Mundo de ficçãoIniciar sessãoNicole Field es una artista soñadora que vive en un pequeño estudio desordenado, vende sus ilustraciones en ferias locales y trabaja medio tiempo en una cafetería. El dinero nunca le alcanza, pero su corazón está lleno de colores, música y esperanzas. Un día, mientras corre para llegar a tiempo a su turno, choca accidentalmente con un hombre en plena calle, tirándole el café encima... y arruinándole una camisa de diseñador. Ese hombre resulta ser Alexander Blacke, un multimillonario CEO de una firma tecnológica, conocido por su frialdad, su perfeccionismo y su absoluta falta de interés en el amor. Alexander está desesperado por cerrar un contrato con una empresa familiar muy tradicional, cuyos dueños solo invierten en negocios que demuestren valores estables, como la familia, el compromiso... La solución es brillante (o ridícula, según él): fingir estar comprometido. Sin tiempo que perder, Alexander ve en Nicole —la chica que acaba de arruinarle la camisa— una oportunidad inesperada. Le ofrece una suma generosa de dinero si accede a fingir ser su prometida durante un tiempo. Nicole acepta, pensando que puede pagar todas sus deudas y volver a enfocarse en su arte. Pero en la mansión de Alexander, entre cenas fingidas, abrazos ensayados y besos que no deberían sentirse tan reales, todo empieza a complicarse. Los mundos opuestos se atraen. Las mentiras se enredan. Y lo que comenzó como un contrato... podría volverse el amor de su vida.
Ler maisNUEVA YORK.
POV. ALEXANDER BLACK.
Estoy sentado en la cabecera de la mesa, esa punta que parece una trinchera más que un asiento. El mármol negro pulido refleja la luz fría de los paneles LED que cuelgan sobre nosotros. Mi respiración es lenta, pero el peso de lo que está en juego me aplasta el pecho como una losa invisible. Millones. No una cifra abstracta, no. Millones que pueden significar la consolidación definitiva de BlackTech como el imperio tecnológico que siempre imaginé construir, o… el principio del fin.
Ante mí, Tiffany, mi mejor carta bajo la manga, proyecta diapositivas sobre la pared principal. Sus manos se mueven con la precisión, acompañando cada punto clave como si estuviera coreografiando el futuro. Ella sabe lo que hace; la he entrenado para esto, y aun así, no podía evitar sentir esa ansiedad subterránea que me quemaba por dentro.
A mi derecha, Kemal Kara. Medio siglo contenido en un traje hecho a medida, con la sobriedad turca marcada en la mirada. Tiene esos ojos... no, no son simples ojos. Son pozos oscuros y profundos, con el brillo de alguien que ha visto demasiado y que, aun así, no está dispuesto a ceder ni un centímetro.
—Como puede observar, —dice Tiffany con voz segura—, la integración de nuestro software en las cadenas de suministro no solo optimiza la trazabilidad, sino que permite que la experiencia del cliente se personalice a niveles nunca antes vistos. La sinergia entre moda y tecnología será el nuevo estándar. Y BlackTech puede hacerlo posible.
Yo no aparto la mirada de Kemal. No porque dudara de Tiffany, sino porque en esos minutos, el hombre que tengo al lado representa más que un potencial cliente. Es una puerta. Una que debe abrirse, aunque tenga que romperme los huesos contra ella.
—Nuestra tecnología optimiza el corte de telas para reducir desperdicio, y utiliza visión artificial para detectar defectos invisibles al ojo humano. Incluso predice fallas en maquinaria antes de que ocurran. Menos paradas, menos costos —continua y luego de varios minutos de tensión finaliza la presentación. Deja la tablet, levanta la vista y sonríe.
Kemal asiente lentamente, como degustando cada palabra. No dice nada. No interrumpe. Y eso es peor. Porque un hombre que escucha demasiado siempre está calculando. Y cuando finalmente habla, su voz es un disparo suave, un cuchillo sin filo que, sin embargo, corta igual.
—Muy buena presentación —dice, y por un instante, siento el aire aligerarse, hasta que añade—, pero creo que falta algo.
