Capítulo 4

Dante despertó de golpe, jadeando como si hubiese corrido una maratón. No era un sueño. Era la cruda realidad. Ahí estaba, pesado sobre sus hombros: todo el legado y la maldición de su padre. Vittorio Bellandi. El hombre que había marcado la mafia calabresa con sangre y miedo, pero que ahora solo vivía en sombras que no se desvanecían.

El frío piso lo recibió al levantarse. Descalzo, con el corazón acelerado. No había tiempo para pensar. El traje oscuro que sostuvo parecía un yugo. Lo tomó, se lo puso rápido, ajustó la corbata con un tirón seco, sintiendo la responsabilidad aplastarlo. Sus ojos marrones se cruzaron con los del espejo. Los mismos que los de su padre. Cansados. Decididos. Temerosos.

—Es tu turno, Dante —murmuró, sin pedir ni ordenar.

Caminó hacia la sala de reuniones como quien va al patíbulo. El olor a cuero, tabaco y traiciones lo envolvía. Fabio estaba ahí, firme, silencioso. Se levantó al verlo.

—Señor.

Dante asintió y los demás lo estudiaban. No había respeto, solo juicio frío.

—Siéntense.

El silencio se rompió con el roce de las sillas.

—Ferrara mueve fichas en el puerto —dijo Fabio—. No quise molestar antes, pero…

—Estoy aquí. Dime qué pasa.

Las palabras fluyeron. Nombres, amenazas, movimientos. Dante absorbió todo y ordenó:

—Más vigilancia. No podemos permitirnos fallar.

Fabio asintió.

—Ferrara busca provocarnos. No le demos el gusto.

—No pasará. Lo haremos esperar.

Un silencio tenso, la media sonrisa de Fabio como un pacto silencioso.

—Como diga, señor.

Horas después, Dante se levantó. Pesado, agotado.

—Por ahora, basta. Manténganme informado.

Salió sin esperar respuesta, y el aire fresco le dio una bofetada en la cara. Necesitaba escapar, aunque fuera un instante. Su jardín privado, su único refugio.

La luz del sol le golpeó el rostro. Cálida, una burla frente a la frialdad interna. Caminó lento, las manos en los bolsillos, sin saber si el murmullo del agua y los pájaros lo calmaban o lo hundían más en su soledad.

Y entonces lo vio.

Una mujer trepada a la pared, desafiante.

Sonrió, divertido.

—¿Vas de entrada o de salida? —preguntó.

Ella giró la cabeza, y en sus ojos apareció el pánico. Se soltó, cayendo al vacío, pero Dante reaccionó rápido. La atrapó en el aire. El tiempo se detuvo cuando sus miradas chocaron.

Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

¿Un ángel? ¿Una visión?

—¿Quién eres? —musitó, atrapado.

Solo un instante le bastó para saberlo.

Era ella. Su hada del azúcar.

★★★★★

Unos cuantos minutos antes...

A las nueve en punto, Svetlana estaba sentada en la cocina de la villa Bellandi, frente a un plato que ni siquiera tocaba. Fabio había ordenado que la llevaran a conocer el lugar, para que “se familiarizara”. Pero la casa olía a madera vieja y especias, y para ella era una prisión disfrazada de palacio.

Giulia, la mujer designada para cuidarla, la miraba con desdén, haciendo un gesto para que comiera. Svetlana no se movió. No tenía hambre. La mente le ardía en un torbellino de miedo y rabia. Estaba atrapada en un mundo que no entendía, lejos de todo lo que había amado. Solo quería desaparecer.

Desde un rincón, una joven la observaba con ojos brillantes. Fiorella tenía la misma edad que Svetlana, pero su mirada estaba llena de una mezcla peligrosa: curiosidad y algo parecido a la envidia.

—Fiorella, deja de mirar y ayúdame —gruñó Giulia, sin apartar la vista de la tabla de cortar—. Hoy preparamos un festín para los invitados del signore Dante.

Al oír ese nombre, Fiorella sonrió, casi sin darse cuenta. Había visto crecer a Dante, y en silencio había soñado con él durante años. Ahora, verlo convertido en amo y señor del clan Bellandi despertaba en ella deseos que no se atrevía a pronunciar.

—Deja de soñar despierta y trabaja —le advirtió su madre con voz áspera.

Fiorella peló la zanahoria, pero sus ojos seguían clavados en Svetlana, que seguía sin tocar la comida.

—¿Quién será? —preguntó, más para ella misma que para la madre.

—La trajeron para el signore Dante —respondió Giulia con indiferencia, como quien sabe demasiado y no quiere hablar.

—¿Una puta? —escupió Fiorella con una risa cortante. La mirada fulminante de su madre borró la sonrisa de su rostro.

—Es una rusa, dicen que la comprometieron con Dante —aclaró Giulia, helada.

Fiorella lanzó una mirada venenosa hacia Svetlana.

—¿Por qué traer una extranjera cuando aquí hay tantas italianas hermosas?

Giulia se retiró un instante, dejando una advertencia seca:

—No hagas nada estúpido.

Fiorella ignoró el llamado de su madre y avanzó hacia la mesa donde Svetlana seguía inmóvil, pálida y perdida en sus pensamientos. Cada paso resonó frío en el suelo. Svetlana se tensó, sintiendo el peso de esa mirada que la atravesaba.

