El rugido del jet privado se desvaneció al tocar la pista, como una bestia sometida al fin.
Dentro, el lujo era casi obsceno. Cuero beige, madera brillante, copas de cristal. Todo diseñado para el placer. Pero sobre uno de los sofás, una figura femenina yacía inconsciente. Svetlana. Piel helada. Pulso débil. Belleza quebrada.
Una muñeca de porcelana atrapada en una jaula de oro.
—Ábreme la puerta —ordenó el más corpulento, con voz ronca y mirada muerta. La levantó como si no pesara nada. Ni se inmutó por el roce de su piel contra la suya.
Uno de los hombres le abrió la camioneta negra. Svetlana fue colocada con cuidado falso en el asiento trasero. Como si importara.
La puerta se cerró con un “clac” que selló su destino.
Subieron los demás. Uno al volante, otro al lado. Dos más flanqueándola. El motor rugió suave, como un depredador satisfecho. El vehículo se tragó la carretera, deslizándose como sombra entre sombras.
Nadie hablaba.
Hasta que el aburrimiento venció la tensión.
—Estoy que me muero de hambre —bostezó el copiloto—. ¿Podemos parar un segundo?
El conductor lo fulminó con los ojos.
—¿Por qué no comiste en el jet?
—¿Esa porquería? Hasta la rusa la tiró al suelo.
Intentó reír. Nadie lo siguió. El silencio lo aplastó.
Finalmente, el conductor desvió hacia una tienda iluminada por un letrero en italiano.
—Cinco minutos. No más.
Dos de los hombres bajaron. El otro bufó.
—Rápido. Ya vamos tarde. Tenemos que entregar el paquete.
Pero el “paquete” ya no dormía.
Svetlana despertó en el más absoluto silencio. No abrió los ojos de inmediato. Olfateó cuero. Escuchó motores. Oía italiano.
Estaba en movimiento. Secuestrada. Viva. Aún.
Abrió los ojos. Dos hombres. Una puerta a su lado.
Contó hasta tres.
Y se lanzó.
El clic de la manija sonó como un disparo.
—¡Mierda! —gritó uno de los hombres—. ¡Te dije que activaras los seguros!
Demasiado tarde.
Svetlana rodó al suelo, sintiendo el frío morderle las piernas desnudas. Corrió.
Corrió como si su alma fuera a estallar.
—¡Atrápenla!
El copiloto salió tras ella. Torpe. Pesado. Más atrás, los otros dos hombres aparecieron desde la tienda y se sumaron a la persecución.
Svetlana no miró atrás.
Solo corría.
El paisaje era un abismo de asfalto y bosque. Señales en italiano. Ya no estaba en Rusia. Estaba sola. Sin Dios. Sin patria.
Y sin salvación.
Entonces lo vio. Un bar pequeño. Iluminado. Como un faro en la oscuridad.
Empujó la puerta con todo su cuerpo.
—¡Aiuto! —gritó, ahogada—. Help! Please! Men… chasing me…!
Tres hombres la miraron. Uno se puso de pie. Grande. Tosco. Cara de pocos amigos.
—¿Qué demonios…?
—Please! —suplicó ella—. Hide me!
Uno señaló un mueble sin decir palabra. Svetlana se lanzó hacia él. Se metió detrás. Respiraba como una presa herida.
La puerta se abrió de golpe.
Entraron tres hombres. Armados. El viento entró con ellos, trayendo el olor de la tormenta.
—Entréguennos a la chica —dijo uno, sin rodeos—. No queremos problemas.
El hombre del bar entrecerró los ojos.
—¿Qué chica?
—No juegues. La vimos entrar.
Uno de los clientes bajó la mirada a su mano. Reconoció el anillo. Tragó saliva.
—‘Ndrangheta —susurró al oído de su compañero.
Silencio. Tenso. Letal.
El tercero asintió con la cabeza. Y lo delató.
—Allí.
La arrastraron como a una bestia. Svetlana pataleó, arañó, gritó. Nadie intervino.
Solo miradas torcidas. Silencio cómplice.