Ese “algo” queda flotando en la sala como humo espeso. Tiffany gira el rostro hacia mí, buscando en mis ojos una confirmación, una guía. Yo simplemente entrelazo las manos sobre la mesa y clavo la mirada en Kemal.
—¿Falta algo? —repito, fingiendo curiosidad, cuando en realidad lo que quiero es arrancarle la respuesta, obligarlo a soltar la presa.
Kemal deja el vaso en la mesa, despacio, como si cada movimiento forma parte de un ritual. Luego se gira hacia mí. Su expresión es serena, pero sus palabras... sus palabras son dinamitas.
—Para mí, Alexander, la familia lo es todo —dijo, sin parpadear—. Estoy acostumbrado a hacer negocios con personas que tienen algo que perder. Alguien por quien luchar. Alguien que los mantenga despiertos cuando las cosas se ponen feas. Es decir, hombres comprometidos con los valores familiares
¿Qué m****a tiene que ver eso con el jodido negocio? Evito resoplar.
El silencio en la sala es brutal. Tiffany contiene el aire, lo siento. Yo no reacciono. No puedo darme ese lujo. Su frase resuena en mi mente como un eco que no se disipa.
—Le aseguro —respondo al fin, con la voz controlada, fría, pero con esa capa de acero que aprendí a forjar a lo largo de los años— que soy de fiar. No solo porque tengo una de las mejores empresas tecnológicas del país, sino de todo el hemisferio.
Kemal sonríe, pero no es una sonrisa amable. Es una sonrisa que evalúa, que disecciona.
—¿Tiene una familia unida? —Lanza la pregunta que me atraviesa como una bala.
Un segundo. Eso dura la pausa. Pero dentro de mí, es un derrumbe. Imágenes veloces de mis elegantes padres gritándose y lanzándose objetos mientras se maldicen no son una escena muy alegre para compartir. Sí, tengo familia... pero ni siquiera pueden estar en la misma habitación sin querer matarse.
—Sí —miento sin pestañear.
—¿Esposa? ¿Novia?
¡No me jodas!
Siento la mirada de Tiffany perforando mi costado. No lo digas, grita su expresión. Pero yo ya estoy en caída libre, y no había red que me salvase.
—Sí —repito. Otra mentira, otra capa de la máscara que me sostiene frente a este hombre que huele la debilidad como un depredador.
Y yo no soy presa, sino cazador. Así que no me amilano. Kemal sonríe de nuevo. Esta vez, sus ojos brillaron con algo distinto: satisfacción.
—Entonces me encantará conocer a su familia en el cóctel de bienvenida.
Sonrío de manera falsa.
—Mis padres no están en el país ahora mismo, pero estaré encantada de ir con mi prometida.
Nos levantamos y él parece satisfecho con mi respuesta. Aprieto su mano con firmeza, y por dentro mi mente ya está buscando salidas, estrategias. Menos excusas. Eso no está en mi vocabulario. Tiffany se despide con cortesía impecable, pero apenas la puerta se cierra tras él; explota.
—¿¡Estás loco!? —su voz se quiebra en incredulidad—. ¡Tus padres se odian! ¡No tienes prometida!
Camino hasta la ventana, necesitando aire, aunque estuviera sellada. Las luces de la ciudad de Nueva York parpadean a lo lejos.
—La voy a tener —asevero, sin girarme.
—Alexander… —su tono ahora es un hilo de súplica—. Esto no es una idea brillante, esto es una bomba.
Me giro entonces, y la miro con algo que ni yo mismo sé definir. Determinación. Furia. Ambición. Todo mezclado en un cóctel tóxico que me recorre las venas.
—No soy un loco, Tiffany —digo despacio, cada palabra cargada de acero—. Soy un hombre con una meta. Y la voy a cumplir.
Ella niega con la cabeza, llevándose una mano a la frente, como si quisiera arrancarse el pensamiento de lo que acababa de escuchar. Yo solo sonrío, una sonrisa que no me gusta, pero que no puedo detener. Porque lo sé. He cruzado una línea y no pienso volver atrás.
POV. NICOLE FIELD.
La vida es cuestión de equilibrio.
