El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche, anunciando la llegada de la camioneta negra, blindada y lujosa, que se detuvo ante la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad, imponente y aislada, se alzaba en medio de un mar de tierra, un reino de secretos y traiciones.
Más allá de las puertas, la ‘Ndrangheta respiraba en las sombras.
Los primeros en salir fueron dos hombres con abrigos gruesos, armados hasta los dientes, alertas a cualquier movimiento. Tras ellos, Svetlana, rodeada por otros dos, caminaba arrastrada, las manos atadas con fuerza, su cuerpo apenas cubierto por ropas que poco hacían contra el frío cortante del invierno. Su mente aún luchaba por procesar la confusión del momento.
¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no era de la Bratva. Podía sentirlo. Y entonces, ¿quién diablos eran?
—Camina —ordenó una voz grave, tan directa como el filo de un cuchillo.
Svetlana dudó un instante, pero un empujón en su espalda la hizo avanzar. El miedo la envolvía como una neblina densa. Avanzaba entre sombras, arrastrada por aquellos que la rodeaban. Cada paso era una nueva condena, pero también una resistencia silenciosa. Memorizaba cada detalle, cada rincón, como si su supervivencia dependiera de ello.
Frente a ella, una puerta monumental de madera maciza se abrió con un leve clic, y un pasillo sombrío la recibió. Las paredes de piedra pulida eran frías y opresivas, como si la propia casa guardara secretos en cada grieta. La llevaron hasta una habitación. De repente, el eco de unos pasos la hizo sentir más pequeña, más vulnerable. Una mujer de unos cincuenta años apareció. Su mirada de desdén no dejó espacio para dudas.
—¿Es ella? —preguntó la mujer con desdén, y los hombres asintieron, como si todo aquello fuera parte de un plan que ya estaba escrito.
Svetlana, paralizada por el miedo, intentó entender lo que estaba pasando.
—¿Dónde estoy? ¿Qué quieren de mí? —preguntó en ruso, pero su voz temblaba con la desesperación.
La mujer no mostró ni la más mínima emoción. Era como si Svetlana fuera un objeto sin importancia. Un gesto de cabeza y los hombres la empujaron al interior de una nueva habitación.
Dentro, la sensación de opresión creció aún más. Los guardias la mantuvieron de pie, mientras Svetlana se esforzaba por mantener la dignidad. No podía dejar que ellos vieran cómo el miedo la derrotaba por dentro.
—¡No me toquen! ¡Súeltenme! —gritó Svetlana.
La mujer alzó la mano para abofetearla, pero una voz masculina la detuvo.
—Con cuidado, Giulia. No querrás arruinar el "regalo" de nuestro jefe.
Un hombre alto y corpulento se levantó de un sofá que descansaba en el fondo. Su voz grave llenó el aire, y su presencia era como una sombra que se extendía sobre todo el lugar. Giulia se apartó, dándole paso.
Svetlana estaba muy confundida, con el corazón latiéndole con fuerza.
—Estás en Aspromonte, niña —el hombre se decantó por hablar en inglés para que ella pudiera comprenderlo. La rodeó, observándola con una mirada que la desnudaba. La evaluaba como si fuera una pieza de arte.
La habitación estaba fría, sus paredes de piedra absorbían la poca luz que emitían las lámparas empotradas en el techo. El aire estaba impregnado de un olor metálico, como si el miedo y la desesperación hubieran impregnado las paredes durante generaciones.
Svetlana temblaba, y no solo por el frío que se colaba a través de sus ropas. Podía sentir los ojos del hombre recorriéndola, juzgándola con la precisión de un predador. Él se detuvo frente a ella y la obligó a levantar la mirada.
—Mírame —ordenó con voz grave, sin margen para la desobediencia.
Sus ojos se encontraron, y Svetlana vio en ellos una oscuridad que la heló hasta los huesos. Había algo siniestro, casi inhumano, en esa mirada.
—A partir de ahora —continuó, rodeándola con una firmeza que la aterrorizaba—, eres propiedad de Dante Bellandi. Harás todo lo que él demande, cuando lo demande, las veces que él lo desee.