—Así que tú eres el nuevo juguete del jefe —dijo Fiorella, sentándose frente a ella con una sonrisa cruel y calculada.

Svetlana la miró, controlando el temblor en su voz.

—¿Quién eres?

Fiorella alzó una ceja, sorprendida por el desafío.

—Fiorella —respondió, apoyando los codos en la mesa, midiendo a su presa con aire de dueña.

Svetlana se removió incómoda, el frío recorriéndole la espalda. No soportaba ese escrutinio. La hostilidad acumulada se encendió en sus palabras.

—No quiero estar aquí. Estoy aquí en contra de mi voluntad.

Fiorella ladeó la cabeza, divertida, con un brillo oscuro en la mirada.

—¿Ya viste al signore?

Svetlana negó con la cabeza, sintiendo una sombra de miedo crecer dentro de ella.

La sonrisa de Fiorella se volvió lenta, maliciosa, como la de un gato con la presa.

—Es complicado —dijo con voz grave—. Cuando lo conozcas, no te asustes. Es despiadado.

Las palabras de Fiorella cortaron el aire como cuchillos, clavándose en el pecho de Svetlana.

—No lo mires a los ojos. Nunca —advirtió Fiorella, meneando la cabeza con falsa compasión—. Ojalá alguien hubiera podido avisarle a la chica que trajeron antes que tú...

Svetlana parpadeó, atrapada entre el miedo y la curiosidad.

—¿A quién? —susurró, acercándose un poco.

Fiorella bajó la voz, como si temiera que el simple sonido fuera un peligro.

—A la anterior. No sabía lo malvado que es. Solo con mirarlo sin permiso, la mandó a matar. En el jardín.

El aire se volvió más denso, casi imposible de respirar. Svetlana tragó saliva, intentando controlar el temblor de sus manos.

—No... —murmuró, negando con la cabeza.

Pero Fiorella no se detuvo. Se inclinó, sus ojos brillando con crueldad.

—Antes, dejó que sus hombres la... “disfrutaran”. ¿Sabes a qué me refiero?

El terror se apoderó de Svetlana. Su cuerpo se tensó, como esperando un golpe. Fiorella se recostó, satisfecha con su efecto.

El suelo pareció ceder bajo sus pies. Su mente buscaba una salida, cualquier esperanza.

—Ayúdame a escapar —rogó, la voz rota por la desesperación.

Fiorella levantó una ceja, fingiendo sorpresa, disfrutando del poder.

—Imposible. Solo puedo decirte esto: no lo mires a la cara, quédate quieta, sin mover un músculo. Quizá así... él no te haga daño.

Hizo una pausa teatral, antes de soltar la sentencia más oscura.

—Le gusta romper jovencitas como tú.

Cada palabra apretaba el nudo en el pecho de Svetlana.

—Por favor... ayúdame —repitió, las lágrimas asomando, la voz quebrada.

Fiorella negó con la cabeza, sonriendo cruel.

—No puedo. Pero si logras salir por aquella puerta —señaló una lateral— y corres rápido, llegarás al jardín. Si burlas a sus hombres, quizá alcances la reja y escapes.

Se levantó con calma, dejando a Svetlana sumida en el caos. Su sonrisa creció. Había disfrutado aquel juego de terror.

Desde la cocina, la madre de Fiorella la miraba con desaprobación. Sabía que su hija podía ser cruel, pero no había tiempo para recriminaciones.

Svetlana quedó sola, el pánico creciendo como un incendio. Cada palabra resonaba en su cabeza. Miró a su alrededor, el corazón desbocado. Su instinto le decía que se quedara quieta, pero la adrenalina ganó.

Sin pensarlo, cruzó el umbral que Fiorella había indicado.

Respiró hondo, buscando coraje. Corrió, lo más rápido que pudo. El aire frío golpeó su rostro, avivando su determinación.

Al llegar al jardín, frenó al ver un guardia.

Se pegó a la pared, respirando rápido. Buscó otra salida. Un sendero entre arbustos apareció. Se deslizó por él, rogando no ser vista.

Llegó a un rincón solitario. El alivio y el miedo se mezclaron. Corrió sin rumbo, buscando una salida.

El jardín era un laberinto, idéntico en cada rincón. La verja que recordaba se desvanecía.

Pero entonces vio un muro de ladrillos.

No era alto. Podía escalarlo.

La esperanza la impulsó. Trepó con agilidad, ignorando el frío que atravesaba su ropa.

Al llegar arriba, saltó al otro lado.

El impacto la tambaleó, pero al alzar la vista quedó sin aliento.

Un jardín mágico la rodeaba.

Rosas rojas vibraban en arbustos perfectos. Una fuente de mármol con un cisne blanco brillaba bajo el sol, que dispersaba destellos de colores como en un sueño.

Por un instante, olvidó el miedo. Amaba los cisnes. Para ella, eran libertad y gracia. Se permitió imaginar que era como ese cisne, libre y elegante, lejos del peligro.

Pero la realidad la golpeó.

Buscó una salida, pero el jardín estaba cerrado, inaccesible.

Suspiró y giró para trepar de nuevo.

Sus manos rozaban la cima cuando una voz profunda la detuvo.

—¿Vas de entrada o de salida?

El tono era burlesco, como un trueno que rompía el silencio del jardín.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP