Salgo del edificio con el bolso colgado del hombro, sintiendo cómo el aire fresco de la mañana me golpea en la cara como un recordatorio de que, al menos afuera, puedo respirar. El cielo está limpio, de un azul casi impoluto, y la luz del sol se filtra entre los edificios altos, creando ese juego de luces y sombras que tanto me gusta observar.
La ciudad está empezando a desperezarse del todo. A mi alrededor, personas caminan con prisa, muchas con café en la mano y el teléfono pegado a la oreja. Algunos turistas se detienen a fotografiar cualquier cosa —a veces un detalle arquitectónico, a veces una simple boca de metro—, y me hace sonreír pensar en cómo todo puede parecer extraordinario cuando se mira con ojos nuevos.
El sonido constante de pasos, motores y conversaciones lejanas me acompaña hasta la entrada de Central Park. Al menos es una ventaja que Alexander viva tan cerca de este maravilloso lugar. Al cruzar, es como atravesar un umbral invisible. El ruido urbano se suaviza, reem