El comedor principal de la mansión Delacroix resplandecía bajo la luz de tres candelabros de cristal que pendían del techo. La larga mesa de caoba, pulida hasta reflejar los rostros de los comensales, se extendía majestuosa bajo la vajilla de porcelana francesa y la cubertería de plata. Clara permanecía de pie junto a la puerta lateral, observando cómo los sirvientes terminaban de disponer los últimos detalles para la cena.
Sophia, sentada en una silla especial a su lado, jugueteaba con una pequeña muñeca de trapo que Clara había confeccionado para ella. La niña parecía tranquila, ajena al bullicio que pronto invadiría el salón.
—Recuerda, pequeña —susurró Clara, inclinándose hacia la niña—, esta noche debes comportarte como la princesa que eres. Sin berrinches, sin lágrimas.
Sophia la miró con sus grandes ojos azules y asintió levemente, como si comprendiera la importancia de la velada.
El mayordomo anunció la llegada de los primeros invitados. Clara sintió un nudo en el estómago. Ha