Capítulo 5

Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de  forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.

Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.

El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.

El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.

El mundo pareció detenerse.

Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes habían brillado con burla, ahora estaban llenos de algo más, algo que Svetlana no podía identificar.

—¿Quién eres? —preguntó él, su voz fue más suave esta vez, casi un susurro.

Svetlana no pudo responder. Su mente era un torbellino de miedo y confusión.

Dante, por su parte, estaba maravillado, la reconocía. ¿Pero que hacía ella allí? ¿Como había llegado a Calabria?

Svetlana retrocedió un paso, sus zapatillas crujieron contra el frío mármol del pasillo, poniendo distancia entre ella y el hombre que había emergido de las sombras con la naturalidad de quien pertenece a ellas. La desconfianza brillaba en sus ojos, una mezcla cortante de miedo y desafío.

—¿Quien es usted? —preguntó ella en inglés, su acento extranjero arrastró la frase mientras su voz temblaba, pero mantenía un filo de determinación. Su mirada recorrió al desconocido, buscando en su porte, en la forma en que llevaba el traje ajustado y la pistola al cinto, alguna señal que le revelara si era amigo o enemigo—. Por favor, no me delate.

Dante arqueó una ceja, la expresión en su rostro oscilaba entre la confusión y un tenue destello de curiosidad.

—¿Delatarte? —replicó con una calma peligrosa, sus ojos grises, fríos como el acero, se clavaron en ella con una intensidad que hacía difícil respirar—. ¿Con quién?

—Con esos bastardos que me trajeron aquí —soltó Svetlana de inmediato, aunque una chispa de conciencia pareció iluminar su mente. Sus ojos se entornaron, escudriñándolo con más atención—. Dio mio… —susurró, llevándose una mano temblorosa a los labios—. ¡Tú eres uno de ellos!

Dante ladeó la cabeza, una mueca que podía interpretarse como confusión o simple burla.

—Ese traje caro, esa actitud de dueño del lugar… —continuó ella, señalándolo con el dedo como si hubiera desvelado un secreto macabro—. Debes ser uno de los hombres del capo.

Dante frunció apenas el ceño.

—¿Qué capo?

—¡El que manda aquí! —espetó ella, con los ojos desorbitados por el pánico—. El hombre que controla todo esto. Ese monstruo sin alma que ordenó que me secuestraran. Te lo suplico… por lo que más quieras, ayúdame a escapar.

Sus palabras eran un torrente de desesperación, pero Dante se mantuvo en silencio, su rostro imperturbable como una máscara tallada en piedra, aunque por dentro algo se removía, una incomodidad que no podía ignorar.

—Tengo una hermana pequeña… —continuó Svetlana, dando un paso vacilante hacia él. Sus manos temblorosas se alzaron en un gesto de súplica—. Debe estar asustada, preguntándose dónde estoy.

Dante cerró los ojos por un instante, como si necesitara un respiro para procesar el eco de esas palabras en su propia conciencia.

—¿Por dónde entraste? —preguntó de pronto Svetlana, con la mirada afilada, buscando en las sombras tras él una ruta de escape invisible.

El hombre soltó una exhalación leve, su voz brotó finalmente, cargada de una calma que parecía un insulto al frenesí de ella.

—¿Por qué quieres escapar? —inquirió, con una curiosidad que rozaba la crueldad—. ¿Acaso no te parece encantador este lugar?

Svetlana lo miró como si hubiera perdido la cordura.

—¿Encantador? —repitió, su voz subiendo de tono, desbordada de incredulidad—. ¡Me arrancaron de mi vida, de mi familia, por el capricho de un bastardo despiadado! Dicen que es un monstruo que disfruta del dolor ajeno. Por favor… —su súplica se convirtió en un ruego desgarrador—. Ayúdame.

Dante sintió un nudo en el estómago, una punzada inesperada. ¿Eso era lo que pensaban de él?

—Eso no es verdad —dijo con voz firme y un destello de indignación cruzó su mirada helada.

—¡Claro! —replicó ella con amargura—. Nunca dirías otra cosa. Te costaría la vida.

Él negó con la cabeza, incapaz de comprender la magnitud de sus acusaciones.

—Escucha… —intentó decir, pero Svetlana lo interrumpió con la ferocidad de la desesperación.

—Me dijeron que mató a una chica solo porque lo miró a los ojos.

Dante sintió un golpe seco en el pecho.

—¿Qué? ¿Quién te dijo eso?

—¡No importa! —gritó ella, las lágrimas surcando su rostro pálido—. Solo ayúdame.

La observó en silencio, con los ojos atrapados en el dolor crudo que ella dejaba escapar con cada sollozo. Había algo en Svetlana que lo desarmaba.

Finalmente, dio un paso hacia ella y le tomó las manos, obligándola a ponerse de pie.

—Voy a ayudarte —susurró con una suavidad que contrastaba con la frialdad de su fachada—. No dejaré que nadie te haga daño.

Svetlana lo miró, sus ojos anegados de lágrimas, pero en ellos brilló una chispa de esperanza.

—¿De verdad me ayudarás?

—Sì —respondíó él, asintiendo.

—¿Cómo te llamas?

Dante dudó un segundo antes de responder:

—Gianluca.

Svetlana frunció el ceño y una sombra de escepticismo nubló su expresión.

—¿Debo creerte, Gianluca? ¿Qué ganas con ayudarme?

Dante bajó la mirada, buscando las palabras que pudieran justificar lo que ni él mismo comprendía.

—Porque yo también quiero huir —confesó en un susurro que pareció pesar toneladas.

