POV. Alexander.
Hay una línea muy delgada entre la eficiencia y la locura. Bueno, hoy la crucé y debo admitir que lo hice con gusto y consiente en que me meto, pero nada ni nadie me va a apartar de mi camino. Estoy sentado en mi oficina, observándola firmar el contrato con manos temblorosas, y me pregunto —por primera vez en años— si estoy cometiendo un error. Un error calculado, sí, pero error al fin.
Nicole Field.
Cabello rebelde con tonos violetas, mirada encendida, ropa salpicada de tinta y una actitud que no encaja en ninguna categoría del manual corporativo. Es, en pocas palabras, lo opuesto a todo lo que considero funcional.
Y por eso mismo la elegí.
Necesito una mujer que no parezca una actriz ensayada ni una modelo contratada. Una que no viniera de mi mundo ni quisiera quedarse en él. Necesito realismo, caos controlado, autenticidad espontánea. Y esta mujer me arrojó café en el pecho, como si el universo la hubiera enviado a complicarme la vida. «Perfecta». Cuando firmó el contrato, no mostró miedo. Mostró dignidad, orgullo herido, y una pizca de resignación que me resultó… perturbadoramente familiar. La mayoría habría titubeado. Ella no. La mayoría habría preguntado por cláusulas de intimidad, beneficios adicionales, seguros. Ella solo preguntó por qué ella. Buena pregunta. Mala respuesta.
Y podría haberle dado varias respuestas como: Porque no tienes nada que perder. Porque no quiero que esto parezca planeado. Porque no quiero involucrarme emocionalmente, y tú pareces inmunizada contra los hombres como yo.
—Supongo que no tiene un novio esperando por usted, ya que lo último que deseo es lidiar con alguien que no tiene nada que ver en este acuerdo.
—No, no soy estúpida y si tuviera pareja no habría aceptado —replica y puedo escuchar sus dientes rechinar.
—La ambición es tentadora y ciega a las personas. —Me encojo de hombros porque realmente me importan tres kilómetros de verga. Solo no quiero complicaciones. Ignoro su mirada y continuo. —Le recomiendo que vaya a su departamento y recoja sus cosas para la mudanza de esta noche, y cuando hablo de mudanza me refiero a sus objetos más personales. Del resto yo me ocupo —digo, cerrando la carpeta con un chasquido.
Ella frunce el ceño, una reacción inmediata, casi infantil.
—¿No cree que está siendo un poco dictador?
—Lo soy. Solo que bien vestido.
Se ríe, aunque no sé si por nervios o por rabia.
Es atractiva, sin duda. No en el sentido estandarizado. No es simétrica ni refinada, mucho menos medidamente sensual. Necesita un cambio de imagen de inmediato. Pero tiene una intensidad rara. Una presencia es como si todo en ella gritara: estoy viva, maldita sea, y no pienso disculparme por ello. No recuerdo la última vez que alguien me descolocó sin siquiera intentarlo. Y a pesar del escrutinio de Tiffany, ella mantuvo la cabeza erguida y es lo que necesitó. Alguien que se plante a mi lado o al menos lo intente.
Cierro el contrato, reviso el reloj y tomo la extensión.
—Necesito que Brown venga a mi oficina —espeto cuando me responde la asistente de mi abogado en el departamento legal para que validen las cláusulas.
Cuelgo y la señorita Field me observaba como si yo fuera una criatura extraterrestre. No la culpo.
—¿Siempre habla así? —pregunta.
—¿Así cómo?
—Como si estuviera dando órdenes, incluso cuando respira.
—¿Le molesta?
—No. Solo me intriga cómo no lo han golpeado antes.
—Lo han intentado —respondo con indiferencia—. No les fue bien.
No quiero que se sienta cómoda. La comodidad genera vínculos. Y los vínculos… complican las cosas. Este acuerdo tiene un único propósito: cerrar la negociación con la familia Kara, empresario conservador que valora la “estabilidad personal” casi tanto como los márgenes de ganancia. Para él, un hombre soltero es inestable. Un hombre comprometido es confiable.
Detesto fingir. Pero detesto más perder. Así que bien puedo fingir con ella. Le tiendo una hoja donde ella escribe sus datos personales. Cuando termina, Nicole se pone de pie, llamo rápidamente a Elías, mi jefe de seguridad que entra.
—Elías, lleva a la señorita a su casa. —La miro a ella que. —Voy a pasarme esta noche por ti, así que puedes organizar todo con calma. —Antes de que diga algo, regreso mi atención a Elías—. Has que preparen una tarjeta de acceso a mi residencia.