Genial. Otro maldito mafioso se había encaprichado con ella.
El pensamiento la golpeó con tanta furia que sintió ganas de gritar. ¡Debía ser una jodida broma! ¿Qué tenía ella que atraía a los hombres más peligrosos y trastornados del planeta?
Apretó los dientes con rabia, sintiendo cómo la frustración le quemaba el pecho. ¿Es que acaso no tenía derecho a vivir en paz?
—Yo... no entiendo... ¿Por qué yo?
El hombre ignoró su pregunta, continuando con voz fría:
—Agradecerás cada mañana la clemencia de nuestro signore. Cada respiro será un obsequio que él te permitirá disfrutar. Él será tu amo, y vivirás para complacerlo.
Cada palabra fue un golpe, un peso sobre su pecho. La realidad se desmoronaba a su alrededor.
»Hoy es el día en que te despedirás de tu antigua vida y comenzarás una nueva, a merced del signore.
—¿El señor de qué? —se atrevió a preguntar Svetlana.
—Del clan Bellandi, de Reggio Calabria.
—¿La ‘Ndrangheta? —susurró, más para ella misma que para los hombres que la rodeaban.
El hombre captó su reacción y esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Así es. Estás en un lugar donde los que no son leales, son eliminados, desmembrados, torturados y asesinados.
—No... ¡No pueden hacerme esto! —gritó, intentando retroceder, pero los guardias la sostuvieron con facilidad.
—Tranquila, niña. Solo te hemos traído para el disfrute de nuestro señor.
El hombre la observó en silencio por un momento y luego habló con calma, pero con una firmeza que helaba el aire.
—Desvístanla. Denle un baño. Que coma algo y descanse. Mañana la llevaremos ante el Don.
Svetlana luchó con todas sus fuerzas, pero los guardias la sujetaron sin esfuerzo.
—¡Déjenme ir! ¡Por favor! —su voz estaba llena de desesperación.
—Cálmate, piccola —el hombre se inclinó hacia ella—. Luchar solo hará esto más difícil. Este lugar puede ser il paradiso o il inferno para ti. Tú decides.
El aliento caliente sobre su piel helada no ofrecía consuelo, sino una amenaza velada.
Mientras la arrastraban hacia una puerta lateral, Svetlana sintió cómo el miedo comenzaba a transformarse en furia. No sería fácil doblegarla, se prometió a sí misma. Quizás no pudiera escapar, pero no se rendiría sin luchar.
***
Dante despertó de golpe, con la respiración agitada como si hubiera estado corriendo una maratón. No era un sueño. Era la maldita realidad. Y ahí estaba, encima de él, todo lo que su padre había cargado durante años. Vittorio Bellandi, el hombre que había dejado una huella en cada rincón de la mafia calabresa, que ahora solo vivía en los recuerdos que lo acechaban como una sombra que se negaba a irse.
Se levantó con rapidez, el piso helado se le clavó en los pies descalzos. No había tiempo para pensar. Sus dedos se movieron con agilidad, el traje oscuro le pesaba en las manos, y al colocárselo, sentía el yugo de la responsabilidad. No era solo el peso de la tela, sino el de todo lo que acababa de heredar. Ajustó la corbata con un tirón, y no pudo evitar mirarse al espejo.
Sus ojos marrones se encontraron con los de su reflejo. Los mismos ojos que su padre. Cansados, sí, pero llenos de algo más. Decisión. Dudas. Miedo.
—Es tu turno, Dante —murmuró al espejo. No era una orden, ni una súplica. Solo verdad.
Cruzó el pasillo como quien se acerca al patíbulo. La sala de reuniones lo tragó con su frío de cuero, tabaco y legado.
Fabio estaba ahí. Firme. Silencioso. Se levantó apenas lo vio.
—Señor.
Dante asintió. Los demás lo observaban. No había lealtad en sus miradas, solo juicio.
—Siéntense.
El murmullo de sillas obedeciendo lo acompañó. Fabio abrió con lo inevitable:
—Los de Ferrara están moviéndose en el puerto. No quise molestarlo tan temprano, pero...
—Estoy aquí. ¿Qué tenemos?
