NUEVA YORK.
POV. ALEXANDER BLACK.
Estoy sentado en la cabecera de la mesa, esa punta que parece una trinchera más que un asiento. El mármol negro pulido refleja la luz fría de los paneles LED que cuelgan sobre nosotros. Mi respiración es lenta, pero el peso de lo que está en juego me aplasta el pecho como una losa invisible. Millones. No una cifra abstracta, no. Millones que pueden significar la consolidación definitiva de BlakeTech como el imperio tecnológico que siempre imaginé construir, o… el principio del fin.
Ante mí, Tiffany, mi mejor carta bajo la manga, proyecta diapositivas sobre la pared principal. Sus manos se mueven con la precisión, acompañando cada punto clave como si estuviera coreografiando el futuro. Ella sabe lo que hace; la he entrenado para esto, y aun así, no podía evitar sentir esa ansiedad subterránea que me quemaba por dentro.
A mi derecha, Kemal Kara. Medio siglo contenido en un traje hecho a medida, con la sobriedad turca marcada en la mirada. Tiene esos ojos... no, no son simples ojos. Son pozos oscuros y profundos, con el brillo de alguien que ha visto demasiado y que, aun así, no está dispuesto a ceder ni un centímetro.
—Como puede observar, —dice Tiffany con voz segura—, la integración de nuestro software en las cadenas de suministro no solo optimiza la trazabilidad, sino que permite que la experiencia del cliente se personalice a niveles nunca antes vistos. La sinergia entre moda y tecnología será el nuevo estándar. Y BlakeTech puede hacerlo posible.
Yo no aparto la mirada de Kemal. No porque dudara de Tiffany, sino porque en esos minutos, el hombre que tengo al lado representa más que un potencial cliente. Es una puerta. Una que debe abrirse, aunque tenga que romperme los huesos contra ella.
—Nuestra tecnología optimiza el corte de telas para reducir desperdicio, y utiliza visión artificial para detectar defectos invisibles al ojo humano. Incluso predice fallas en maquinaria antes de que ocurran. Menos paradas, menos costos —continua y luego de varios minutos de tensión finaliza la presentación. Deja la tablet, levanta la vista y sonríe.
Kemal asiente lentamente, como degustando cada palabra. No dice nada. No interrumpe. Y eso es peor. Porque un hombre que escucha demasiado siempre está calculando. Y cuando finalmente habla, su voz es un disparo suave, un cuchillo sin filo que, sin embargo, corta igual.
—Muy buena presentación —dice, y por un instante, siento el aire aligerarse, hasta que añade—, pero creo que falta algo.
Ese “algo” queda flotando en la sala como humo espeso. Tiffany gira el rostro hacia mí, buscando en mis ojos una confirmación, una guía. Yo simplemente entrelazo las manos sobre la mesa y clavo la mirada en Kemal.
—¿Falta algo? —repito, fingiendo curiosidad, cuando en realidad lo que quiero es arrancarle la respuesta, obligarlo a soltar la presa.
Kemal deja el vaso en la mesa, despacio, como si cada movimiento forma parte de un ritual. Luego se gira hacia mí. Su expresión es serena, pero sus palabras... sus palabras son dinamitas.
—Para mí, Alexander, la familia lo es todo —dijo, sin parpadear—. Estoy acostumbrado a hacer negocios con personas que tienen algo que perder. Alguien por quien luchar. Alguien que los mantenga despiertos cuando las cosas se ponen feas. Es decir, hombres comprometidos con los valores familiares
¿Qué m****a tiene que ver eso con el jodido negocio? Evito resoplar.
El silencio en la sala es brutal. Tiffany contiene el aire, lo siento. Yo no reacciono. No puedo darme ese lujo. Su frase resuena en mi mente como un eco que no se disipa.
—Le aseguro —respondo al fin, con la voz controlada, fría, pero con esa capa de acero que aprendí a forjar a lo largo de los años— que soy de fiar. No solo porque tengo una de las mejores empresas tecnológicas del país, sino de todo el hemisferio.
Kemal sonríe, pero no es una sonrisa amable. Es una sonrisa que evalúa, que disecciona.
—¿Tiene una familia unida? —Lanza la pregunta que me atraviesa como una bala.
Un segundo. Eso dura la pausa. Pero dentro de mí, es un derrumbe. Imágenes veloces de mis elegantes padres gritándose y lanzándose objetos mientras se maldicen no son una escena muy alegre para compartir. Sí, tengo familia... pero ni siquiera pueden estar en la misma habitación sin querer matarse.
