Capítulo 1

Tres meses antes…

Fabio detuvo el paso frente a la puerta. Su mano temblaba, apretando el llavero de bronce con tanta fuerza que los bordes le cortaban la piel. Afuera, el silencio helado de Aspromonte era como un eco constante de lo que no se decía.

Respiró hondo. No por el frío, sino por lo que estaba a punto de hacer.

Empujó la puerta.

Dentro, la luz de una lámpara apenas dibujaba la figura dormida de Dante. El hijo del líder. El heredero. El que nunca dormía realmente, ni siquiera cuando lo intentaba. Porque en su mundo, cerrar los ojos era dejar la espalda expuesta.

—Señor… —susurró Fabio.

Un segundo después, el clic metálico de una Beretta lo dejó congelado. Dante apuntaba directo a su sien, con los ojos entrecerrados y el cuerpo tenso.

—¿Quién carajo eres? —gruñó, ronco.

—Soy yo. Fabio. No dispare.

Dante no bajó el arma. Sus manos temblaban, pero su mirada era firme.

—¿Qué haces aquí? ¿Qué hora es?

—Me mandaron a buscarlo. Tiene que venir conmigo. Ya.

El silencio fue tan tenso que dolía.

Dante se levantó, se puso el abrigo sin decir palabra y lo siguió. Caminaban por los pasillos oscuros de la villa, donde cada sombra parecía esconder una amenaza. El recuerdo de su hermano muerto lo hizo marearse.

Gianluca.

Aún podía ver su cuerpo flotando en el Tíber. Aún escuchaba la voz de su padre, fría como el invierno:

—Nuestra sangre nos condena.

Dante tragó saliva. No era un líder. No como de seguro lo habría sido Gianluca. Él era silencio, sombras. Pero esa noche… esa maldita noche, algo iba a cambiar.

Y el miedo que sentía no era por lo que vendría.

Era porque, en el fondo, sabía que no podía escapar de lo que era.

Un Bellandi.

Y aunque Dante era joven, su apellido pesaba más que cualquier título. En Calabria, eso bastaba. Porque dentro de la ‘Ndrangheta había algo que ni los años ni la muerte podían discutir: los Bellandi habían sido, y seguirían siendo, el corazón de la organización.

Y eso…

Eso es un peso que quiebra espaldas.

El eco de sus pasos retumbaba en el corredor de piedra como una cuenta regresiva. Cada zancada se volvía más pesada, más lenta, mientras seguía de cerca la espalda ancha de Fabio. Pero algo no cuadraba. Pensaba que Fabio lo estaba dirigiendo al salón de reuniones, pero la dirección que tomaban llevaba a los aposentos privados de su padre… un santuario que, según Vittorio, debía permanecer inviolado, salvo por una emergencia.

El corazón de Dante se crispó.

Miró de reojo a Fabio, atento a cada movimiento de su silueta corpulenta, a la rigidez de su nuca, al ritmo contenido de su andar. En su mente, como un mantra oscuro, resonaban las palabras que su padre le había repetido hasta grabarlas en su sangre:

—Escúchame bien, hijo mío. No puedes confiar en nadie, ni siquiera en tu sombra. En este mundo, la traición puede venir de quien menos lo esperas. Debes sacarte el corazón del pecho y reemplazarlo por una roca. Nadie es tu amigo. Nadie. Recuérdalo: tus sirvientes te serán leales mientras los mantengas contentos. Incluso el perro más fiel… a veces muerde la mano que lo alimenta.

El peso de esas palabras era más real que nunca.

Su mano rozó la Beretta oculta bajo el abrigo de lana oscuro, buscando en el frío del acero una certeza. Algo que le recordara que seguía teniendo el control, aunque fuera una ilusión.

Finalmente, se detuvieron frente a una puerta enorme, de roble macizo reforzada con hierro forjado. Los nudos de la madera parecían ojos, fijos en él, burlándose con su mirada sin vida. Fabio se giró. Su expresión era aún más sombría que de costumbre.

—Avanti, signore —dijo, con una leve inclinación de cabeza antes de empujar la puerta y hacerse a un lado.

Dante dudó. Solo un segundo. Pero sus pies se movieron igual, empujados por algo más grande que él.

Y al cruzar el umbral… el mundo se detuvo.