El hombre que había intentado salvarla apretó los puños. Las venas en su cuello se marcaron como cicatrices.
No dijo nada.
Pero sus ojos ardían.
Porque a veces el miedo calla.
★★★★★
El cuarto olía a whisky caro, cuero viejo… y rabia contenida.
Dante se dejó caer en el sillón como si todo el peso del infierno le hubiera caído sobre los hombros. Se frotó las sienes. Líder. Una palabra que le quedaba como una corona de espinas.
Un golpe seco en la puerta lo sacó de su tormenta mental. Breve, pero suficiente para tensarlo.
—Soy yo, hijo.
La voz de su madre no traía consuelo. Traía guerra.
Dante se levantó de inmediato. Abrió la puerta. Y ahí estaba ella.
Mirella Bellandi.
Imponente. Fría. Vestida de duelo como una reina destronada… que aún pensaba recuperar el trono.
—¿Qué pasa, madre? —preguntó, fingiendo firmeza.
Ella entró sin pedir permiso. Como siempre.
—Tenemos que hablar.
Dante cerró la puerta sin decir nada más. Cuando Mirella hablaba así, era porque alguien iba a salir herido.
—Es sobre Enzo —disparó ella, sin rodeos.
—¿Qué hay con él? ¿Está bien?
—Él sí. Tú no. Al menos no mientras ese niño siga respirando bajo este techo.
Dante frunció el ceño, con el corazón apretado.
—¿Qué estás diciendo?
—Que tu padre se equivocó al traerlo aquí. Y tú, al conservarlo. Ese niño es una bomba esperando estallar.
—¡Tiene nueve años! —rugió, incrédulo.
—Y es el hijo de Olivia. ¿O ya olvidaste quién es esa mujer? Gianluca está muerto por su culpa. Si no haces algo… tú podrías ser el siguiente.
Dante la miró como si no la reconociera.
—¿Tienes pruebas? ¿O solo estás escupiendo veneno porque no puedes soportar que papá amara a otra?
—Tengo instinto. El mismo que me salvó la vida más de una vez —dijo, imperturbable—. Si no puedes matarlo, al menos aléjalo. Antes de que sea demasiado tarde.
—Es un niño, joder… ¡Mi hermano!
—No es tu hermano. Es una amenaza. Todavía no. Pero lo será.
Dante desvió la mirada. Sus manos temblaban. No por miedo. Por furia. Por asco. Por impotencia.
—No lo haré —dijo finalmente, con voz grave—. No pienso hablar más del tema.
Pero ella no había terminado.
—Entonces hablemos de lo urgente: necesitas un heredero.
Él se echó a reír. Seca. Sin alegría.
—¿Ahora también vas a decidir con quién debo acostarme?
—Quiero asegurarme de que el apellido Bellandi no muera contigo.
Dante ladeó la cabeza. Sonrió con ironía.
—Está Enzo. Él también es un Bellandi… ¿o ya olvidaste?
El rostro de Mirella se transformó. Palideció. Y luego, ardió.
—¡Prefiero que me arranquen el alma antes que ver a ese bastardo tomando las riendas del clan! —bramó, dejando caer cada palabra como una daga—. No vuelvas a insinuar que ese niño tiene derecho a algo.
Dante se quedó en silencio. Aquella frase solo había sido un dardo… pero acababa de clavarse en el único punto débil de su madre.
Ella avanzó hasta él. Sus ojos eran hielo. Su voz, veneno puro.
—Piensa, Dante. Antes de que no te quede nada que proteger. Ni nombre. Ni trono. Ni vida.
Y se marchó. De espaldas, sin volverse. Como hacen los verdugos cuando el castigo ya está dictado.
Dante se quedó solo. El vaso de whisky en su mano temblaba.
Y el eco de sus propias decisiones comenzó a morderle los talones.
★★★★★
El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche. La camioneta negra, blindada y lujosa, se detuvo frente a la entrada principal de la villa Bellandi. Imponente, aislada del mundo, la propiedad se erguía como una fortaleza en medio de tierras salvajes. Un reino de secretos. De traiciones.