Y entonces la maquinaria arrancó. Palabras. Nombres. Zonas. Amenazas. Todo sobre la mesa.
Dante escuchó. Ordenó.
—Más vigilancia. Que no nos agarren desprevenidos.
Fabio asentía.
—Ferrara quiere una reacción. No le des el gusto.
—No la tendrá. Vamos a hacerlo esperar.
Un silencio breve. Tenso. Luego, la media sonrisa de Fabio.
—Como diga, señor.
Horas después, Dante se levantó. El cuerpo le pesaba.
—Por ahora, basta. Manténganme informado.
Salió sin esperar respuestas, el aire fresco lo invadió como una bofetada. Necesitaba espacio, necesitaba pensar en su jardín, ese pequeño respiro entre las paredes de su prisión. Un lugar que siempre le había dado algo de calma.
Cuando cruzó la puerta hacia el jardín privado, la luz del sol le golpeó la cara, cálida, contrastando con la frialdad que lo invadía por dentro. Caminó lentamente, con las manos en los bolsillos, sin saber si los sonidos del agua y los pájaros lo tranquilizaban o solo lo hacían sentir más solo.
Y de repente vio algo que le hizo fruncir el entrecejo.
Había una mujer, trepada a la pared...
La escena lo hizo sonreir con diversión.
—¿Vas de entrada o de salida? —se animó a preguntar.
La chica giró la cabeza lentamente, y al verlo, el pánico se reflejó en sus ojos. Se soltó y comenzó a caer, pero no tocó el suelo. Dante reaccionó con rapidez, moviéndose con agilidad para atraparla en el aire. Cuando ella lo miró a los ojos, el tiempo pareció detenerse.
Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.
¿Era una visión? ¿Un ángel?
—¿Quién eres? —preguntó Dante, embelesado.
Pero solo le bastó una fracción de segundo para reconocerla.
Era ella, su hada del azúcar.
Unos cuantos minutos antes...A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.—Fiorella, de
Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.El mundo pareció detenerse.Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes habían
—¿Quien te envió? —preguntó Dante. No esperaba una respuesta, pero necesitaba ganar tiempo.El hombre simplemente avanzó, con movimientos metódicos, buscando un ángulo para disparar de nuevo.El ambiente en el dormitorio era denso, cargado de tensión. Dante se quedó detrás de la pesada cómoda, mientras sus sentidos se agudizaban. Escuchó el leve sonido de los pasos del intruso. El hombre, ágil como un felino, se movía calculando el siguiente ataque, pero Dante no era un novato; había pasado toda su vida preparándose para situaciones como esa.El atacante levantó su arma nuevamente, pero al apretar el gatillo, el sonido seco de un arma encasquillada rompió el silencio. La confusión momentánea del hombre fue todo lo que Dante necesitó. Sin dudarlo, salió de su posición y se lanzó sobre él como un rayo, impactándolo con toda la fuerza de su cuerpo.El golpe fue brutal, ambos hombres cayeron al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. La pistola del atacante salió disparada d
La habitación donde Svetlana estaba retenida era pequeña, pero decorada con un lujo sobrio que solo acentuaba la ironía de su situación. Las cortinas, de un blanco impoluto, contrastaban con la prisión que representaban, y la ventana, asegurada con rejas de hierro forjado, permitía el paso de una luz tenue que apenas suavizaba la frialdad del amanecer en Gambarie d’Aspromonte. Desde allí, se vislumbraba un paisaje montañoso cubierto de niebla, un recordatorio cruel de la libertad que le había sido arrebatada.Svetlana se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados con fuerza, tratando de sofocar la tormenta que rugía dentro de ella. Se detuvo frente a la cama, un mueble demasiado elegante para alguien tratado como un simple rehén, y se dejó caer. Las ganas de llorar la asfixiaban, pero no podía permitírselo; cada lágrima sería una concesión a sus captores, un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.El crujido metálico de la cerradura la arrancó de sus pensamientos
