El reloj de la biblioteca marcó las seis de la tarde con un sonido que reverberó por los pasillos de la mansión Delacroix. Clara, con las mejillas aún encendidas y el corazón latiendo desbocado, condujo a Sophia de regreso al interior de la casa. Sus manos temblaban ligeramente mientras acomodaba el lazo del vestido de la pequeña, intentando concentrarse en algo que no fuera la mirada de Lord Adrian sobre ella en el jardín, o peor aún, la expresión depredadora de Victor cuando las interceptó.
—Vamos, querida —murmuró Clara, forzando una sonrisa tranquilizadora—. Es hora de prepararte para la cena.
Sophia asintió con su habitual silencio, pero sus ojos, esos ojos que parecían absorberlo todo, se fijaron en el rostro alterado de su institutriz. La niña tomó la mano de Clara y la apretó suavemente, como si intentara transmitirle una fortaleza que la propia Clara sentía desvanecerse.
Apenas habían llegado al vestíbulo principal cuando el sonido de tacones sobre mármol anunció la presencia