Dos hombres bajaron primero, armados hasta los dientes. Sus pasos resonaban con la firmeza de quienes están listos para matar. Tras ellos, Svetlana. Caminaba arrastrada entre otros dos, las muñecas atadas con fuerza, las piernas desnudas temblando por el frío. Su cuerpo apenas cubierto. Su dignidad, desgarrada. Su mente, hecha añicos.
¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no era de la Bratva. Podía sentirlo. Y entonces, ¿quién diablos eran?
—Camina —ordenó uno con una voz tan cortante como el acero.
Svetlana dudó. Pero un empujón brutal la obligó a moverse. La neblina del miedo se espesó a su alrededor. Cada paso era un eco de condena. Pero también contaba. Contaba los rostros. Las salidas. Los pasillos.
Una puerta enorme de madera se abrió con un leve clic. La envolvió un pasillo sombrío, de paredes frías como tumbas. La guiaron hacia una habitación, donde el silencio se hizo más pesado.
Unos pasos resonaron. Desde la penumbra, apareció una mujer. Cincuenta años, tal vez más. Elegante. Fría como el mármol. Sus ojos estaban hechos para juzgar.
—¿Es ella? —preguntó sin emoción.
Los hombres asintieron.
—¿Dónde estoy? ¿Qué quieren de mí? —preguntó Svetlana en ruso, la voz desgarrada.
La mujer no respondió. Solo hizo un gesto, y la empujaron dentro.
La habitación olía a piedra húmeda, a encierro antiguo. Svetlana se mantuvo de pie. Temblorosa. Pero digna.
—¡No me toquen! ¡Súeltenme! —gritó.
La mujer levantó la mano para abofetearla, pero una voz masculina la detuvo.
—Con cuidado, Giulia. No arruines el regalo de nuestro jefe.
Desde el sofá se levantó un hombre alto, ancho de hombros, con la mirada de quien ha dado demasiadas órdenes para que alguien las cuestione. Su voz grave imponía respeto. Miedo.
—Estás en Aspromonte, niña —dijo en inglés, mientras la rodeaba como a una presa.
Su mirada era una cuchilla. Sus ojos, fríos. Cada paso que daba cargaba una amenaza muda.
—Mírame —ordenó.
Svetlana levantó la vista. Y vio algo en él. No era humano. Era otra cosa. Algo más oscuro.
—A partir de ahora, eres propiedad de Dante Bellandi. Harás lo que él diga. Cuando él diga. Como él diga.
Una risa ahogada intentó escapar de su pecho, pero se convirtió en ira. ¿Otro mafioso obsesionado con ella? ¿Qué tenía su maldita vida que atraía psicópatas como moscas a la sangre?
—Yo… no entiendo… ¿Por qué yo?
—No tienes que entender. Solo obedecer —replicó él—. Cada mañana deberías agradecer que nuestro signore te permita respirar.
Svetlana sintió que el piso temblaba bajo sus pies.
—Hoy comienza tu nueva vida —dijo el hombre, con una sonrisa siniestra—. A merced del Don.
—¿Don de qué?
—Del clan Bellandi. De Reggio Calabria.
Svetlana palideció.
—¿La ‘Ndrangheta? —susurró, más para sí que para los demás.
El hombre sonrió.
—Aquí, los que no son leales, son eliminados. Despedazados. Torturados. Y después, olvidados.
—¡No pueden hacerme esto! —gritó, forcejeando.
—Tranquila, piccola. Esto puede ser el paraíso… o el infierno. Tú decides.
—¡Déjenme! ¡No soy un objeto! —escupió entre sollozos.
El hombre se inclinó hacia ella, su aliento caliente como una amenaza.
—Desvístanla. Báñenla. Denle comida. Y prepárenla. Mañana verá a su nuevo amo.
Los guardias la sujetaron con fuerza. Ella se retorció. Luchó. Gritó.
Pero no fue suficiente.
Mientras la arrastraban, la furia comenzó a despertar en su pecho. Fuego bajo la piel.
Tal vez no podía escapar. Aún.
Pero rendirse jamás.