A las siete en punto, el espejo frente a mí reflejaba una versión cuidadosamente construida de quien solía ser. Estoy en la habitación, sola, con la luz dorada de la lámpara marcando contrastes sobre la tela roja del vestido que junto a su asesora de imagen habían escogido —No quería saber el costo del vaporoso vestido ni de lo que había dejado en su vestidor— el color destaca al igual que lo ceñido al cuerpo, es como una segunda piel, con una abertura lateral que sube peligrosamente por el muslo, como una invitación tácita al escándalo. Cada paso promete una danza entre el equilibrio y el deseo. Y los tacones… ¡Dios, los tacones de la muerte! Son afilados, altos, crueles. Tacones que no caminan, dominan. Tacones que dicen "domina o muere en el intento". Yo no pensaba morir esta noche, aunque mis tobillos tiemblan un poco. Por eso, pasé el resto del tiempo practicando y creo que al menos mi postura no se ve tan ridícula.
Me pongo por último los pendientes que me dejó Claire y que Alexander le había dado —unos diamantes pequeños, discretos, fríos como su dueño— junto a un elegante brazalete y collar a juego. Echó para atrás mi cabello. No puedo fingir ternura, pero sí puedo aparentar elegancia. La diferencia entre ambas es solo una sonrisa contenida.
Respiro hondo antes de tomar el bolso de mano que Claire me dio y dijo que podía encontrar lo que podría necesitar para la noche. Entonces abro la puerta, salgo de la habitación y avanzo hasta el salón principal. Cada paso que doy lo hago con lentitud, recordando cómo debo hacerlo y no terminar de bruces, pero manteniendo mi postura "elegante"
Alexander Black está ahí, como una estatua viviente esculpida en arrogancia. El esmoquin negro le sienta como si lo hubieran cosido sobre su piel. Inmóvil, con las manos en los bolsillos y esa expresión tallada en mármol. Su sola presencia parece alterar la densidad del aire; algo en su porte exige silencio y reverencia.
Sus ojos me recorren con una lentitud medida, sin sorpresa ni aprobación. Solo análisis.
—No está mal —dice, finalmente, seco como siempre.
—Gracias por la efusiva ovación —replico, elevando una ceja.
Sus labios se curvan levemente, lo suficiente para sugerir que ha captado el sarcasmo, pero no lo suficiente para que se interprete como una sonrisa.
—Recuerda. Sonrisa discreta, mano sobre mi brazo. Nada de comentarios sarcásticos delante de los demás y la prensa que estará gracias a que es un evento benéfico. —enumera, como si me estuviera leyendo el manual de instrucciones para una muñeca de porcelana.
—¿Y qué obtengo si me comporto bien?
—La satisfacción de no arruinar el trato.
—Oh, qué reconfortante.
Me ofrece el brazo como un caballero de siglos pasados, pero la rigidez en sus hombros traiciona el protocolo. No somos una pareja, y ambos lo sabemos. Somos dos figuras de ajedrez compartiendo una casilla por conveniencia. Lo tomo del brazo con la sonrisa perfecta. Una curva calculada entre sensualidad y frialdad.
Sé lo que hace. Está tratando de que, de una manera u otra, cuando bajemos del auto esta noche, no me sienta extraña con su acercamiento. Caminamos por el pasillo como si fuéramos la pareja ideal. Silenciosos, sincronizados, impecables. Como si no fuéramos dos desconocidos jugando al amor.
El ascensor nos recibe con un sonido metálico y descendemos en silencio. Abajo, la limusina nos esperaba. Negro, brillante, con las puertas abiertas como una promesa. El chófer asiente sin decir palabra, y Alexander me ayuda a subir. Me siento con cuidado, cruzando las piernas como se supone que debería sentarse una mujer elegante. Él se acomoda a mi lado, y segundos después nos ponemos en marcha.
La ciudad se deslizaba tras las ventanillas como una película muda. Luces que parpadean, peatones que no saben que los miramos desde la comodidad de un mundo paralelo. En algún lugar lejano, alguien ríe. Yo no, yo me siento fuera de lugar, pero con el compromiso de fingir ser el adorno de Alexander y hacerlo muy bien.
