El reloj de la mansión D'Armont marcó las tres de la madrugada con un eco que reverberó por los pasillos vacíos. Evelyn permanecía inmóvil junto a la ventana de su habitación, observando cómo la luna proyectaba sombras fantasmales sobre los jardines. Llevaba horas así, contemplando la posibilidad de huir, calculando cada paso como quien planea un asalto.
—Señorita, debería descansar —susurró Margaret, su doncella personal, mientras recogía el vestido que Evelyn había dejado caer al suelo horas antes—. Mañana será un día largo con los preparativos.
Evelyn se volvió hacia ella con ojos enrojecidos.
—¿Sabes lo que me dijo hoy el Conde Throne durante el almuerzo? —su voz sonaba hueca—. Que espera que le dé un heredero antes de que termine el año. Como si yo fuera una yegua de cría.
Margaret bajó la mirada, incómoda ante la crudeza de las palabras.
—Los hombres de su posición suelen ser... directos con sus expectativas, señorita.
—Directos —repitió Evelyn con amargura—. Tiene cincuenta años, Margaret. Cincuenta. Y yo veintidós. ¿Sabes lo que significa eso?
La doncella permaneció en silencio, doblando meticulosamente la ropa.
—Significa que seré viuda antes de cumplir los treinta, si tengo suerte —continuó Evelyn—. O que pasaré décadas atrapada con un hombre que me ve como un útero con título nobiliario.
Un ruido en el pasillo hizo que ambas mujeres se sobresaltaran. Margaret se apresuró a abrir ligeramente la puerta, asomándose con cautela.
—Es el nuevo guardia —informó en voz baja al cerrar—. Su padre lo ha contratado. Lleva toda la noche patrullando esta ala.
Evelyn sintió que el aire se volvía más denso. Su padre había comenzado a vigilarla. La noticia de la muerte de Edward en el frente había llegado hacía apenas tres semanas, y aunque ella había mantenido su dolor en privado, su cambio de comportamiento debió alertar a Lord D'Armont.
—¿Hay guardias en las otras alas? —preguntó, acercándose a Margaret.
—Solo en la principal y en esta. El ala oeste está prácticamente vacía desde que su madre falleció.
Evelyn asintió lentamente. Una idea comenzaba a formarse en su mente.
—Margaret, necesito que me consigas información —dijo, bajando aún más la voz.
La doncella frunció el ceño.
—¿Sobre qué, señorita?
Evelyn dudó un momento, mordiéndose el labio inferior.
—Necesito saber si hay familias respetables que estén buscando institutrices. Preferiblemente lejos de aquí.
Margaret la miró con preocupación creciente.
—Señorita, ¿qué está planeando?
Evelyn se acercó a su escritorio y extrajo de un cajón una carta arrugada. La última carta de Edward antes de morir en el frente.
—Planeando sobrevivir —respondió, acariciando el papel con la yema de los dedos—. Edward me prometió libertad, y ahora que él no está, debo encontrarla por mí misma.
Margaret se acercó, dudosa.
—He... escuchado rumores —dijo en voz baja—. La cocinera mencionó que su hermana trabaja para una familia en Northumberland. Los Delacroix. Creo que el señor quedó viudo recientemente y tiene una niña pequeña.
Los ojos de Evelyn brillaron con un destello de esperanza.
—¿Northumberland? Eso está a más de cien millas de aquí.
—Sí, señorita. Y según tengo entendido, están buscando una institutriz. La anterior regresó a Francia cuando comenzó la guerra.
Un golpe seco en la puerta las sobresaltó. Evelyn guardó apresuradamente la carta de Edward mientras Margaret se apresuraba a abrir.
—¿Sí? —preguntó la doncella con voz controlada.
—El Conde solicita la presencia de Lady Evelyn en su despacho —anunció un lacayo con expresión impasible—. Inmediatamente.
Evelyn y Margaret intercambiaron miradas de alarma. ¿Su padre, a estas horas?
—Dígale que iré enseguida —respondió Evelyn, esforzándose por mantener la calma.
Cuando el lacayo se retiró, Margaret se apresuró a ayudarla a vestirse.
—Esto no es normal, señorita —murmuró mientras abrochaba los botones de un sencillo vestido azul—. Su padre nunca la llama tan tarde.
—Quizás Lord Throne ha cambiado de opinión —sugirió Evelyn, aunque sabía que era improbable—. O tal vez...
No completó la frase. El miedo a que su plan hubiera sido descubierto era demasiado grande para expresarlo en voz alta.
