CAPÍTULO 6

Me dejan apenas cinco minutos para respirar antes de que comience la siguiente fase del suplicio. Claire se mueve por la habitación como una directora de orquesta, marcando el compás con su sola presencia. Yo llevo una bata de satén, sintiendo la tela abrazarme demasiado fuerte, como si me recordara que ya no hay vuelta atrás.

También me doy cuenta de que las mujeres llenan el vestidor, no sin que antes Claire mire con censura mi ropa ahí colgada, pero no dejo que se deshagan de ella. Alexander ha mandado todo un vestuario para mí, que incluye desde vestidos, ropa de diario, zapatos y accesorios.

Es parte del trato.

—Ahora el maquillaje —anuncia la mujer sacándome de mi ensimismamiento, y el hombre de las brochas dio un paso al frente como un soldado obediente.

Después de una limpieza me sientan en una silla frente al espejo. Una lámpara circular se enciende con un clic, bañando mi rostro en una luz blanca que no perdona nada. Me veo ahí, con las ojeras marcadas, el rastro del insomnio dibujado en mi piel que me hace sentir un poco vulnerable.

El tipo sonríe con profesionalismo.

—Confía en mí —susurra, como si yo tuviera opción.

Y entonces empieza el ritual. Brochas que rozan mi piel con suavidad casi erótica, polvos que huelen a flores y a químicos, líquidos fríos que se deslizan por mis mejillas. No en ese orden, pero debo admitir que estoy curiosa de lo que hace. Cierro los ojos mientras siento cada movimiento, intentando concentrarme en las texturas: el terciopelo de la brocha, el roce tibio de sus dedos al difuminar, y el olor dulzón que se cuela en mi nariz. Es como si estuvieran borrando mis facciones para dibujar otras encima.

Los murmullos del equipo flotan en el aire, frases sueltas que yo apenas escucho. Pero algunas dicen “contorno suave”, “labios carmesí”, “iluminador dorado”. Palabras que parecen sacadas de otro mundo. Cuando abro los ojos, casi no me reconozco. Mis labios están pintados de un rojo profundo, parecen peligrosos. Mis ojos, delineados con precisión, brillaban como dos armas listas para matar. ¿Soy yo? ¿O es la versión que Alexander quiere exhibir?

No tengo tiempo para pensar demasiado. Las chicas se acercan con secadores y rizadores. El sonido es lo primero. Un zumbido eléctrico que me eriza la piel. Luego el calor, como una ráfaga controlada que lame mis mechones. Me giran la cabeza, me estiran el cabello, lo enrollan. El olor a laca se vuelve tan intenso que tengo que contener una tos.

El proceso parece interminable, mi estómago ruge, pero dudo que pueda comer algo. «Si lo hago, dudo que ese vestido cierre». Cada mechón que cae ondulado sobre mis hombros es un recordatorio de que estoy siendo esculpida, convertida en algo que quizá no quiero ser.

—Deberías pensar en dejar un solo color uniforme. Es más elegante —comenta Claire, pero tomo mi mechon de cabello en color morado claro.

—No, me gusta mi cabello. —Y es verdad. Siento que es parte de mí. De lo que puedo conservar y seguir siendo yo.

 Claire no parece feliz con mi respuesta, pero cuando terminan… ¡wow! No lo digo en voz alta, pero por dentro suelto un suspiro. El cabello cae en ondas perfectas, brillando como si tuviera luz propia. Me veo en el espejo y siento un nudo en el estómago. Ya no soy Nicole, la chica que desayunaba tranquila en una terraza con carboncillos. Soy alguien más. Alguien que, honestamente, da un poco de miedo.

Claire, en cambio, sonríe, complacida.

—Falta lo último —anuncia, como quien revela el toque final de un plato exquisito—. Ensayo de caminata antes de ponerte el vestido.

Y entonces recuerdo las malditas sandalias. Altísimas, finas como agujas. Son como una amenaza latente para mí.

—No creo que sea buena idea. En mi vida he usado nada de esto —le recuerdo, mientras miro esos tacones como quien mira una trampa para osos.

Claire solo alza una ceja.

—Siempre hay una primera vez.

Se acerca y me ayuda a calzarme antes de que pueda inventar una excusa. El cuero frío abraza mis pies, y de inmediato siento que mis tobillos protestan. Me levanto despacio, con los brazos extendidos como si caminara por la cuerda floja.

El primer paso es un desastre. Literalmente, mi rodilla se dobla de una forma que juro que puede ser material para algún un meme si alguien lo graba.

—¡Dios! —suelto, tratando de recuperar el equilibrio mientras las chicas intentaban no reírse—. ¿Quién inventó estas cosas? ¿Un torturador con complejo de artista?

Claire, imperturbable, me observa como una estatua.

Doy otro paso y casi beso la alfombra. Me siento como un pato borracho, o peor, como un pato cagado. Las sandalias parecen tener vida propia, como si cada tacón quisiera ir en dirección contraria.

—Relaja las rodillas —me aconseja una de las chicas, conteniendo la risa.

—Relaja tú… —murmuro, pero obedezco.

Camino otra vez. Paso, paso, balanceo. Brazos extendidos como aspas de molino para no caer de cara. A los cinco minutos sudo más que en una clase de cardio. A los diez, empiezo a odiar a Alexander con una intensidad renovada.

—Si esta noche termino en urgencias, le voy a fracturar una pierna a tu jefe —espeto, apuntando a Claire con el dedo mientras doy otro paso torpe.

Cuando por fin logro cruzar la habitación sin parecer un animal herido. O eso quiero creer. Las chicas aplauden suavemente, como si hubiera dado mis primeros pasos después de una cirugía.

—Excelente —sentencia, Claire, como si acabara de aprobar un examen militar.

Yo solo resoplo, con los pies ardiendo y el ego hecho trizas.

Me dejo caer en la silla, aun con la bata, el maquillaje impecable y los tacones, acechando como demonios en el suelo. Siento el cuerpo tenso y el corazón acelerado. No es solo por la incomodidad. Es por lo que viene después.

Porque todo esto, todo este espectáculo, no es por mí. Es por él. Por Alexander y esta noche que me espera como un monstruo detrás de la puerta. Cierro los ojos y respiro hondo. Me concentro en recordar el olor del carboncillo, de mis pinturas, la sensación del sol en la terraza. Pero todo eso ya parece tan lejano como otro siglo. Pero también pienso en mis sueños, deudas que debo suplir y mis fuerzas se reanudan. Me recuerdan porqué estoy haciendo esto.

Abro los ojos y me veo en el espejo una vez más. La mujer que me devuelve la mirada no es la misma que ha contestado el teléfono esta mañana. Y aunque la imagen me deslumbraba, hay algo que me da miedo.

Porque, por primera vez, pienso que quizá esta versión puede gustarme.

Y eso es peligroso.

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