—¿Siempre haces esto? —preguntó, sin mirarlo antes de siquiera darme cuenta.
—¿Qué cosa?
—Convertir a las mujeres en accesorios para tus negociaciones.
—Solo a las inteligentes.
—¿Eso es un cumplido o una advertencia?
—¿Tú qué crees?
Lo miro de reojo. Su perfil es una mezcla perfecta de nobleza y amenaza. No hay grietas en su fachada. Ni una emoción fuera de lugar. Aprieto los dedos sobre el bolso y recordarme que hago esto porque quiero trabajar por mis sueños y si tengo la oportunidad, la voy a tomar.
El trayecto hasta el hotel es breve, aunque parece eterno. Al llegar, el coche se detiene frente a un edificio majestuoso en el corazón de Manhattan. El Empire Lexington, uno de esos lugares donde el mármol, el oro y el ego comparten el mismo espacio sin pelearse. Afuera, una alfombra roja espera, flanqueada por fotógrafos, luces y sonrisas de plástico.
Alexander sale primero, y antes de que pueda ofrecerme la mano, ya estoy afuera. Acomodo el vestido con un movimiento sutil. Me acerco a él con la seguridad de quien ha caminado cien veces por pasarelas invisibles. «Cosa que no es cierto». Su brazo me rodea la cintura con naturalidad antes de ofrecerme su brazo con naturalidad, como si el contacto entre nosotros es lo más común del mundo. Los fotógrafos deparan en nosotros cuando avanzamos por la alfombra, los flashes comienzan de inmediato. Cegadores, insistentes e invasivos. Mi sonrisa es la que él ha pedido. Discreta y controlada. Mi mano, firme sobre su brazo. Ni un comentario fuera de lugar. Pero mis pensamientos… ellos sí son un desfile caótico.
«¿Qué rayos hago en un lugar como este?».
—¿Qué espera esta noche, señor Black? —Él le da una sonrisa estudiada a la mujer que prácticamente empuja un micrófono a su rostro.
—Una recaudación exitosa.
—Se ha dicho que ha donado un par de piezas de arte para la subasta esta noche.
—Todos deberíamos apoyar estos eventos. Y yo lo hago en nombre de mi familia y mío.
Sus palabras salen de manera natural. No se le ve una pizca de nervio o incomodidad mientras yo siento que las manos me sudan. Entonces otro micrófono aparece
—Se ven fabulosos, señor Black. ¿Quién lo acompaña esta noche? —pregunta alguien desde la prensa.
Alexander me mira con una intensidad peligrosa. Yo sonrío sin mover los labios.
—Ella es la señorita, Field. Mi prometida —responde él, sin pestañear.
"Prometida". Siento que me mareo porque yo firmé para ser su novia, ¡no su prometida! Siento que me da vértigo y aprieto los dientes porque no habíamos quedado en eso.
Maldito Black.
Dejamos a los medios y cruzamos el vestíbulo entre murmullos, saludos fingidos y copas de champán que flotan entre manos con joyas. El aire huele a dinero, ambición y perfume caro. Todos fingen ser felices, ser aliados, ser algo. Yo finjo que no quiero darle una zarandeada al hombre a mi lado.
—¿Por qué les dijiste que soy tu prometida? —Inquiero en un susurro. —No es para lo que firme.
—Bueno, los planes cambian —replica sin perder su sonrisa amable ante los demás y asiente en modo de saludo. —Novia. Prometida, ¿qué más da?
—No fue el acuerdo.
—Me equivoqué, ¿sí? Pero ya lo he hecho, hecho está —asevera. Evito resoplar ante sus palabras —¿Recuerdas que debes impresionar? —me susurra al oído mientras una pareja se acerca.
—¿Antes o después de fingir que me muero por estar aquí?
Sus ojos son centellas cuando escucha la ironía en mis palabras. No soy una perfecta idiota, sé para qué me han contratado. Pero él insiste en tratarme como una idiota.
Sonrió. Una de esas sonrisas que enmascara el filo de la lengua.