El despacho de su padre estaba iluminado únicamente por el fuego de la chimenea y un candelabro sobre el escritorio. El Conde D'Armont, un hombre de sesenta años cuyo rostro mostraba las marcas de una vida de excesos, la observó entrar con expresión indescifrable.
—Cierra la puerta —ordenó.
Evelyn obedeció, sintiendo que cada latido de su corazón resonaba en la habitación.
—¿Me mandó llamar, padre?
El Conde se levantó lentamente, rodeando el escritorio para acercarse a ella. En su mano sostenía un sobre abierto.
—¿Puedes explicarme esto? —preguntó, extendiendo el sobre hacia ella.
Con dedos temblorosos, Evelyn tomó el sobre. Dentro había una nota escrita con una caligrafía que reconoció al instante: la de Edward.
"Mi querida Evelyn:
Si estás leyendo esto, significa que los rumores de mi muerte han llegado a tus oídos. No creas todo lo que oyes. La guerra nos obliga a tomar decisiones desesperadas.
Espérame en nuestro lugar, la noche antes de tu boda. Si no puedo llegar, busca a mi primo Claus donde lo acordamos. Él te ayudará.
Siempre tuyo,
E."Evelyn sintió que el mundo se detenía. Edward... ¿vivo? ¿Era posible? ¿O era esta una cruel trampa de su padre?
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó con voz apenas audible.
—Uno de mis hombres interceptó a un mensajero sospechoso esta tarde —respondió el Conde con frialdad—. Parece que tu soldadito no está tan muerto como nos hicieron creer.
Evelyn luchó por mantener la compostura, aunque por dentro su mente era un torbellino de emociones. Si Edward estaba vivo...
—No sé de qué habla —mintió, devolviendo la carta con mano firme—. El teniente Harlow murió hace tres semanas. Recibimos la notificación oficial.
El Conde sonrió, una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—No me tomes por estúpido, Evelyn. Sé perfectamente que planeabas fugarte con ese don nadie antes de que partiera al frente —tomó la carta y la arrojó al fuego—. Y ahora planeabas hacerlo de nuevo, arruinando la única oportunidad que tiene esta familia de recuperar su posición.
Las llamas devoraron rápidamente el papel, consumiendo con él la última esperanza de Evelyn.
—No puedes obligarme a casarme con Lord Throne —dijo, encontrando una valentía que no sabía que poseía—. No soy una propiedad que puedas vender al mejor postor.
El Conde la abofeteó con tanta fuerza que Evelyn cayó al suelo. El sabor metálico de la sangre inundó su boca.
—Eres exactamente eso —espetó él, inclinándose sobre ella—. Una propiedad. Mi propiedad. Y mañana pasarás a ser propiedad de Lord Throne, con o sin tu consentimiento.
Evelyn se incorporó lentamente, la mejilla ardiendo donde la mano de su padre había impactado.
—¿Y si me niego? —desafió, sabiendo que estaba cruzando una línea peligrosa.
El Conde se acercó al escritorio y extrajo un pequeño frasco de cristal.
—Entonces me aseguraré de que llegues al altar de una forma u otra —respondió con calma escalofriante—. Este pequeño brebaje te mantendrá... cooperativa. Lo suficiente para pronunciar tus votos.
Horror. Puro horror fue lo que sintió Evelyn al comprender las implicaciones.
—No serías capaz...
—¿No? —el Conde rió sin humor—. Querida hija, ¿qué crees que le pasó a tu madre cuando amenazó con abandonarme?
La revelación cayó sobre Evelyn como un mazazo. Su madre, cuya "enfermedad nerviosa" la había mantenido recluida en sus habitaciones durante años antes de su muerte...
—La envenenaste —susurró, las piezas encajando con terrible claridad—. La mantuviste drogada hasta que...
—Hasta que comprendió cuál era su lugar —completó el Conde—. Desafortunadamente, su constitución era demasiado débil.
Evelyn retrocedió hacia la puerta, el terror apoderándose de cada fibra de su ser.
—Eres un monstruo.
—Soy un hombre práctico —corrigió él—. Y tú serás una novia obediente mañana, voluntariamente o no —guardó el frasco en un cajón y lo cerró con llave—. Ahora, vuelve a tu habitación. Tienes un gran día por delante.
Evelyn salió del despacho con piernas temblorosas, la mente trabajando frenéticamente. Su padre no solo estaba dispuesto a venderla, sino a drogarla si era necesario. Y Edward... ¿estaba realmente vivo? ¿O era una trampa elaborada para descubrir sus planes?
