El sol ya está alto cuando me instalo en la terraza después del desayuno. Necesito silencio, aire fresco y un poco de distancia del torbellino en el que se ha convertido mi vida desde que crucé esa puerta apenas hace unas horas. Tengo toda la ciudad extendiéndose frente a mí, y debo admitir que ayuda de cierta manera a inspirarse. Cierro los ojos y respiro hondo, intentando anclarme a algo, a cualquier cosa que me devuelva a mí misma.
Dibujo con la mirada los contornos del horizonte, como si mi mente necesitara agarrarse a líneas firmes para no desmoronarse. Fue entonces cuando, sin pensarlo demasiado, tomé el carboncillo y empecé a trazar. Mis dedos se mueven casi solos, sobre el papel áspero, como buscando un lenguaje que las palabras habían dejado de ofrecerme.
El primer trazo es inseguro, torpe; pero pronto las líneas se vuelven más firmes. Forman sombras, curvas, perfiles que no termino de entender, pero que parecen sacarme peso del pecho. El negro del carboncillo mancha mis dedo