—Sí —miento sin pestañear.
—¿Esposa? ¿Novia?
¡No me jodas!
Siento la mirada de Tiffany perforando mi costado. No lo digas, grita su expresión. Pero yo ya estoy en caída libre, y no había red que me salvase.
—Sí —repito. Otra mentira, otra capa de la máscara que me sostiene frente a este hombre que huele la debilidad como un depredador.
Y yo no soy presa, sino cazador. Así que no me amilano. Kemal sonríe de nuevo. Esta vez, sus ojos brillaron con algo distinto: satisfacción.
—Entonces me encantará conocer a su familia en el cóctel de bienvenida.
Sonrío de manera falsa.
—Mis padres no están en el país ahora mismo, pero estaré encantada de ir con mi prometida.
Nos levantamos y él parece satisfecho con mi respuesta. Aprieto su mano con firmeza, y por dentro mi mente ya está buscando salidas, estrategias. Menos excusas. Eso no está en mi vocabulario. Tiffany se despide con cortesía impecable, pero apenas la puerta se cierra tras él; explota.
—¿¡Estás loco!? —su voz se quiebra en incredulidad—. ¡Tus padres se odian! ¡No tienes prometida!
Camino hasta la ventana, necesitando aire, aunque estuviera sellada. Las luces de la ciudad de Nueva York parpadean a lo lejos.
—La voy a tener —asevero, sin girarme.
—Alexander… —su tono ahora es un hilo de súplica—. Esto no es una idea brillante, esto es una bomba.
Me giro entonces, y la miro con algo que ni yo mismo sé definir. Determinación. Furia. Ambición. Todo mezclado en un cóctel tóxico que me recorre las venas.
—No soy un loco, Tiffany —digo despacio, cada palabra cargada de acero—. Soy un hombre con una meta. Y la voy a cumplir.
Ella niega con la cabeza, llevándose una mano a la frente, como si quisiera arrancarse el pensamiento de lo que acababa de escuchar. Yo solo sonrío, una sonrisa que no me gusta, pero que no puedo detener. Porque lo sé. He cruzado una línea y no pienso volver atrás.
POV. NICOLE FIELD.
La vida es cuestión de equilibrio.
Lo pienso justo antes de tropezar con mi propio pie y derramar un vaso de café caliente sobre el traje, manchando la camisa blanca —carísima, evidentemente— del hombre más intimidante que he visto en mi vida.
Pero retrocedamos un poco.
Eran las ocho con cincuenta y siete de la mañana. La lluvia amenazaba con caer, el cielo estaba tan gris como mi cuenta bancaria, y yo iba tarde. Otra vez. Para variar. La maldita alarma de mi celular decidió morir en medio de la noche, y como siempre.
Ahora corro como loca y con una mano sostengo un portafolio con bocetos y postales que pienso vender más tarde en una feria artesanal. Con la otra, trato de mantener el equilibrio de un café grande —sin tapa, porque la máquina se la tragó— mientras corro por la acera de la Quinta Avenida como alma que lleva el diablo.
Llevo los audífonos puestos, la bufanda mal enrollada, y una sensación persistente de que el mundo me iba ganando la carrera.
Y entonces sucede.
Doblo la esquina con más velocidad de la debida porque ahí está el lugar donde trabajo medio tiempo y choco contra algo —alguien— sólido, inmóvil, como una estatua de mármol.
El impacto es seco. El café vuela y yo también. Bueno, casi.
—¡Ay, no! ¡No, no, no! —jadeo, viendo cómo la mancha marrón se extiende como una plaga sobre la impecable camisa blanca de aquel hombre.
Él me mira como si acabara de patearle a su perro. O asesinar a su madre. O ambas cosas.
—¿Está usted ciega o simplemente es torpe? —espeta con voz baja, gélida y más peligrosa que si hubiese gritado.
—¡Lo siento! ¡De verdad! Fue un accidente, venía corriendo y no lo vi—. Me agacho, sacando servilletas del bolsillo del abrigo, pero lo único que logro es empeorar el desastre. La tinta de una postal mancha mis dedos, y una gota cae sobre su abrigo. Perfecto. Estoy oficialmente en el infierno.
—No toque nada más —espeta él, apartando mi mano con un movimiento seco.