—Por supuesto, señor Black. ¿Algo más que desee?
—Eso es todo. Nos vemos, señorita Field.
—Nicole, si no es mucho pedir, prefiero que me llame Nicole. —Con eso sale de la oficina y la deja impregnada de un leve olor a café, tinta… y algo que no puedo clasificar.
Caos.
Vuelvo a sentarme, abro mi laptop y reanudo el trabajo durante exactamente doce minutos. Luego reviso las cámaras del lobby, solo para asegurarme de que ha salido del edificio sin inconvenientes. No porque me importe. Si no porque este trato debe empezar y terminar sin fisuras. O eso me repetí mientras la veo mirar a Elías con una mezcla de recelo y desconfianza. No confiaba en nadie. Perfecto y es justo lo que necesito.
Frialdad.
Distancia.
Límites claros.
Las emociones son débiles. Eso lo aprendí a los nueve años, cuando me di cuenta de que mi madre eligió a mi padre, un hombre que la amaba más de lo que la respetaba. Lo supe a los catorce cuando entendí que su matrimonio que se volvió un infierno, pero el cual ninguno quería terminar por el que dirán y el dinero que perderían si había una demanda de uno contra otro durante el divorcio y finalmente confirmé que las emociones son débiles a los dieciocho, cuando decidí que lo único que valía la pena en esta vida es el control.
Las personas fracasan cuando sienten demasiado. Yo no siento. Yo calculo.
Y eso me ha llevado exactamente a donde estoy sin necesidad del apoyo financiero de mis padres: el piso setenta y dos, mi empresa valorada en nueve cifras, una oficina que parece sacada de un anuncio de revista, y un equipo de relaciones públicas que siempre insisten en que debo "humanizar" mi imagen para cerrar mis tratos.
—Necesitan ver que no eres un robot —me dijo Lisa, mi jefa de imagen, hace una semana mientras revisábamos los borradores del contrato para Kara—. Algo cálido. Cercano. Alguien que parezca capaz de amar.
Amar. ¡Qué palabra tan inútil! Entonces vino el día de la presentación y todo se fue al carajo, pero en medio de todo surgió la idea: una prometida. Algo temporal, estratégico y controlado. No contaba con que esa prometida terminaría derramando café caliente sobre mi camisa en plena Quinta Avenida, vestida como una rebelde sin causa, con un bolso manchado de pintura y papeles doblados, pero cuando escuche a la mujer hablarle supe que la suerte la había arrojado sobre mí. Literal y reconozco las oportunidades y ella lo es.
Nicole Field. El caos con piernas, la variable que no vi venir, pero que es la oportunidad de obtener lo que quiero.
Firmó sin vacilar. No por ingenuidad —aunque algo de eso hay en su forma de mirar el mundo—, sino porque lo poco que escuche y percibí la vida no le ha dado muchas alternativas. Pude verlo en sus manos manchadas de tinta, en la forma en que contaba mentalmente los ceros de la cifra antes de firmar y los planes que de seguro ya ha hecho con el dinero que puede obtener en este negocio.
No le vendí un contrato. Le vendí libertad financiera.
Un golpe en la puerta llama mi atención y aparece mi abogado, Logan Brown.
—Lleva esto y legalízalo, luego necesito una copia —anuncio tendiéndole al hombre de mediana edad la carpeta negra. —Lo necesito para el final de la tarde.
—Perfecto, así será. Permiso.
Hago un gesto con la mano y él sale. Todos saben que soy preciso y conciso con mis órdenes y me gusta la efectividad.
Así que paso el resto del día revisando las nuevas actualizaciones en nuestros programas y las propuestas de mis ingenieros para llevar a otro nivel a algunos. Mi empresa no solo vende tecnología, vende comodidad que hoy en día ya poseen desde empresas, condominios de lujo, y hoteles. He hecho de Blaketech un imperio tecnológico y Kemal Kara es mi próximo objetivo.
Cuando anochece, recojo mi móvil y salgo de mi oficina que ya está solitaria. Bajo al vestíbulo y subo a la parte trasera de la limusina.
—Elías te dio la dirección de la señora Field, ¿cierto?
—Así es, señor —responde Franklin en tono solemne. —Aunque si me lo permite, considero que deberías ser rápidos porque la zona no es segura. «Puedo imaginarlo». Franklin me tiene una tarjeta. —Este es el número que me dio Elías.
—Bien, vamos por ella —ordeno. Él cierra la puerta y se pone frente al volante mientras escribo un mensaje rápido para avisarle a Nicole Field que voy en camino y que espero que esté lista.