Una decena de hombres, y su madre en el centro, rodeaban la cama. Todos de negro, todos en silencio. Solo el crepitar de la chimenea rompía la quietud, lanzando sombras vacilantes sobre las paredes de piedra. En el centro de la escena, sobre las sábanas blancas, yacía el cuerpo inerte de Vittorio Bellandi.

El hombre cuya voz podía detener una guerra.

El titán de Calabria.

Su padre.

Muerto.

Su piel grisácea se perdía entre el lino, y sus ojos, cerrados para siempre, no eran más que huecos sellados por la muerte. Dante sintió cómo su pecho se comprimía. El impulso de correr, de gritar, de despertar de esa pesadilla lo sacudió por dentro. Pero no se movió.

No podía.

Sus ojos estaban clavados en ese cuerpo que ya no respiraba.

—No... —murmuró. Un susurro. Una negación que no detuvo el tiempo.

Una lágrima solitaria le cruzó el rostro. No sabía si lloraba por el hombre, por el padre… o por el monstruo cuya corona ahora le caía sobre la cabeza como un verdugo.

Todo comenzó a dar vueltas.

Y en medio de esa tumba de lujo, una voz de mujer rompió el silencio.

—Ha sido un infarto fulminante.

Dante giró. Su madre estaba allí. Mirella Bellandi. Siempre impecable. Siempre fuerte. Su vestido negro parecía absorber la escasa luz, y sus ojos verdes, bañados en lágrimas, no habían perdido ni una pizca de su filo.

—Madre… —murmuró, roto.

Ella asintió, con los labios temblando, pero su postura aún erguida.

—Se ha ido —susurró con resignación—. Mi querido Vittorio… se ha ido.

—No lo entiendo… —la voz de Dante se quebró como cristal—. Estaba bien. No parecía enfermo…

Mirella lo miró con una dulzura ajena al contexto. O tal vez era solo una máscara, como tantas otras.

—Así es el corazón… tan impredecible —dijo, con la mirada perdida en el rostro muerto de su esposo.

Dante volvió a girarse. El cuerpo seguía ahí. Inmóvil. Como una amenaza.

Su madre se acercó. Apoyó una mano en su hombro.

—Ha llegado el día, caro mio —dijo, con voz grave, como si cada palabra fuera un pacto de sangre—. Es tu momento. Solo tú puedes preservar este legado.

Él cerró los ojos. Quiso llenarse de aire. Pero el aire era denso, como alquitrán.

—No puedo… —susurró. Y lo creyó.

—Claro que puedes —respondió ella, con una firmeza que cortaba el alma—. Tu padre te formó para esto, aunque no lo supieras. En cada orden, en cada mirada, te estaba forjando.

—Apenas tengo veintitrés años… —sus palabras eran una súplica ahogada—. ¿Qué sé yo de guerras, lealtades, traiciones…?

Mirella lo miró. Con compasión, sí. Pero también con la crudeza de una loba que no cría corderos.

—No eres un ragazzo, Dante. Ya no. Este mundo no deja espacio para la juventud. Eres un Bellandi. Y los Bellandi… no se quiebran.

***

El camerino estaba envuelto en un resplandor dorado, suave y nostálgico, como si el tiempo hubiera decidido detenerse solo para mirarla. Las bombillas lanzaban destellos cálidos sobre el empapelado rojo y los muebles de madera oscura, creando una atmósfera solemne, casi sagrada. Allí, entre esas paredes que susurraban secretos de generaciones de bailarinas, el pasado se sentía tan cercano como el crujido del suelo bajo sus pies.

Svetlana ajustó el tirante de su tutú blanco. Tan ligero que parecía flotar, como un copo de nieve suspendido en el aire. Su reflejo la observó desde el espejo: una figura decidida, forjada en sacrificio, aunque sus ojos—esos ojos azules que antes brillaban con inocencia—delataban la tormenta que se agitaba en su interior.

—Hoy es el día... —susurró, apenas audible, como si temiera romper el hechizo que la envolvía.

El aire estaba pesado, cargado de la tensión que nunca se va del cuerpo antes de una función. La calma era frágil, pero Svetlana la mantenía a raya, respirando hondo, absorbiendo cada segundo que la acercaba más al escenario.

Recordó la primera vez que sus pies tocaron el suelo del Bolshói, la visión de su madre cuando la llevó al teatro por primera vez, la exigencia de su cuerpo al límite...

