Capítulo 4

El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche, anunciando la llegada de la camioneta negra, blindada y lujosa, que se detuvo ante la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad, imponente y aislada, se alzaba en medio de un mar de tierra, un reino de secretos y traiciones.

Más allá de las puertas, la ‘Ndrangheta respiraba en las sombras.

Los primeros en salir fueron dos hombres con abrigos gruesos, armados hasta los dientes, alertas a cualquier movimiento. Tras ellos, Svetlana, rodeada por otros dos, caminaba arrastrada, las manos atadas con fuerza, su cuerpo apenas cubierto por ropas que poco hacían contra el frío cortante del invierno. Su mente aún luchaba por procesar la confusión del momento.

¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no era de la Bratva. Podía sentirlo. Y entonces, ¿quién diablos eran?

—Camina —ordenó una voz grave, tan directa como el filo de un cuchillo.

Svetlana dudó un instante, pero un empujón en su espalda la hizo avanzar. El miedo la envolvía como una neblina densa. Avanzaba entre sombras, arrastrada por aquellos que la rodeaban. Cada paso era una nueva condena, pero también una resistencia silenciosa. Memorizaba cada detalle, cada rincón, como si su supervivencia dependiera de ello.

Frente a ella, una puerta monumental de madera maciza se abrió con un leve clic, y un pasillo sombrío la recibió. Las paredes de piedra pulida eran frías y opresivas, como si la propia casa guardara secretos en cada grieta. La llevaron hasta una habitación. De repente, el eco de unos pasos la hizo sentir más pequeña, más vulnerable. Una mujer de unos cincuenta años apareció. Su mirada de desdén no dejó espacio para dudas.

—¿Es ella? —preguntó la mujer con desdén, y los hombres asintieron, como si todo aquello fuera parte de un plan que ya estaba escrito.

Svetlana, paralizada por el miedo, intentó entender lo que estaba pasando.

—¿Dónde estoy? ¿Qué quieren de mí? —preguntó en ruso, pero su voz temblaba con la desesperación.

La mujer no mostró ni la más mínima emoción. Era como si Svetlana fuera un objeto sin importancia. Un gesto de cabeza y los hombres la empujaron al interior de una nueva habitación.

Dentro, la sensación de opresión creció aún más. Los guardias la mantuvieron de pie, mientras Svetlana se esforzaba por mantener la dignidad. No podía dejar que ellos vieran cómo el miedo la derrotaba por dentro.

—¡No me toquen! ¡Súeltenme! —gritó Svetlana.

La mujer alzó la mano para abofetearla, pero una voz masculina la detuvo.

—Con cuidado, Giulia. No querrás arruinar el "regalo" de nuestro jefe.

Un hombre alto y corpulento se levantó de un sofá que descansaba en el fondo. Su voz grave llenó el aire, y su presencia era como una sombra que se extendía sobre todo el lugar. Giulia se apartó, dándole paso.

Svetlana estaba muy confundida, con el corazón latiéndole con fuerza.

—Estás en Aspromonte, niña —el hombre se decantó por hablar en inglés para que ella pudiera comprenderlo. La rodeó, observándola con una mirada que la desnudaba. La evaluaba como si fuera una pieza de arte.

La habitación estaba fría, sus paredes de piedra absorbían la poca luz que emitían las lámparas empotradas en el techo. El aire estaba impregnado de un olor metálico, como si el miedo y la desesperación hubieran impregnado las paredes durante generaciones.

Svetlana temblaba, y no solo por el frío que se colaba a través de sus ropas. Podía sentir los ojos del hombre recorriéndola, juzgándola con la precisión de un predador. Él se detuvo frente a ella y la obligó a levantar la mirada.

—Mírame —ordenó con voz grave, sin margen para la desobediencia.

Sus ojos se encontraron, y Svetlana vio en ellos una oscuridad que la heló hasta los huesos. Había algo siniestro, casi inhumano, en esa mirada.

—A partir de ahora —continuó, rodeándola con una firmeza que la aterrorizaba—, eres propiedad de Dante Bellandi. Harás todo lo que él demande, cuando lo demande, las veces que él lo desee.

Genial. Otro maldito mafioso se había encaprichado con ella.

El pensamiento la golpeó con tanta furia que sintió ganas de gritar. ¡Debía ser una jodida broma! ¿Qué tenía ella que atraía a los hombres más peligrosos y trastornados del planeta?

Apretó los dientes con rabia, sintiendo cómo la frustración le quemaba el pecho. ¿Es que acaso no tenía derecho a vivir en paz?

—Yo... no entiendo... ¿Por qué yo?

El hombre ignoró su pregunta, continuando con voz fría:

—Agradecerás cada mañana la clemencia de nuestro signore. Cada respiro será un obsequio que él te permitirá disfrutar. Él será tu amo, y vivirás para complacerlo.

Cada palabra fue un golpe, un peso sobre su pecho. La realidad se desmoronaba a su alrededor.

»Hoy es el día en que te despedirás de tu antigua vida y comenzarás una nueva, a merced del signore.

—¿El señor de qué? —se atrevió a preguntar Svetlana.