Y es entonces cuando lo veo bien.
Alto, impecable con traje negro, corbata gris oscuro, mandíbula firme, cabello peinado con una precisión quirúrgica. Y unos ojos verdes y fríos.
Es una especie de villano sexy de telenovela… pero sin el encanto.
—Le pagaré la limpieza. Lo juro. Solo que… no tengo dinero ahora mismo. Pero puedo—. Me callo. ¿Qué podía ofrecerle? ¿Un dibujo a cambio de su camisa de diseñador? ¿Una taza de café nuevo como compensación por mi existencia?
Él suelta una exhalación leve, como si estuviera haciendo un esfuerzo titánico por no perder la paciencia. Y entonces aparece Mei-yin, que de bella solo tiene el nombre.
—¡Estás tarde otra vez! ¡Apresúrate o te descontaré las horas de trabajo y ahora, si no tendrás cómo pagar tu departamento! ¡Terminarás en la puta calle! —grita, haciéndome enrojecer frente al desconocido. — ¡Eres un desastre! —Con eso entra nuevamente a la tienda de suministros y me quedo ahí apenada.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta con frialdad luego de unos segundos.
—Nicole. Nicole Field.
Saca su celular. Toca un par de veces la pantalla, pero no dice una palabra. Por un momento pienso que va a llamar a la policía, a un abogado o a una compañía de exterminio para deshacerse de mí.
Pero no.
—Nicole Field —repite él, como si estuviera saboreando algo desagradable. Luego me mira con más detenimiento. Los ojos bajan de mi cara a mi ropa, mi bolso deshilachado, mis zapatos viejos. Y entonces ocurre algo extraño, estoy a nada de sacar mi gas pimienta cuando sonríe.
O algo parecido a una sonrisa. Fue más una línea torcida, peligrosa, que me hizo desear retroceder un paso.
—¿Tiene algo que hacer esta tarde, aparte de que te griten?
—¿Qué? —parpadeo, confundida.
—Te haré una propuesta —dijo—. Una oferta, digamos. Pero necesito saber si puede dedicarme un par de horas.
—¿Es usted un acosador elegante o solo un loco funcional?
—Ninguna de las dos —espeta, revisando su reloj de pulsera, que probablemente vale más que mi alquiler anual—. Le pagaré por su tiempo. Mil dólares por hora.
Me río. Literalmente me echo a reír en su cara. Porque eso no es real. Nadie ofrece esa cantidad de dinero por una conversación. A menos que...
—¿Es usted parte de un experimento social? ¿Una cámara oculta? Porque si lo soy, me reservo el derecho a mi imagen.
—Señorita Field —me interrumpe con una paciencia entrenada—, soy Alexander Blake. CEO de BlakeTech. No necesito cámaras ocultas. Necesito… una prometida.
El mundo se detiene. Las palabras flotan entre nosotros como burbujas. Yo parpadeo varias veces.
—¿Perdón?
—Una prometida —repite él como si fuera lo más normal del mundo—. Falsa, por supuesto. Por unas semanas. Tengo una reunión crucial esta semana y necesito parecer... comprometido emocionalmente. Mi cliente apuesta más a un perfil más “humano”, eso facilitaría la firma de un contrato importante. Y usted —me señala con un gesto leve, como si yo fuera una taza rota en una vitrina— acaba de derramarme café encima en público. Es perfecta.
—¿Está diciendo que me contrata para fingir ser su prometida durante no sé cuánto tiempo, a cambio de mil dólares la hora?
—No serían mil exactamente. Le hablo de una buena suma de dinero. Firmaríamos un contrato. Por supuesto, todo legal. Solo apariencias. Cenas. Fotografías. Sonrisas. Lo usual.
Tengo que apoyarme contra un poste. O me estoy desmayando, o el universo me está jugando, la broma más elaborada de la historia.
—¿Y por qué yo?
—Porque no tiene nada que perder —replica con un encogimiento de hombros—. Y porque no tendría ningún incentivo para enamorarse de mí.
Me río otra vez. Esta vez por nervios.
—¿Y si le digo que no?
—Entonces entré a su trabajo, con el café derramado y las deudas intactas.
Trago saliva.
Era una locura. Una completa locura. Pero las facturas no se pagaban con integridad. Y algo en su mirada me dice que esta es mi única oportunidad de salir del pozo donde me he acostumbrado a vivir.
—¿Dónde firmo?