Lo pienso justo antes de tropezar con mi propio pie y derramar un vaso de café caliente sobre el traje, manchando la camisa blanca —carísima, evidentemente— del hombre más intimidante que he visto en mi vida.
Pero retrocedamos un poco.
Eran las ocho con cincuenta y siete de la mañana. La lluvia amenazaba con caer, el cielo estaba tan gris como mi cuenta bancaria, y yo iba tarde. Otra vez. Para variar. La maldita alarma de mi celular decidió morir en medio de la noche, y como siempre.
Ahora corro como loca y con una mano sostengo un portafolio con bocetos y postales que pienso vender más tarde en una feria artesanal. Con la otra, trato de mantener el equilibrio de un café grande —sin tapa, porque la máquina se la tragó— mientras corro por la acera de la Quinta Avenida como alma que lleva el diablo.
Llevo los audífonos puestos, la bufanda mal enrollada, y una sensación persistente de que el mundo me iba ganando la carrera.
Y entonces sucede.
Doblo la esquina con más velocidad de la debida porque ahí está el lugar donde trabajo medio tiempo y choco contra algo —alguien— sólido, inmóvil, como una estatua de mármol.
El impacto es seco. El café vuela y yo también. Bueno, casi.
—¡Ay, no! ¡No, no, no! —jadeo, viendo cómo la mancha marrón se extiende como una plaga sobre la impecable camisa blanca de aquel hombre.
Él me mira como si acabara de patearle a su perro. O asesinar a su madre. O ambas cosas.
—¿Está usted ciega o simplemente es torpe? —espeta con voz baja, gélida y más peligrosa que si hubiese gritado.
—¡Lo siento! ¡De verdad! Fue un accidente, venía corriendo y no lo vi—. Me agacho, sacando servilletas del bolsillo del abrigo, pero lo único que logro es empeorar el desastre. La tinta de una postal mancha mis dedos, y una gota cae sobre su abrigo. Perfecto. Estoy oficialmente en el infierno.
—No toque nada más —espeta él, apartando mi mano con un movimiento seco.
Y es entonces cuando lo veo bien.
Alto, impecable con traje negro, corbata gris oscuro, mandíbula firme, cabello peinado con una precisión quirúrgica. Y unos ojos verdes y fríos.
Es una especie de villano sexy de telenovela… pero sin el encanto.
—Le pagaré la limpieza. Lo juro. Solo que… no tengo dinero ahora mismo. Pero puedo—. Me callo. ¿Qué podía ofrecerle? ¿Un dibujo a cambio de su camisa de diseñador? ¿Una taza de café nuevo como compensación por mi existencia?
Él suelta una exhalación leve, como si estuviera haciendo un esfuerzo titánico por no perder la paciencia. Y entonces aparece Mei-yin, que de bella solo tiene el nombre.
—¡Estás tarde otra vez! ¡Apresúrate o te descontaré las horas de trabajo y ahora, si no tendrás cómo pagar tu departamento! ¡Terminarás en la puta calle! —grita, haciéndome enrojecer frente al desconocido. — ¡Eres un desastre! —Con eso entra nuevamente a la tienda de suministros y me quedo ahí apenada.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta con frialdad luego de unos segundos.
—Nicole. Nicole Field.
Saca su celular. Toca un par de veces la pantalla, pero no dice una palabra. Por un momento pienso que va a llamar a la policía, a un abogado o a una compañía de exterminio para deshacerse de mí.
Pero no.
—Nicole Field —repite él, como si estuviera saboreando algo desagradable. Luego me mira con más detenimiento. Los ojos bajan de mi cara a mi ropa, mi bolso deshilachado, mis zapatos viejos. Y entonces ocurre algo extraño, estoy a nada de sacar mi gas pimienta cuando sonríe.
O algo parecido a una sonrisa. Fue más una línea torcida, peligrosa, que me hizo desear retroceder un paso.
—¿Tiene algo que hacer esta tarde, aparte de que te griten?
—¿Qué? —parpadeo, confundida.
—Te haré una propuesta —dijo—. Una oferta, digamos. Pero necesito saber si puede dedicarme un par de horas.
—¿Es usted un acosador elegante o solo un loco funcional?