Nicole está de pie en la acera frente a un edifico de departamentos en East Harlem. Ahora lleva unos simples vaqueros y camiseta blanca. Su cabello está en una coleta y su rostro no tiene una pisca de maquillaje. A su lado tiene una maleta mediana, un caballete y un bolso mediano. Franklin baja y rápidamente mete sus cosas en el maletero. Segundos después ella sube tomando asiento frente a mí.
—Buenas noches —murmura y solo le hago un gesto con la cabeza que la hace rodar los ojos.
Ahora está sentada frente a mí en la limusina, rumbo a mi casa, observando por la ventana como si cada edificio fuese una nave espacial.
—¿Siempre hay tanto silencio cuando viaja? —pregunta sin mirarme.
—No me gusta hablar por hablar.
—¿Y qué tipo de hablar le gusta? ¿El que viene con cláusulas y términos en letra pequeña?
—Exactamente ese.
Ella suspira, exageradamente.
—Bien. Pues prepárese, Blake. Porque voy a hablar mucho, no sé callarme. Y me gustan las ventanas abiertas, el pan con mermelada a medianoche. Así que ya puede ir ajustando sus... términos.
La miro de reojo. Tiene una energía errática. Como una chispa a punto de incendiar algo. El tipo de mujer que siempre he evitado.
Y ahora va a vivir conmigo. Cuando llegamos, sus ojos se abren como platos al darse cuenta de dónde vivo. Bajamos de la limusina, Franklin y ella toman sus cosas para después seguirme hacia el elevador. Cuando las puertas se cierran, activo el mismo con mi tarjeta de seguridad y ascendemos. Mi departamento está frente a Columbus Circle, en lo alto de Central Park, en el piso setenta y cinco, rodeado de una espectacular vista, tiendas de ropa, perfumería, joyerías y un sinfín de cosas a la mano.
Mi casa no está pensada para compartir. Es moderna, minimalista y funcional. Cada cosa tiene un lugar. No hay fotos, desorden, ni hay rastros de nadie más que yo. Cuando entramos, sus ojos se abren como si acabara de aterrizar en otro planeta. Franklin deja sus cosas junto al elevador
—Buenas noches, señor Blake.
—Buenas noches —murmuro cuando este entra de vuelta al elevador antes de que se cierren y descienda.
Observo por unos segundos a Nicole que avanza, viendo todo en silencio. me acerco un poco cuando se detiene en medio del salón y comedor de concepto abierto.
—¿Dónde está tu alma? —dice en voz alta, mirando las paredes blancas y los sillones blancos con toques grises.
—No la incluyo en el diseño interior.
—¿Y tus libros? ¿Tus cosas? ¿Tus recuerdos?
—Todo lo que necesito está en mi cabeza.
—Dios… —se ríe—. Eres un cyborg con tarjeta de crédito.
Le ignoro.
—Ven, te mostraré tu habitación, que esta habitación está al final del pasillo. No entres a la mía. No uses mi baño. No toques mis papeles. Puedes pedir lo que necesites por la aplicación de la cocina inteligente o a Debra, mi ama de llaves, pero ella viene solo un par de días a la semana.
—¿Y qué pasa si quiero hablar contigo?
—No querrás.
—Tienes razón —dice con una sonrisa impertinente—. Solo por curiosidad: ¿estás seguro de que sabes fingir estar enamorado?
La pregunta me golpea, aunque no lo dejo ver.
—No necesito saber fingir. Solo necesito que otros lo crean.
Ella me observa con una expresión extraña. Como si estuviera viéndome por primera vez de verdad.
—¿Alguna vez has estado enamorado?
—No.
—¿Y besado por amor?
—No.
—¿Y tenido una cita sin fines corporativos?
—Eso no existe.
Nicole ríe. Una risa real. Tan fuera de lugar en mi mundo como un incendio en una caja fuerte.
—Vamos a necesitar ensayar, Blake. Mucho. Porque tienes menos encanto que un cactus con corbata.
—Y tú menos filtro que una tormenta de arena —replicó sin pensar.
Ella parpadea, sorprendida. Y, por alguna razón, sonríe. No le teme a mi tono. No se acobarda con mis respuestas.
Debo admitir que es… refrescante y molesto.
Abro la puerta de su habitación con vistas que estoy seguro de que nunca ha experimentado. Ella entra con su bolso aún colgado y el caballete en su mano. No espero que diga algo al respecto y cierro la puerta de la habitación. Me alejo por el pasillo y me sirvo un whisky. Observo la ciudad desde el ventanal, las luces como constelaciones sobre el concreto, tomo aire y lo dejo salir lentamente.
Que inicie el juego.