CAPÍTULO 8

Siento que me duele la cara por mantener mi sonrisa. Sorbo de mi segunda copa de la noche porque la necesito y porque me sale del mismo asunto.

Alexander se ha disculpado para ir al reservado, dejándome con mi copa de champán y el ruido amortiguado de las conversaciones, como un oleaje elegante que voy y vengo en medio de las miradas curiosas. La mayoría de los asistentes me miran como si yo fuera un error de software en un sistema perfecto. Me acerco a la pintura central de la sala, aquella de la que todos hablan: una pieza monumental de un artista contemporáneo cuyo nombre, en ciertos círculos, se pronuncia casi en susurros y que se cuesta mucho dinero.

El lienzo es un estallido. No hay armonía, sino un combate entre colores y formas, como si cada trazo hubiera sido arrancado de un dolor profundo. Me quedo inmóvil, sintiéndome atrapada.

—Es imposible mirarla y quedarse indiferente —comenta una voz grave a mi lado.

Me giro para ver a un hombre de cabello gris perfectamente peinado, t
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