Svetlana se abalanzó hacia la puerta en cuanto escuchó el eco distante de unos pasos apagándose en el pasillo. Giró el picaporte con ansias desesperadas, solo para encontrarse con la cruel realidad: estaba encerrada una vez más. Resopló con frustración, golpeó la madera maciza con el puño cerrado y maldijo su mala suerte en ruso, sus palabras impregnadas de una rabia contenida.—Проклятие! —gruñó, apretando los dientes.Con el corazón latiendo desbocado, sus ojos claros recorrieron la habitación con una mezcla de desesperación y determinación. Notó una ventana en la pared opuesta, su única esperanza de escape. Se apresuró hacia ella, pero al intentar abrirla descubrió que estaba sellada herméticamente, con cerraduras de seguridad que parecían burlarse de su impotencia.—¡Demonios!—vociferó, y su voz rebotó en las paredes elegantes, pero frías como la situación que la atrapaba.Se dejó caer al suelo, abatida, las piernas dobladas bajo su cuerpo tembloroso. Las lágrimas brotaron sin cont
Svetlana estaba sentada en el borde de la ventana, sus delgadas piernas colgaban con despreocupada elegancia, pero su mente estaba lejos, perdida en un rincón de Moscú donde aún podía escuchar la risa de su hermanita y percibir el aroma de la nieve fundiéndose en las aceras. La luna llena iluminaba su rostro pálido, enmarcando su silueta como si fuera un cuadro impresionista.Recordaba la sensación del barniz frío bajo sus zapatillas de punta, la adrenalina recorriéndola segundos antes de entrar al escenario, la melodía elevándola más allá del mundo terrenal. Giselle. Odile. Esmeralda. Personajes que le habían permitido escapar tantas veces… pero allí, entre estas paredes de lujo y mármol, no había escape posible.El sonido de la puerta al abrirse la sacó abruptamente de su ensimismamiento.Se giró de inmediato y su mirada azulada se encontró con la de Giulia, que avanzaba con paso firme, seguida de dos hombres trajeados.—¿Qué pasa? —inquirió al instante, pero apenas tuvo tiempo de re
El frío de la mañana la despertó. Svetlana abrió los ojos lentamente, sintiendo la pesadez en sus párpados. Durante unos segundos, su mente flotó en una nebulosa de confusión, desorientada por la penumbra de la habitación y el leve aroma amaderado que impregnaba las sábanas. Miró el techo y su corazón dio un vuelco. Lo reconoció de inmediato. Era la habitación de Dante.Un escalofrío le recorrió la espalda cuando giró la cabeza y lo vio a su lado, dormido, su respiración profunda y acompasada. Su pecho desnudo se alzaba y descendía con una calma irritante. El pánico la golpeó de lleno. ¿Qué había pasado la noche anterior? Su cuerpo se tensó mientras un torrente de recuerdos la asaltaba. Fragmentos dispersos, conversaciones, su propio cansancio venciendo su resistencia… Pero cuando bajó la vista y vio su ropa intacta, exhaló un suspiro de alivio. Nada había sucedido.Con movimientos cautelosos, se deslizó fuera de la cama, asegurándose de no hacer ruido. Su instinto le decía que debía
Svetlana caminaba por el largo pasillo, sumida en la confusión y las dudas. Las altas columnas adornadas con detalles dorados parecían cerrarse sobre ella, como si la mansión misma quisiera aprisionarla en su laberinto de sombras y secretos. Sus pasos resonaban en el silencio, y su mente bullía con preguntas. ¿Era verdad lo que Dante había dicho? ¿Podía irse cuando quisiera o todo era una artimaña más en su juego de control?El hombre que la escoltaba se mantenía impasible, con la vista al frente y una postura rígida. Pero antes de llegar a su destino, una figura apareció en el camino. Fiorella, con aires de superioridad, bloqueó el paso. Sus ojos oscuros la recorrieron de arriba abajo, cargados de desdén.Svetlana la miró fijamente, sintiendo un ardor de rabia encenderse en su pecho. No pudo evitar que las palabras escaparan de sus labios con dureza:—Mentirosa.Fiorella arqueó una ceja y cruzó los brazos sobre su pecho.—¿Disculpa? ¿Me hablas a mí? —su tono fue seco, teñido de burla.