En los tejados, algunas siluetas en cuclillas, rifles apoyados en los hombros. En la azotea de un almacén, dos francotiradores. En el callejón lateral, un par de vehículos negros con los motores aún tibios.
Todo apuntaba a lo mismo:
Una emboscada.
Desde una ventana en lo alto, Masanori observaba.
El plan, en su cabeza, era sencillo.
Sus propios hombres, obedientes, harían lo que mejor sabían: saturar una calle con fuego antes de que nadie entendiera de dónde venía.
—Masanori-sama.
La voz lo sacó de sus pensamientos.
Uno de sus hombres apareció por la trampilla que comunicaba con la escalera interna. El chico respiraba rápido, no por falta de aire, sino por la urgencia.
—¿Qué? —Masanori no apartó la vista de los prismáticos.
—Hemos detectado movimiento —informó el subordinado—. Están recogiendo cosas dentro. Parece que están abandonando el sitio.
Masanori frunció el ceño.
Ajustó el enfoque de los prismáticos.
A través de una ventana alcanzó a ver siluetas: una mujer alta de cabello cla