La risa de Anya irrumpió en el silencio, como un rayo de sol en la penumbra.

—¿Estás nerviosa? —preguntó Anya desde la puerta, con su tono suave y decidido, como solo una niña pequeña puede serlo.

Svetlana se agachó y tomó sus manos, pequeñas, cálidas. Un ancla en medio de la tormenta.

—Solo un poquito. Pero pensar en ti me hará volar.

Anya le dio un beso en la mejilla y su sonrisa le dio fuerzas.

—Eres la mejor bailarina del mundo, Sveta. Papá dice que brillas más que las estrellas.

Esas palabras fueron como un bálsamo. Svetlana sonrió y, por un segundo, todo el peso de los años, de las caídas y los sacrificios, desapareció. El amor de su hermana era su combustible.

—Ve, mi niña. Prometo que esta noche... danzaré con el alma.

Anya desapareció en el pasillo, y Svetlana volvió al espejo. Cada mechón de su moño estaba en su lugar. Las perlas brillaban como pequeñas lunas. Pero algo palpitaba en su pecho.

—Cinco minutos, Svetlana —anunció Dimitri, su compañero de baile, interrumpiendo sus pensamientos con una mirada que, aunque disimulada, mostraba orgullo.

Ella solo asintió, ya sin palabras. El teatro estaba lleno. Las luces cegadoras la esperaban. Cerró los ojos. Recordó la lucha. Las noches sin comida. Las palabras de su madre antes de cada presentación. Y luego, las palabras de Anya, como una promesa.

Y entonces, la música.

Todo desapareció.

El miedo. La duda. La niña. La mujer.

Solo quedó Odette.

Svetlana voló.

Cada paso era una herida que sangraba belleza. Cada giro, una plegaria silenciosa. En el pas de deux, no era un cuerpo en movimiento. Era poesía. Era historia. Era verdad.

Cuando los fouettés la elevaron como un ave desesperada, el teatro entero parecía seguirla. Su vestido giraba, un sueño líquido atrapado entre el cielo y el abismo.

Y cuando cayó de rodillas, en la muerte de Odette, el silencio fue absoluto. Doloroso. Reverente.

Después, los aplausos.

Furiosos. Incontenibles. La ovación sacudió el aire y el corazón de Svetlana. Un rugido que resonó dentro de ella.

Pero Svetlana, aún postrada en el suelo, solo pensaba en una cosa:

Había cumplido la promesa.

El público seguía aclamando, pero ella permaneció en el centro del escenario, sin prisa. Absorbiendo cada instante de lo que acababa de vivir, saboreando ese triunfo que no se medía en aplausos, sino en la entrega.

Al salir, las luces del teatro se atenuaron, el aire se volvió más frío. Llegó a su camerino, cerró la puerta tras ella y la quietud la abrazó. Pero el espejo que la había reflejado tantas veces, ahora le mostraba algo nuevo: no solo una bailarina, sino una mujer que había dado todo por ese momento.

Unos golpecitos suaves la interrumpieron. Reconoció al instante la voz cálida de su profesora.

—Brava, Svetlana —dijo con voz grave, sus ojos clavados en ella, llenos de reconocimiento—. Has hecho historia esta noche.

Esas palabras resonaron en su cabeza, como un eco de algo que siempre soñó, pero ahora se sentía tan real que dolía. Antes de que pudiera responder, una figura se apareció en la penumbra.

Al girar, una sonrisa se le dibujó en los labios al reconocer al hombre que siempre había estado en las sombras de sus sueños.

—¡Papá! —exclamó, casi quebrada por la emoción.

Áleksei Ivanov estaba allí, con su porte imponente, los cabellos ya grises, y en sus manos, un ramo de lirios blancos. Sus ojos azules brillaban con un orgullo palpable, la misma mirada que le había dado desde niña, cuando la veía practicar en su cuarto, con la música vieja llenando el aire.

Él la abrazó sin decir una palabra, y Svetlana se hundió en su pecho, respirando el familiar aroma a tabaco y madera.

—¡Eras sublime, Svetlana! —murmuró, la voz rasposa de la emoción—. Nunca vi algo tan hermoso en mi vida.

Ella cerró los ojos un segundo, dejando que sus palabras se filtraran en su alma. Pero cuando se separó, dio un paso hacia la figura que esperaba detrás de él.