Svetlana lo miró, boquiabierta por la sorpresa.

—¡Dio mio! ¿También eres un prisionero de ese monstruo?

Dante no respondió. Solo esbozó una sonrisa triste, cargada de significados ocultos.

Andiamo —dijo él finalmente, extendiéndole la mano—. Te mostraré el camino por donde vine.

Svetlana tomó su mano, con la duda latiendo en su corazón, pero también una chispa de esperanza, frágil pero viva.

***

Svetlana avanzaba por el silencioso pasillo de la villa, con sus pasos resonando suavemente contra el mármol frío. El eco parecía burlarse del estruendo de su propio corazón, que latía con fuerza desbocada. Apenas había logrado orientarse entre los laberínticos corredores cuando una figura emergió de las sombras: un hombre de complexión robusta, con el rostro cincelado por la dureza de los años y una mirada helada que destilaba peligro. Llevaba un traje negro impecable, la camisa blanca contrastando con el oscuro brillo de su corbata de seda. Sus ojos, tan fríos como el acero, la diseccionaron con una mezcla de interés y suspicacia.

—¿Qué haces aquí? —su voz grave, cargada de autoridad, resonó como un eco sordo en el pasillo.

Svetlana tragó saliva, obligándose a mantener la compostura, aunque sus piernas amenazaban con fallarle.

—Me trajeron para el jefe —respondíó con un tono firme que desmentía el temblor que sentía por dentro.

El hombre entrecerró los ojos, evaluándola con detenimiento. Finalmente, dejó escapar una risa breve y seca, sin un rastro de calidez.

—Así que tú eres la chica que Fabio mandó a buscar —murmuró, más para sí mismo que para ella, como si estuviera confirmando un pensamiento.

Antes de que Svetlana pudiera replicar, una figura femenina apareció al final del pasillo. Era Giulia, con el ceño fruncido y el andar rápido que delataba su irritación.

—¡Ahí estás! —exclamó, sujetándola del brazo con brusquedad—. ¿Qué parte de "quédate donde te dejé" no entendiste?

Svetlana no se resistió, pero tampoco apartó la mirada del hombre que la había interceptado. Él, sin decir una palabra más, se hizo a un lado, observándola mientras se alejaba.

—No tienes idea del problema que puedes causar si te paseas por aquí —gruñó la mujer mientras la arrastraba por los pasillos, cruzando puertas custodiadas por hombres armados.

Finalmente, llegaron a una habitación iluminada por la tenue luz de una lámpara de cristal. El aire estaba cargado de un aroma denso, una mezcla de tabaco, especias y perfume caro que chocaba con la frialdad del resto de la casa. Dos mujeres vestidas de negro aguardaban dentro, con sus rostros inmutables.

Sin perder tiempo, comenzaron a atenderla. La despojaron de su ropa con una eficacia metódica, sumergiéndola en una bañera de mármol llena de agua tibia y aceites aromáticos. Las manos de las asistentes se movieron con precisión, lavando su cabello, frotando su piel, como si intentaran borrar cualquier rastro de su pasado. Svetlana permanecía inmóvil, su mente atrapada en pensamientos oscuros, imaginando lo que vendría después.

Después del baño, la envolvieron en una bata blanca de seda y la llevaron ante un espejo antiguo. Comenzaron a trabajar en su cabello, peinándolo en ondas suaves que caían con elegancia sobre sus hombros. Luego, aplicaron un maquillaje sutil que resaltaba sus ojos azules y sus labios con un delicado tono rosado.

Cuando terminaron, una de ellas trajo un vestido de seda color coral, ligero como el aire y tan delicado que parecía un susurro. Svetlana lo miró con una mezcla de asombro y temor.

—Póntelo —ordenó una de las mujeres, su voz tan fría como el acero de un cuchillo.

Obedeciendo en silencio, Svetlana dejó que la ayudaran a vestirse. Le entregaron un par de tacones plateados adornados con pequeños cristales que brillaban con la luz cálida de la habitación.

—Sus pies están destrozados —murmuró una de las mujeres al calzarla.

En ese momento, un hombre alto y delgado apareció en la puerta. Su cabello mostraba las primeras canas, pero su porte emanaba una autoridad incuestionable. Era Fabio. Su presencia llenó el espacio, y el silencio se hizo más denso.

—Es bailarina de ballet —comentó con desdén—. Es normal que sus pies estén así.

Una de las asistentes quiso replicar, pero Fabio la fulminó con la mirada, dejándola sin palabras. Luego, se volvió hacia Svetlana, observándola con frialdad, como si evaluara una pieza de arte valiosa.

—Es perfecta —murmuró finalmente, con una mueca de aprobación calculada. Dio media vuelta hacia la puerta—. Que esté lista en diez minutos. Alguien vendrá a buscarla para llevarla ante Dante.

El nombre resonó en la mente de Svetlana como un presagio. Un escalofrío le recorrió la columna.

—¿Quién es él? —susurró cuando Fabio desapareció.

—Ese, niña tonta, es el segundo al mando. La mano derecha del jefe. Más te vale mostrar respeto si no quieres acabar mal.

El corazón de Svetlana latió con más fuerza. Cada segundo la acercaba al monstruo del que tanto había oído hablar. Se quedó en silencio, sintiendo que el aire le pesaba en los pulmones.

Cuando las asistentes terminaron, una de ellas colocó un collar de plata simple alrededor de su cuello.

—Estás lista.

Svetlana se miró en el espejo. La mujer que le devolvía la mirada parecía una extraña: una muñeca hermosa, frágil y atrapada en un mundo que no era el suyo.

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