5

Ya danban las cinco de la tarde mientras Clara intentaba, por enésima vez, que la pequeña Sophia prestara atención a sus lecciones de francés. La niña, con su mirada obstinada y sus labios sellados por un silencio autoimpuesto, garabateaba distraídamente en su cuaderno, ignorando deliberadamente las indicaciones de su institutriz.

—Querida, necesito que al menos intentes escribir estas frases —dijo Clara con paciencia, señalando el libro de ejercicios.

La niña levantó la vista y esbozó una sonrisa que Clara había aprendido a reconocer como preludio de alguna travesura. Desde su llegada a la mansión Delacroix, Clara había sido víctima de un sinfín de bromas pesadas: desde el comino en su té que la hizo escupir frente a Lord Delacroix, hasta aquella mañana en que encontró su bata de dormir flotando en el lago, manchada con pintura roja que, a distancia, parecía sangre fresca.

Clara suspiró, pasándose una mano por el rostro. "Paciencia", se recordó. "Esta niña perdió a su madre".

—Bien, si no quieres practicar francés, podemos leer algo de literatura inglesa —propuso, cambiando de estrategia.

Sophia negó con la cabeza y, para sorpresa de Clara, tomó su pizarra y escribió con tiza: "Quiero ir al jardín".

—Llevamos tres horas aquí dentro —concedió Clara—. Supongo que un poco de aire fresco nos vendría bien a ambas.

Mientras recorrían el pasillo principal, Clara sintió una presencia a sus espaldas. Al girarse, se encontró con Victor Delacroix, quien la observaba con esa intensidad perturbadora que parecía reservar exclusivamente para ella.

—Señorita Morel —saludó con una inclinación exagerada—. Veo que mi hermana la arrastra al exterior. Cuidado con ella, es más astuta de lo que aparenta.

Sophia le sacó la lengua a su hermano y corrió hacia el jardín, dejando a Clara momentáneamente a solas con el joven.

—Su hermana progresa, aunque lentamente —comentó Clara, manteniendo la compostura—. Tiene talento para el dibujo, pero se resiste a cualquier disciplina académica.

Victor dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio personal.

—¿Sabe? He rechazado a tres candidatas a matrimonio esta semana —dijo, cambiando abruptamente de tema—. Mi padre está furioso. Dice que debo sentar cabeza.

—No veo qué tiene eso que ver conmigo, señor Delacroix —respondió Clara, intentando mantener la distancia.

—Tiene todo que ver —murmuró él, acercándose aún más—. Las rechazo porque ninguna es como usted.

Antes de que Clara pudiera reaccionar, Victor la tomó por la cintura y presionó sus labios contra los de ella en un beso brusco y posesivo. El sabor a brandy inundó su boca mientras ella, paralizada por la sorpresa, tardó unos segundos en recuperar el control. Cuando lo hizo, empujó con fuerza el pecho del joven.

—¡Cómo se atreve! —exclamó, limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Soy la institutriz de su hermana, no una de sus conquistas de pueblo.

Victor sonrió, aparentemente complacido con su reacción.

—Eso es lo que me fascina de usted, señorita Morel. Su fuego, su indignación... tan diferente a las insípidas señoritas de sociedad.

—Debería avergonzarse —siseó Clara, retrocediendo—. Si Lord Delacroix se enterara...

—¿De qué debería enterarme?

La voz grave de Adrian Delacroix resonó en el pasillo, helando la sangre de Clara. El hombre apareció desde el extremo opuesto, su figura imponente enmarcada por la luz que entraba desde el ventanal. Su rostro, usualmente impasible, mostraba una sombra de curiosidad.

—Padre —saludó Victor, recuperando la compostura con sorprendente rapidez—. La señorita Morel me informaba sobre los progresos de Sophia.

Lord Delacroix miró alternativamente a su hijo y a Clara, quien sentía que sus mejillas ardían de vergüenza.

—Victor, Lady Harrington y su hija nos esperan en el salón. Tu ausencia resulta descortés —dijo con tono severo—. Ve a atenderlas.

El joven lanzó una última mirada cargada de significado a Clara antes de marcharse, dejándola a solas con Lord Delacroix.

—Señorita Morel, ¿está usted bien? Parece alterada.

Clara intentó recomponerse, alisando su vestido con manos temblorosas.

—Perfectamente, milord. Solo... preocupada por Sophia. Ha salido al jardín y debería supervisarla.