Tatiana, su madre, estaba allí, sentada en su silla de ruedas, con la mirada fija en ella. Aunque el cuerpo ya no respondía, su mirada seguía siendo la misma de siempre.

Svetlana se arrodilló ante ella, tomando su mano con la misma suavidad con la que tocaba una obra de arte.

—¿Cómo estuve, mamá? —preguntó, su voz cargada de una vulnerabilidad que rara vez mostraba.

Tatiana acarició su rostro, con los dedos temblorosos, pero llenos de amor.

—Maravillosa, mi pequeña —susurró—. Cada movimiento fue una obra de arte. Estoy tan orgullosa de ti.

Esas palabras fueron el ancla que evitó que Svetlana se desmoronara.

No necesitaba aplausos ni premios. Nada se comparaba con el peso de ese cariño.

Pero antes de que las lágrimas pudieran traicionarla, una voz infantil la sacó de su trance.

—¡Svety!

Anya, su hermana pequeña, apareció corriendo con los brazos abiertos, su vestido azul destacando en la oscuridad. Svetlana la levantó sin esfuerzo, girándola en el aire como si aún estuviera bailando.

—¡Gracias, Annyushka! —rió, mientras la pequeña se aferraba a su cuello—. Sabía que me traerías suerte.

Anya la miró con una seriedad que contrastaba con su edad. Se llevó la mano al estómago, que gruñó con fuerza.

—Tengo hambre, Svety. ¿Podemos irnos ya?

Svetlana rió, besó su mejilla y la dejó caer al suelo.

—Vayan ustedes adelante —les dijo—. La profesora quiere hablar conmigo antes de irme.

Áleksei, siempre elegante, recogió una flor caída y la deslizó entre los rizos oscuros de Svetlana.

Mientras su familia se alejaba, Svetlana se quedó quieta un momento, sintiendo una calma profunda, como si todo finalmente encajara.

El teatro comenzaba a vaciarse, pero la magia seguía flotando en el aire. Cada sombra, cada luz, cada pétalo caído en el suelo, se sentían como parte de ella.

Era su sueño, hecho realidad.

***

Svetlana salió del Bolshói como una estrella fugaz, con el aire helado cortándole la piel. A pesar del frío, las palabras de su maestra, Irina Vladímirovna, retumbaban en su cabeza, llenándola de calidez:

—Eres mi pequeña estrella. La más brillante de todas.

La ciudad parecía dormida, pero Svetlana sentía la energía de la noche palpitando en su pecho. Era su debut como prima ballerina, el sueño hecho realidad, y su corazón latía con fuerza, no solo por la emoción, sino por lo que estaba por venir.

Su familia la esperaba para cenar. Pero antes de que pudiera dar un paso más, algo cambió en el aire.

Un chirrido, neumáticos derrapando, una van negra frenando de golpe, a pocos metros de ella.

Instintivamente, Svetlana giró sobre sus talones, comenzando a correr en dirección opuesta, pero no fue lo suficientemente rápida. Tres sombras surgieron de la oscuridad, moviéndose con la precisión de quien ha ensayado cada paso.

Uno de ellos bloqueó su camino, otro la sujetó por los brazos.

—¡Qué están haciendo! ¡Suéltenme! —gritó ella, retorciéndose con todas sus fuerzas.

Pero no tenía escape. El tercer hombre avanzó, y un pañuelo blanco apareció en su mano.

El aire se volvió denso, cargado de un olor químico y dulce. La resistencia de Svetlana fue inútil; sus músculos se volvieron pesados, su visión se nubló.

—No... por favor... —susurró, antes de sucumbir al vacío de la oscuridad.

Uno de los hombres la levantó con facilidad, como si fuera nada, y la luz de un farol iluminó su rostro un último segundo antes de que la empujaran dentro de la van. Las puertas se cerraron con estruendo, y el vehículo arrancó con un rugido, perdiéndose en la fría noche moscovita.

Mientras tanto, a unas cuadras de distancia, Áleksei Ivanov frunció el ceño mirando el reloj.

—Debería haber llegado ya —murmuró, nervioso.

—Estará bien, cariño, quizás la detuvieron para felicitarla —respondió Tatiana, pero su tono carecía de convicción.

Pero Svetlana no estaba en camino ni recibiendo halagos.

En ese momento, los Ivanov no sabían que la noche que había comenzado como un sueño, acababa de convertirse en una pesadilla.

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