Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol ya está alto cuando me instalo en la terraza después del desayuno. Necesito silencio, aire fresco y un poco de distancia del torbellino en el que se ha convertido mi vida desde que crucé esa puerta apenas hace unas horas. Tengo toda la ciudad extendiéndose frente a mí, y debo admitir que ayuda de cierta manera a inspirarse. Cierro los ojos y respiro hondo, intentando anclarme a algo, a cualquier cosa que me devuelva a mí misma.
Dibujo con la mirada los contornos del horizonte, como si mi mente necesitara agarrarse a líneas firmes para no desmoronarse. Fue entonces cuando, sin pensarlo demasiado, tomé el carboncillo y empecé a trazar. Mis dedos se mueven casi solos, sobre el papel áspero, como buscando un lenguaje que las palabras habían dejado de ofrecerme.
El primer trazo es inseguro, torpe; pero pronto las líneas se vuelven más firmes. Forman sombras, curvas, perfiles que no termino de entender, pero que parecen sacarme peso del pecho. El negro del carboncillo mancha mis dedos, y esa sensación áspera, polvorienta, me tranquiliza. Me pierdo en el sonido sordo de la fricción entre el papel y la barra de carbón, en el olor leve que evoca una ciudad como Nueva York.
No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que, por un instante, siento calma. Una calma peligrosa, como si mi mente supiera que todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Entonces suena el móvil. Lo miro, y mi estómago se encoge un poco cuando veo el nombre en la pantalla.
Alexander.
Lo tomo porque debe ser algo sobre esta noche.
—¿Sí? —mi voz suena firme y al mismo tiempo curiosa.
—Ve al panel de seguridad. —Su tono es frío, cortante, como acero—. Usa la tarjeta de acceso que dejé en la entrada. Hay un código anotado junto a ella. Actívalo para dar acceso al equipo que está por llegar. Te prepararán para esta noche. Aprende el código y rompe el papel.
No hay espacio para preguntas. Ni siquiera para una réplica sarcástica. Cuelga. Así, seco, como si yo fuera un soldado y él el general que dicta órdenes. Me quedo mirando el móvil un segundo más, con el corazón latiéndome en las sienes. Luego, sin poder evitarlo, bufo y alejo el aparato de mi oreja.
—Por supuesto que sí, cyborg… —murmuro con una sonrisa torcida, como quien escupe veneno en voz baja.
Respiro hondo y me pongo de pie. El carboncillo rueda por la silla y dejo una mancha negra como un presagio. Camino hasta el vestíbulo, mis pasos resuenan sobre el mármol blanco. Cada sonido es un eco que me recuerda que estoy sola en un lugar que no me pertenece, obedeciendo ahora a un hombre que parece mover hilos invisibles sobre mi vida.
Ahí está el panel incrustado en la pared, junto a la puerta principal. Y junto a él, una pequeña repisa con la tarjeta de acceso y un papel doblado. Tomo ambos. La tarjeta es rígida, fría al tacto, y el papel, áspero, lleva unos números escritos con trazos elegantes.
Me inclino hacia la pantalla del panel, que despierta al contacto con mi dedo. Introduzco la tarjeta: un pitido seco, luz verde. Después, marco el código con dedos que tiemblan más de lo que admito debido a los nervios. Cuando el sistema emite un clic mecánico, sé que el elevador va a descender para traer... ¿A quién? ¿A qué?
—Solo falta que pida acceso de sangre —masculló entre dientes, apoyándome un segundo contra la pared.
Respiro. Una, dos veces. Minutos después, el sonido grave del ascensor me anuncia que ya no hay vuelta atrás. La puerta se abre, y el contraste me golpea como una bofetada. Una mujer elegante, de mediana edad, impecable, rodeada de dos chicas y un hombre que parecen una procesión de estilistas sacados de una película. Vienen cargados con maletas rígidas, percheros portátiles, cajas que tintinean con objetos metálicos. Todo tan meticuloso que me da escalofríos.
La mujer da un paso al frente y sonríe con cortesía calculada mientras me estudia.
—Señorita Nicole, ¿verdad? Soy Claire Fontaine. —Claire Fontaine. «Vaya nombre compuesto», pienso, intentando que no se me note la mueca. Su voz es suave, con un acento francés apenas perceptible, de esos que parecen envolver, pero esconden filo. —El señor Black me pidió que me encargara de todo —continúa—. Ellos son mi equipo. Tenemos varias horas de trabajo, así que sería ideal comenzar de inmediato.
—Por supuesto —contestó, porque no hay mucho más que decir. Que comience la transformación, pienso con un nudo en el estómago.
Los guio hasta mi habitación, que en cuestión de minutos deja de parecer la que ocupé anoche. Los percheros se despliegan como alas metálicas y comienzan a colgar vestidos que parecen sacados de revistas. Satén, seda y terciopelo. Tonos rojos, negros, marfil. Algunos con bordados que parecen joyas. Otros tan simples que resultan intimidantes.
El hombre, con un moño perfecto y manos delicadas, organiza su arsenal sobre la cómoda: brochas de todos los tamaños, paletas interminables de colores, secadores que parecen armas futuristas, rizadores y planchas que brillan como instrumentos quirúrgicos. El olor a laca empieza a invadir el aire, mezclándose con perfumes dulzones y algo metálico que no identifico.
Me siento en el borde de la cama, con la sensación de que estoy a punto de entrar en una cámara de tortura. Yo, que apenas y me peinaba más allá de lo básico, ahora rodeada de gente que habla en clave. Como; tonos cálidos, cortes evasé, volúmenes, iluminadores. Un idioma que no entiendo y que, francamente, me da miedo.
—Empecemos con las pruebas de vestuario —anuncia Claire, con un gesto elegante que no admite discusión.
Y ahí empieza mi odisea personal. Vestidos, más vestidos. Cierres que no suben, escotes que me hacen sentir desnuda, telas frías resbalando por mi piel. Cada cambio es un recordatorio de lo vulnerable que estoy ahora mismo. Las dos chicas me mueven como si fuera una muñeca, alzan mis brazos, ajustan tiras y murmuran entre ellas. Hasta que aparece ese vestido. Rojo. Un rojo profundo, como vino derramado, corte sirena, lleno de pedrería, ajustado en todas las curvas que yo prefiero ocultar, con tirantes finos y un escote en forma de corazón que me deja sin aliento.
Cuando me veo en el espejo, no me reconozco. No soy yo. Es alguien peligrosa, alguien que puede incendiar una habitación con solo entrar. Y eso, lejos de darme seguridad, me da vértigo.
—Perfecto —dice Claire, sonriendo como quien contempla una obra terminada.
Una de las chicas se acerca con unas sandalias altas, sexis e imposibles. Las miro como si fueran instrumentos de tortura medieval.
—No tengo experiencia con esto —advierto, medio en broma, medio rogando que me perdonen.
Claire arqueó una ceja.
¿Qué? Soy team de tenis o, converse. «Se corre más rápido con ellos para llegar a la parada del autobús o el metro».
—Tienes unas horas para aprender. Confío en que lo lograrás.
Lo que me faltaba. Ahora, además de todo, la posibilidad de romperme la crisma o quedar mellada flota sobre mi cabeza como una nube negra.
Me río, pero sin ganas. Y mientras el hombre se acerca con una mascarilla y una sonrisa tranquilizadora —que solo consigue ponerme más nerviosa—, sé que estoy a punto de perder otra parte de mí misma.
Porque lo que viene ahora no es solo maquillaje. Es una armadura, una máscara y yo no sé si quiero, o si puedo quitármela después.