—Ninguna de las dos —espeta, revisando su reloj de pulsera, que probablemente vale más que mi alquiler anual—. Le pagaré por su tiempo. Mil dólares por hora.
Me río. Literalmente me echo a reír en su cara. Porque eso no es real. Nadie ofrece esa cantidad de dinero por una conversación. A menos que...
—¿Es usted parte de un experimento social? ¿Una cámara oculta? Porque si lo soy, me reservo el derecho a mi imagen.
—Señorita Field —me interrumpe con una paciencia entrenada—, soy Alexander Black. CEO de BlackTech. No necesito cámaras ocultas. Necesito… una prometida.
El mundo se detiene. Las palabras flotan entre nosotros como burbujas. Yo parpadeo varias veces.
—¿Perdón?
—Una prometida —repite él como si fuera lo más normal del mundo—. Falsa, por supuesto. Por unas semanas. Tengo una reunión crucial esta semana y necesito parecer... comprometido emocionalmente. Mi cliente apuesta más a un perfil más “humano”, eso facilitaría la firma de un contrato importante. Y usted —me señala con un gesto leve, como si yo fuera una taza rota en una vitrina— acaba de derramarme café encima en público. Es perfecta.
—¿Está diciendo que me contrata para fingir ser su prometida durante no sé cuánto tiempo, a cambio de mil dólares la hora?
—No serían mil exactamente. Le hablo de una buena suma de dinero. Firmaríamos un contrato. Por supuesto, todo legal. Solo apariencias. Cenas. Fotografías. Sonrisas. Lo usual.
Tengo que apoyarme contra un poste. O me estoy desmayando, o el universo me está jugando, la broma más elaborada de la historia.
—¿Y por qué yo?
—Porque no tiene nada que perder —replica con un encogimiento de hombros—. Y porque no tendría ningún incentivo para enamorarse de mí.
Me río otra vez. Esta vez por nervios.
—¿Y si le digo que no?
—Entonces entré a su trabajo, con el café derramado y las deudas intactas.
Trago saliva.
Era una locura. Una completa locura. Pero las facturas no se pagaban con integridad. Y algo en su mirada me dice que esta es mi única oportunidad de salir del pozo donde me he acostumbrado a vivir.
—¿Dónde firmo?
Los días se han disuelto en una neblina de pruebas de vestuario, degustaciones de pasteles y batallas campales con madres. Había sido agotador, estresante y, en ocasiones, increíblemente absurdo. Pero todo valió la pena. Hoy, al fin, el gran día ha llegado. Esta tarde, me convertiré en la esposa de Alexander Black.Mi vida, marcada por giros inesperados y decisiones desesperadas, está a punto de dar su último y más importante giro, y con todo mi corazón, espero que sea para siempre.Estoy de pie, justo detrás de las inmensas puertas dobles del salón de baile de The Plaza, el corazón de Manhattan. El aire en la antesala es fresco, gracias al aire acondicionado, pero yo siento que me quema. Mis nervios están a tope, un zumbido eléctrico recorriendo mis venas. Siento el peso de mi vestido, un encaje sublime que había elegido, con un escote en V atrevido, mangas largas que se ceñían a mis brazos con delicadeza y una cola majestuosa. El velo, una catedral de seda y tul, cae desde mi moño b
La recepción del hotel es un hervidero de gente, ruido, movimiento. El caos de la calle, el ir y venir de turistas y empresarios, es un alivio bienvenido comparado con el caos contenido y elegante de esa sala de planificación. Siento una oleada de adrenalina y libertad. Salgo a la Quinta Avenida; el ruido de los taxis, las bocinas y el murmullo de la multitud me envuelve como un abrazo ruidoso, devolviéndome a la realidad.No dudo. No puedo volver a casa, porque el ático está demasiado tranquilo y mi cabeza necesita ruido. Llamo al primer taxi que veo, un viejo Crown Victoria amarillo, y le doy la dirección de BlackTech. El contraste entre el lujo del Plaza y el olor a cuero viejo y ambientador barato del taxi es el choque que necesito para anclarme.Minutos después, llego al edificio futurista de BlackTech. Entro sin problema; ahora que soy oficialmente la prometida de Alexander, la seguridad y el personal me saludan con cordialidad, incluso con una pizca de reverencia que aún me hac
