Erika abrió los ojos. Llevaba un rato sentada en la cama, con la espalda pegada a la pared, los pies descalzos sobre el colchón duro, la oreja acostumbrada ya al lenguaje de ese lugar. Y ese lenguaje, de pronto, había cambiado.
Más pasos.
Más órdenes.
Menos voces.
Algo se movía allá afuera. Algo grande.
Se deslizó hasta la orilla de la cama y bajó al suelo en silencio. El metal frío le mordió las plantas de los pies. Se acercó a la puerta, apoyó la palma en la chapa. Vibraba más fuerte que antes.
Motores alejándose.
Puertas de vehículos cerrándose de golpe.
Gritos cortos en japonés, enfadados y urgentes.
No entendía todas las palabras, pero reconocía el tono: salida masiva. Movilización.
Frunció el ceño.
Eso significaba algo bueno y algo malo al mismo tiempo.
Bueno: menos hombres vigilándola.
Malo: si se estaban movilizando, era porque alguien iba a morir.
Se pegó a la rejilla, como había hecho antes. Esta vez no para escuchar nombres, sino para escuchar silencios.
Donde antes había u