—La acompaño —ofreció él, para sorpresa de Clara—. Necesito aire fresco después de tantas horas discutiendo sobre dotes y propiedades con Lady Harrington.

Caminaron en silencio hacia el jardín, donde la pequeña perseguía mariposas entre los rosales. La tensión entre ellos era palpable, como un hilo invisible que los unía y separaba al mismo tiempo.

—Su compromiso con Lady Mercy avanza, entonces —comentó Clara, intentando sonar casual.

Lord Delacroix la miró de reojo.

—Los arreglos formales, sí. El matrimonio es un asunto práctico, señorita Morel. Especialmente en mi posición y el de ella por su edad y rango.

—¿Y el amor? —preguntó ella, arrepintiéndose inmediatamente de su atrevimiento.

Él se detuvo, observándola con una intensidad que la hizo estremecer.

—El amor es un lujo que perdí el derecho a buscar cuando enterré a mi esposa —respondió con voz queda—. Ahora solo me queda el deber hacia mis hijos y mi apellido.

Clara sintió una punzada de dolor por él, por ella misma, por todos los que vivían atrapados en las expectativas de una sociedad que valoraba las apariencias sobre los sentimientos.

—Disculpe mi impertinencia —murmuró.

—No se disculpe por su honestidad —dijo él, sorprendiéndola—. Es... refrescante.

Un grito agudo interrumpió su conversación. Sophia había tropezado y caído junto a la fuente. Ambos corrieron hacia ella, pero Lord Delacroix llegó primero, arrodillándose junto a su hija.

—¿Estás herida, pequeña? —preguntó con ternura.

La niña negó con la cabeza, pero señaló su rodilla raspada. Clara se acercó, sacando un pañuelo de su bolsillo para limpiar la herida.

—Permítame, milord.

Al inclinarse, su rostro quedó a centímetros del de Adrian. Sus miradas se encontraron y, por un instante, el mundo pareció detenerse. Clara podía contar las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos, notar el tono exacto de verde que tenían sus iris, sentir su respiración mezclándose con la suya.

Un movimiento brusco de Sophia los desequilibró y, en un accidente que pareció orquestado por el destino, sus labios se encontraron en un roce fugaz pero electrizante. Clara se apartó como si hubiera tocado fuego, pero el daño ya estaba hecho. Ese breve contacto había despertado en ella sensaciones que creía olvidadas.

—Yo... lo siento mucho —balbuceó, mortificada.

Lord Delacroix se había quedado inmóvil, con una expresión indescifrable en su rostro.

—No ha sido nada —dijo finalmente, con voz ronca—. Un accidente.

Pero ambos sabían que había sido mucho más que eso.

Una risa estridente rompió el momento. James Delacroix, el hermano menor de Adrian, se tambaleaba hacia ellos desde la terraza, con una botella de whisky en la mano.

—¡Vaya, vaya! —exclamó, arrastrando las palabras—. ¡Mi sobrio hermano besando a la institutriz! ¡Qué escándalo!

—James, estás ebrio —espetó Adrian, poniéndose de pie—. Ve a tu habitación antes de que hagas algo de lo que te arrepientas.

—¿Como besar a la señorita Morel? —se burló James, acercándose peligrosamente a Clara—. Porque yo también he intentado hacerlo, ¿sabes? Pero ella siempre me rechaza.

Clara retrocedió, alarmada por la confesión. Lord Delacroix se interpuso entre ambos, su cuerpo tenso como una cuerda de violín.

—James, suficiente —advirtió con voz gélida.

—¿Por qué? ¿Porque es tuya? —desafió James—. ¿O porque ya tienes a Lady Mercy? No puedes tenerlas a todas, hermano.

—Llévate a Sophia a la casa —ordenó Adrian a Clara, sin apartar la mirada de su hermano—. Ahora.

Clara tomó a la niña de la mano y se alejó apresuradamente, pero no sin antes escuchar a James gritar:

—¡Cuidado, institutriz! ¡Los Delacroix destruimos todo lo que tocamos!

Mientras se alejaba, Clara sintió que su corazón latía desbocado. En un solo día había sido besada por dos hombres de la misma familia, y el único beso que realmente importaba había sido un accidente presenciado por el miembro más indiscreto de los Delacroix.

Lo que ninguno de ellos sabía era que, oculta tras los arbustos del jardín, Lady Mercy había presenciado toda la escena, y sus ojos brillaban con una furia calculadora que prometía tormenta.

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