delacroix volteó a su izquierda para poder ver a la mujer elegante junto a él, quien se tomó el atrevimiento de tomarlo de la mano como si compartieran algun secreto privado entre ellos—. Y mis hijos: Victor y Sophia.—Mi tía, es la que quiere ser nuestra nueva mamí. —Señaló Victor levantándose abrutamente de la mesa al ver el gesto cariñoso entre la señorita Terán y su padre.
—Siéntate —Lo obligó su padre y este no tuvo opción más que obedecer.
La cena transcurrió con una formalidad que resultaba casi opresiva. Lord Delacroix apenas hablaba, limitándose a observar a su familia con expresión indescifrable. Victor y su abuela mantenían una conversación educada sobre conocidos en común, mientras Mercy observaba cada cierto tiempo a Lord Delacroix con devoción en sus ojos. Sophia, por su parte, permanecía en silencio, lanzando miradas ocasionales a Clara.
—Señorita Morel —la voz de Lord Delacroix cortó el murmullo de conversaciones—. ¿Qué opina de la educación moderna para las jóvenes?
La pregunta, aparentemente casual, hizo que todos los ojos se volvieran hacia ella. Clara sintió que estaba siendo puesta a prueba.
—Creo, milord, que la educación debe equilibrar el conocimiento académico con los valores morales —respondió con cuidado—. Una joven bien educada debe ser capaz tanto de mantener una conversación inteligente como de dirigir un hogar con eficiencia.
Lord Delacroix la observó con interés.
—¿Y qué hay de las artes? ¿La música, la pintura?
—Son fundamentales para cultivar la sensibilidad y la apreciación por la belleza —respondió Clara, recordando sus propias lecciones—. Pero no deben eclipsar materias más prácticas como las matemáticas o los idiomas.
Una leve sonrisa apareció en los labios de Lord Delacroix, tan fugaz que Clara se preguntó si la había imaginado.
—Interesante —murmuró—. La mayoría de las institutrices que he entrevistado consideran que las matemáticas son innecesarias para las niñas.
—Con todo respeto, milord, esa es una visión anticuada —respondió Clara, olvidando momentáneamente su papel de humilde institutriz—. Una mujer que comprende los números estará mejor preparada para administrar un hogar o, si las circunstancias lo requieren, valerse por sí misma.
Un silencio siguió a sus palabras. Clara se dio cuenta, demasiado tarde, de que había hablado con la seguridad y convicción de Evelyn D'Armont, no con la modestia esperada de Clara Morel.
Mercy la miraba con renovada sospecha, mientras Victor parecía genuinamente impresionado. Lord Delacroix, por su parte, la estudiaba con una intensidad que resultaba perturbadora.
—Una perspectiva refrescante —dijo finalmente—. Veo que mis hijos estarán en buenas manos.
La cena continuó, pero Clara podía sentir que algo había cambiado. Había revelado demasiado de sí misma, había dejado entrever a la mujer educada en los mejores salones de Londres bajo el disfraz de la sencilla institutriz.
Cuando el postre fue servido, la conversación derivó hacia temas más ligeros. Victor contaba anécdotas de Oxford que hacían reír incluso a la ansiana, y por un momento, la atmósfera se relajó.
Fue entonces cuando la puerta del comedor se abrió de golpe. Un joven de unos diecinueve años entró tambaleándose, con el cabello despeinado y un inconfundible olor a alcohol emanando de él.
—Lamento llegar tarde a la reunión familiar —dijo con voz arrastrada—. Estaba ocupado gastando la fortuna familiar en el pueblo.
Un silencio sepulcral cayó sobre la mesa. Lord Delacroix se puso de pie lentamente, su rostro transformado por una furia apenas contenida.
—James —dijo con voz gélida—. Retírate a tu habitación. Hablaremos más tarde.
El joven, que Clara dedujo debía ser el segundo hijo varón del difunto Lord Delacroix, soltó una risa amarga.
—Por supuesto, hermano mayor. Siempre obediente, como un buen Delacroix —sus ojos recorrieron la mesa hasta detenerse en Clara—. Vaya, veo que tenemos una nueva adquisición. ¿Esta cuánto durará?
—¡James! —exclamó Lord Delacroix, poniéndose de pie—. Es suficiente.
James ignoró a su hermano, acercándose a Clara con paso inestable.
—Déjeme adivinar, señorita... ¿ha venido a salvar a los pobres huérfanos de madre? ¿O quizás tiene puestos sus ojos en el viudo más codiciado del condado?
Clara se mantuvo impasible, aunque su corazón latía desbocado. Este era un peligro que no había anticipado.
—James Delacroix —la voz de Lord Adrian resonó como un trueno—. Fuera. Ahora.
Algo en el tono de su hermano pareció penetrar la bruma alcohólica de James. Con una última mirada desafiante, se dio la vuelta y salió del comedor, no sin antes murmurar algo que sonó sospechosamente a "otra institutriz que acabará en tu cama".
El silencio que siguió fue denso, cargado de tensión. Toda la familia miraban sus platos, claramente acostumbrados a estas escenas. Victor observaba a su padre con expresión preocupada, mientras Agatha parecía profundamente avergonzada.
—Mis disculpas, señorita Morel —dijo finalmente Lord Delacroix, con una voz que había recuperado su control habitual—. Mi hermano está pasando por un momento difícil.
—Sí, porque mi padre tiene de prometida a la mujer con quien James se iba a casar.