Las semanas que siguen a la propuesta de matrimonio son un torbellino. He pasado de ser la pareja discreta de Alexander Black a su prometida, lo que conllevaba una nueva serie de obligaciones sociales y logísticas de las que ya he sido víctima antes, pero que en realidad sigo sin tener idea. Pero esta vez me sumerjo en una nueva dimensión donde el amor se mide en opciones de encaje, tipos de cubiertos y listas de invitados. La euforia de la propuesta, la ternura de Alexander, el brillo cegador del rubí en mi cuello y el solitario en mi dedo se han visto eclipsados por la abrumadora realidad de casarse con un Black.Me siento como una intrusa en mi propia vida. El sí que le he dado a Alexander, esta vez real, ha sido honesto y sencillo, una verdad que no necesita adornos. Pero ahora, ese "sí" se ha transformado en un proyecto corporativo, una obra de teatro social que debe ser ejecutada con la perfección que el apellido Black exige. Las interminables reuniones, los proveedores que habl
El ascensor sube en un silencio cargado de promesas. Ya no hay testigos, no hay madres en guerra ni amigos emocionados. Solo estamos Alexander y yo, mi mano entrelazada a la suya, el peso del diamante en mi dedo anular sintiéndose extrañamente familiar. Hemos pasado un par de horas deliciosas con la familia y los amigos; la sorpresa de ver a mis padres durante la propuesta ha sido perfecta. El amor que nos rodea ha sido palpable, pero también agotador.Las puertas se abren, revelando la inmensidad oscura y tranquila del ático. El silencio es profundo. Alexander ha orquestado que Aquiles pase la noche en el ático de Charlotte, una maniobra que me ha dejado boquiabierta. Es un avance monumental para ella; un reconocimiento tácito de que mi felicidad y mi intimidad con su hijo son, ahora, una prioridad para él. La idea de Aquiles durmiendo en la casa de Charlotte, bajo su supervisión silenciosa, me trae una ola de alivio y esperanza. Es el primer paso real hacia una tregua duradera.Mi m
La pregunta resuena en el silencio, no solo en mis oídos, sino en cada célula de mi cuerpo.Nicole… ¿Quieres ser mi esposa?Mis labios tiemblan. No de frío, sino de una avalancha emocional que supera toda la contención. El torrente de sensaciones es tan abrumador que me congela por un segundo. Veo el miedo en los ojos de Alexander, el miedo de que, después de todo el amor, la lealtad y la vida que hemos compartido, yo pueda dudar. Es un miedo infundado, lo sabía, pero verlo en el hombre más poderoso que conozco, me hace sentir una ternura inmensurable.Mi mente, esa máquina súper analítica que no para de calcular riesgos y beneficios, se apagó. Solo queda el instinto puro, el alma que grita el nombre de este hombre desde el primer día que lo conocí.Mis ojos, llenos de lágrimas que aún no me atrevo a derramar, se fijaron en él. Veo su rostro: la línea perfecta de su mandíbula, ahora suavizada por la vulnerabilidad; sus ojos verdes, habitualmente llenos de estrategia, ahora desbordante
Me miro al espejo del baño. La luz es suave e indulgente. Llevo puesto el vestido negro de un satén pesado que se desliza sobre mi piel como agua fría. Es ajustado, sin ser vulgar, con un escote de corazón que acentúa mi clavícula y unos tirantes gruesos que ofrecen el soporte perfecto para lo que Alexander aprecia ver. Normalmente, preferiría zapatos planos o stilettos discretos, pero esta noche me he subido a unos tacones que hacen temblar mis piernas, solo por el placer de sentirme poderosa, alta y a la altura de mi hombre. Quiero que Alexander se da cuenta de que, aunque ama mi caos, yo también puedo ser la perfección que su mundo exige.Aquiles está seguro en su habitación, inmerso en un problema de cálculo. Su concentración es admirable, y su nueva rutina me da la paz de saber que, por primera vez en su vida, el chico es solo un adolescente preocupado por su nota, no por su supervivencia.Tomo una bocanada de aire y salgo de la habitación principal. La sala de estar del ático pa
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