Al llegar a su habitación, Margaret la esperaba con expresión angustiada.
—¡Señorita! ¿Qué ha pasado? Su mejilla...
—No hay tiempo para explicaciones —cortó Evelyn, dirigiéndose a su armario—. Debemos actuar esta noche. Ahora mismo.
—¿Qué? Pero señorita, no hemos preparado nada, no tenemos un plan...
Evelyn extrajo un pequeño cofre de joyas del fondo de un cajón.
—El plan es simple: desaparecer —declaró con una determinación nacida de la desesperación—. Margaret, necesito que me consigas ropa sencilla. Algo que usaría una institutriz, no una dama.
Mientras Margaret buscaba entre sus propias pertenencias, Evelyn escribió apresuradamente una carta de presentación, falsificando la firma de una inexistente dama de sociedad. Su caligrafía, normalmente elegante, se volvió deliberadamente diferente, más sencilla.
—Señorita, esto es una locura —murmuró Margaret, regresando con un vestido gris y una capa oscura—. Si la descubren...
—Si me quedo, moriré —respondió Evelyn con sencillez—. Quizás no mañana, ni pasado, pero eventualmente. Como mi madre.
La revelación silenció cualquier protesta de Margaret. En silencio, ayudó a Evelyn a cambiarse, a recoger su largo cabello castaño en un moño austero, a transformarse en alguien irreconocible.
—Hay un carruaje que sale para el norte a las cinco de la madrugada —informó Margaret mientras guardaban algunas pertenencias esenciales en un pequeño bolso—. El cochero es primo de nuestro jardinero. Por una suma adecuada, no hará preguntas.
Evelyn asintió, sintiendo una extraña calma apoderarse de ella. La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás.
—Margaret, quiero que tomes esto —dijo, entregándole un collar de perlas—. Véndelo cuando estés lejos de aquí. Te dará para empezar una nueva vida.
La doncella tomó las perlas con manos temblorosas.
—No puedo abandonarla, señorita.
—Y no lo harás —Evelyn tomó sus manos—. Me ayudarás a vivir. Es todo lo que te pido.
Un último vistazo a la habitación que había sido su prisión dorada. Un último pensamiento para Edward, vivo o muerto. Y luego, como un fantasma, Evelyn D'Armont se deslizó por el pasillo oscuro hacia la libertad.
O hacia un destino aún más incierto.
Mientras avanzaba por el corredor, creyó ver una sombra moverse en la oscuridad. Se detuvo, conteniendo la respiración. ¿Un guardia? ¿Su padre?
La sombra se materializó en la figura de un hombre alto, de uniforme militar.
El mismo que había visto —o creído ver— durante la fiesta de compromiso.
—Edward... —susurró, el corazón a punto de estallarle en el pecho.
Pero cuando la luz de la luna iluminó brevemente el rostro del hombre, Evelyn comprendió con horror que no era Edward.
Era Lord Throne.
—Es un deleite encontrarla aquí, Evelyn.
Lord Throne caminó hacia ella, se tambaleaba un poco, como si hubiera estado tomando más de la cuenta. Para Evelyn no era raro verlo deambulando por la mansión como si ya le perteneciera, algunas veces hata habia tenido que tolerar su presencia en los desayunos familiares.
—Oficialmente, ya eres mía—dijo, hipándo en cada espacio de la oración—. Pero, dime, ¿qué haces vagando a estas horas y con ese bolso tan grande?
—Nada que sea de su interés, Lord Throne.
Lord Throne se acercó a Evelyn con paso decidido, la tomó del brazo y la acercó tanto a él que podía oler el wisky que emanaba de su boca, el calor que su cuerpo irradiaba y la neftalina que a su edad producía.
—No tienes derecho de hablarme así. Creo que ya es hora de enseñarte una lección, Evelyn.
Lord Throne tomó a Evelyn de la cintura, la puso de espaldas contra él y con fuerza, bajó su espalda hasta que su rostro quedó al nivel de sus rodillas, levantó con brusquedad su vestido y comenzó a golpear sus gluteos con violencia. Evelyn se retorció hasta que pudo safarse de su agarre callendo de bruces frente a él y en rápidos movimientos se puso en pie, ambos forcejearon hasta que Evelyn lo empujo a través del ventanal, aprovechanndo la conmosión por el ruido para huir por el pasillo escondido que usan los sirvientes sin mirar atrás.