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La mansión Delacroix se alzaba majestuosa bajo el cielo gris de la tarde, sus ventanales góticos reflejando las nubes que amenazaban tormenta. Para cualquier visitante, aquella imponente estructura representaba el poder y la elegancia de una de las familias más respetadas de la región. Para Clara Morel —antes Evelyn D'Armont— representaba su única esperanza de supervivencia.

—Señorita Morel, Lord Delacroix la recibirá en el despacho —anunció la ama de llaves con expresión severa, escrutándola de arriba abajo como si pudiera detectar la mentira que Clara llevaba consigo.

Clara asintió, alisando nerviosamente los pliegues de su vestido gris, el más sencillo y discreto que había podido conseguir. Sus manos, antes suaves y perfectamente cuidadas, mostraban ahora pequeñas marcas de su precipitada huida. Tres días habían bastado para transformarla de heredera a fugitiva.

—Gracias —respondió con voz controlada, modulando cuidadosamente su acento para que no delatara su origen aristocrático.

Mientras seguía a la mujer por los pasillos decorados con retratos familiares, Clara repasaba mentalmente la historia que había construido: Clara Morel, institutriz de buena familia venida a menos, con referencias impecables aunque falsificadas. Una mujer sin pasado que pudiera rastrearse fácilmente.

El despacho de Lord Delacroix era exactamente como había imaginado: sobrio, elegante y dominado por una imponente biblioteca que cubría dos de sus paredes. El aroma a cuero, madera y tabaco impregnaba el ambiente. Pero nada la había preparado para la presencia del hombre que se levantó al verla entrar.

Adrian Delacroix no era el anciano viudo que Clara había imaginado. Alto, de complexión fuerte y con un rostro que, aunque marcado por líneas de preocupación, no superaba los cuarenta años. Sus ojos, de un azul profundo y penetrante, la estudiaron con una intensidad que la hizo sentir completamente expuesta.

—Señorita Morel —su voz grave resonó en la habitación mientras le indicaba que tomara asiento—. Mis disculpas por hacerla esperar. Los asuntos de la finca requieren atención constante.

Clara se sentó con la espalda recta, como le habían enseñado desde niña, antes de recordar que una institutriz probablemente no tendría esa postura tan aristocrática. Relajó ligeramente los hombros, maldiciendo internamente su descuido.

—No se preocupe, milord. Comprendo perfectamente las responsabilidades que conlleva administrar una propiedad.

Una sombra de curiosidad cruzó el rostro de Lord Delacroix.

—¿Conoce usted de administración de propiedades, señorita Morel?

El corazón de Clara dio un vuelco. Primer error.

—Mi padre era administrador de fincas antes de perder su fortuna, milord —improvisó rápidamente—. A veces le escuchaba hablar de sus preocupaciones.

Lord Delacroix asintió, aunque algo en su mirada le dijo a Clara que no estaba completamente convencido.

—He revisado sus referencias —continuó él, tomando unos papeles de su escritorio—. Impresionantes, debo decir. La familia Rothwell habla maravillas de su trabajo con sus hijos.

—Fueron años muy gratificantes —respondió con una sonrisa medida.

—Sin embargo —Lord Delacroix dejó los papeles sobre el escritorio y la miró directamente—, encuentro curioso que una institutriz con tales credenciales busque empleo en una casa tan... complicada como la nuestra.

Clara sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Acaso sospechaba algo?

—¿Complicada, milord?

Adrian Delacroix se levantó y caminó hacia la ventana, dándole la espalda. La luz grisácea del exterior perfilaba su silueta, destacando la anchura de sus hombros bajo el traje negro.

—Tengo dos hijos, señorita Morel. Podría sonar poco, pero es bastante complicado con un joven que prefiere la caza a buscar una esposa desente y una niña de diez años que ha perdido el habla desde la muerte de su madre y desconoce la disciplina de cualquier intitutriz desde entonces —hizo una pausa—. Todo ello bajo el techo de un viudo que, según dicen en el pueblo, se ha vuelto un tirano amargado.

La franqueza de sus palabras la sorprendió. No esperaba tal sinceridad.

—Los rumores rara vez reflejan la verdad completa, milord —respondió Clara con suavidad—. Y en cuanto a los niños... cada uno representa un desafío diferente, pero también una oportunidad. No busco un trabajo fácil, sino uno donde pueda ser verdaderamente útil.

Lord Delacroix se giró para mirarla, y por un instante, Clara creyó ver un destello de vulnerabilidad en aquellos ojos azules.

—¿Y qué hay de su propia historia, señorita Morel? Sus referencias mencionan Londres, pero su acento sugiere que ha pasado tiempo en el sur.

El pánico amenazó con apoderarse de ella. Su acento. Por supuesto que un hombre educado notaría las sutilezas de su pronunciación.

—Mi madre era del sur —respondió, aferrándose a la calma—. Pasé los veranos de mi infancia con mis abuelos en Hampshire.

Un trueno retumbó en la distancia, como subrayando la tensión del momento. Lord Delacroix la observó durante lo que pareció una eternidad antes de volver a su escritorio.

—Necesitamos urgentemente alguien que ponga orden en esta casa, señorita Morel —dijo finalmente—. Mis hijos han ahuyentado a tres institutrices en el último año. La pequeña Sophia no habla desde hace dos años, y está creciendo sin la guía maternal que necesita.

Clara sintió una punzada de compasión genuina. Detrás de aquel hombre severo había un padre preocupado.

—Entiendo el desafío, milord, y estoy preparada para afrontarlo.

—El salario será generoso —continuó él—, pero mis expectativas son altas. No tolero la incompetencia ni la falta de disciplina.

Lord Delacroix la estudió una vez más, como si intentara descifrar un enigma particularmente complejo.

—Hay algo en usted, señorita Morel... —murmuró, más para sí mismo que para ella—. Algo que no termina de encajar.

El corazón de Clara se detuvo por un segundo. ¿La había descubierto tan pronto?

Un silencio cargado de tensión llenó la habitación. Finalmente, Lord Delacroix asintió.

—Tiene el puesto, señorita Morel. Puede instalarse hoy mismo. La señora Winters le mostrará sus aposentos y le presentará a mis hijos durante la cena.

Clara exhaló lentamente, intentando disimular su alivio.

—Gracias, milord. No le decepcionaré.

—Eso espero —respondió él, volviendo a sus papeles en un claro gesto de despedida—. Por el bien de todos.

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