—Del clan Bellandi, de Reggio Calabria.

—¿La ‘Ndrangheta? —susurró, más para ella misma que para los hombres que la rodeaban.

El hombre captó su reacción y esbozó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.

—Así es. Estás en un lugar donde los que no son leales, son eliminados, desmembrados, torturados y asesinados.

—No... ¡No pueden hacerme esto! —gritó, intentando retroceder, pero los guardias la sostuvieron con facilidad.

—Tranquila, niña. Solo te hemos traído para el disfrute de nuestro señor.

El hombre la observó en silencio por un momento y luego habló con calma, pero con una firmeza que helaba el aire.

—Desvístanla. Denle un baño. Que coma algo y descanse. Mañana la llevaremos ante el Don.

Svetlana luchó con todas sus fuerzas, pero los guardias la sujetaron sin esfuerzo.

—¡Déjenme ir! ¡Por favor! —su voz estaba llena de desesperación.

—Cálmate, piccola —el hombre se inclinó hacia ella—. Luchar solo hará esto más difícil. Este lugar puede ser il paradiso o il inferno para ti. Tú decides.

El aliento caliente sobre su piel helada no ofrecía consuelo, sino una amenaza velada.

Mientras la arrastraban hacia una puerta lateral, Svetlana sintió cómo el miedo comenzaba a transformarse en furia. No sería fácil doblegarla, se prometió a sí misma. Quizás no pudiera escapar, pero no se rendiría sin luchar.

***

Dante despertó de golpe, con la respiración agitada como si hubiera estado corriendo una maratón. No era un sueño. Era la maldita realidad. Y ahí estaba, encima de él, todo lo que su padre había cargado durante años. Vittorio Bellandi, el hombre que había dejado una huella en cada rincón de la mafia calabresa, que ahora solo vivía en los recuerdos que lo acechaban como una sombra que se negaba a irse.

Se levantó con rapidez, el piso helado se le clavó en los pies descalzos. No había tiempo para pensar. Sus dedos se movieron con agilidad, el traje oscuro le pesaba en las manos, y al colocárselo, sentía el yugo de la responsabilidad. No era solo el peso de la tela, sino el de todo lo que acababa de heredar. Ajustó la corbata con un tirón, y no pudo evitar mirarse al espejo.

Sus ojos marrones se encontraron con los de su reflejo. Los mismos ojos que su padre. Cansados, sí, pero llenos de algo más. Decisión. Dudas. Miedo.

—Es tu turno, Dante —murmuró al espejo. No era una orden, ni una súplica. Solo verdad.

Cruzó el pasillo como quien se acerca al patíbulo. La sala de reuniones lo tragó con su frío de cuero, tabaco y legado.

Fabio estaba ahí. Firme. Silencioso. Se levantó apenas lo vio.

—Señor.

Dante asintió. Los demás lo observaban. No había lealtad en sus miradas, solo juicio.

—Siéntense.

El murmullo de sillas obedeciendo lo acompañó. Fabio abrió con lo inevitable:

—Los de Ferrara están moviéndose en el puerto. No quise molestarlo tan temprano, pero...

—Estoy aquí. ¿Qué tenemos?

Y entonces la maquinaria arrancó. Palabras. Nombres. Zonas. Amenazas. Todo sobre la mesa.

Dante escuchó. Ordenó.

—Más vigilancia. Que no nos agarren desprevenidos.

Fabio asentía.

—Ferrara quiere una reacción. No le des el gusto.

—No la tendrá. Vamos a hacerlo esperar.

Un silencio breve. Tenso. Luego, la media sonrisa de Fabio.

—Como diga, señor.

Horas después, Dante se levantó. El cuerpo le pesaba.

—Por ahora, basta. Manténganme informado.

Salió sin esperar respuestas, el aire fresco lo invadió como una bofetada. Necesitaba espacio, necesitaba pensar en su jardín, ese pequeño respiro entre las paredes de su prisión. Un lugar que siempre le había dado algo de calma.

Cuando cruzó la puerta hacia el jardín privado, la luz del sol le golpeó la cara, cálida, contrastando con la frialdad que lo invadía por dentro. Caminó lentamente, con las manos en los bolsillos, sin saber si los sonidos del agua y los pájaros lo tranquilizaban o solo lo hacían sentir más solo.

Y de repente vio algo que le hizo fruncir el entrecejo.

Había una mujer, trepada a la pared...

La escena lo hizo sonreir con diversión.

—¿Vas de entrada o de salida? —se animó a preguntar.

La chica giró la cabeza lentamente, y al verlo, el pánico se reflejó en sus ojos. Se soltó y comenzó a caer, pero no tocó el suelo. Dante reaccionó con rapidez, moviéndose con agilidad para atraparla en el aire. Cuando ella lo miró a los ojos, el tiempo pareció detenerse.

Era la mujer más hermosa que había visto en su vida.

¿Era una visión? ¿Un ángel?

—¿Quién eres? —preguntó Dante, embelesado.

Pero solo le bastó una fracción de segundo para reconocerla.

Era ella, su hada del azúcar.

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