El ascensor sube en un silencio cargado de promesas. Ya no hay testigos, no hay madres en guerra ni amigos emocionados. Solo estamos Alexander y yo, mi mano entrelazada a la suya, el peso del diamante en mi dedo anular sintiéndose extrañamente familiar. Hemos pasado un par de horas deliciosas con la familia y los amigos; la sorpresa de ver a mis padres durante la propuesta ha sido perfecta. El amor que nos rodea ha sido palpable, pero también agotador.
Las puertas se abren, revelando la inmensidad oscura y tranquila del ático. El silencio es profundo. Alexander ha orquestado que Aquiles pase la noche en el ático de Charlotte, una maniobra que me ha dejado boquiabierta. Es un avance monumental para ella; un reconocimiento tácito de que mi felicidad y mi intimidad con su hijo son, ahora, una prioridad para él. La idea de Aquiles durmiendo en la casa de Charlotte, bajo su supervisión silenciosa, me trae una ola de alivio y esperanza. Es el primer paso real hacia una tregua duradera.
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