Tres meses antes...
「 ✦ Una herencia sangrienta✦ 」
La puerta crujió bajo su mano temblorosa.
Fabio respiró hondo. Aferraba el llavero de bronce con tanta fuerza que el metal ya le abría la piel. El frío de Aspromonte mordía los huesos, pero no era por eso que sudaba.
Era por lo que estaba a punto de despertar.
Empujó la puerta.
Una lámpara solitaria dibujaba sombras sobre el cuerpo en la cama. Dante Bellandi dormía, o fingía hacerlo. El heredero de la familia jamás bajaba la guardia. Dormir era un lujo. Una debilidad.
—Señor… —susurró Fabio.
El clic de una Beretta respondió. Fría. Letal. Apuntando directo a su sien.
—¿Quién carajo eres? —gruñó Dante, con voz ronca, los ojos entrecerrados y el pulso de un cazador.
—Soy yo. Fabio. No dispare.
Dante no bajó el arma. Lo reconocía, sí. Pero eso no significaba que confiara.
—¿Qué hora es? ¿Qué haces aquí?
—Me enviaron a buscarlo. Tiene que venir. Ya.
Silencio.
Luego, Dante se puso de pie con movimientos medidos. Se vistió sin hablar, sin preguntar. El abrigo oscuro colgaba de sus hombros como una advertencia. Caminaba como un espectro tras Fabio, por pasillos donde las sombras parecían escuchar.
Cada paso resonaba como una sentencia.
Gianluca.
El nombre de su hermano muerto lo desgarró en silencio. Todavía lo veía flotando en el Tíber. Todavía escuchaba la sentencia de su padre:
—Nuestra sangre nos condena.
Dante no era un líder. No como Gianluca. Él era sombras, cicatrices. Pero esa noche, algo cambiaba. Lo sentía.
No era miedo lo que le apretaba el pecho.
Era el presentimiento de que estaba por convertirse en todo lo que había odiado.
En un Bellandi.
En Calabria, ese apellido era más pesado que una corona. Y más peligroso que una bala.
Doblaron una esquina. No iban al salón de reuniones. No.
Iban a los aposentos privados de Vittorio Bellandi.
El santuario del patriarca.
Dante frenó un instante. Algo no encajaba. La rigidez en el cuello de Fabio. El paso tenso. La dirección. Todo gritaba advertencia.
—No puedes confiar en nadie —le había dicho su padre una vez—. Ni siquiera en tu sombra.
Sus dedos rozaron el frío acero de su propia Beretta. Una caricia muda. Un recordatorio: aún tenía control. Aunque fuera una ilusión.
Llegaron a la puerta de roble, imponente y sellada con hierro. Los nudos en la madera parecían ojos, fijos en él, como si supieran lo que iba a encontrar.
Fabio lo miró.
—Avanti, signore.
Dante entró.
Y el mundo se detuvo.
La habitación estaba colmada. Hombres de negro. Su madre al centro. Nadie hablaba. Solo el crepitar de la chimenea llenaba el aire. Y en medio de la cama, sobre sábanas blancas, yacía el cadáver de Vittorio Bellandi.
Su padre.
El titán de Calabria.
Muerto.
La piel gris. Los ojos cerrados. El rostro marmóreo que un día impuso respeto con una sola palabra, ahora inerte, insignificante.
—No… —susurró Dante.
Una lágrima le cruzó la mejilla sin pedir permiso.
¿Lloraba por el hombre, por el padre, o por el monstruo cuya corona caía ahora sobre su cabeza como una maldición?
El vértigo lo envolvía.
Y entonces, una voz femenina quebró el silencio.
—Ha sido un infarto fulminante.
Giró. Mirella Bellandi. Su madre. Impecable, incluso en el duelo. Su vestido negro parecía beber la luz, y sus ojos —verdes, afilados, implacables— no mostraban ni una grieta.
—Madre… —jadeó.
Ella asintió con dignidad fúnebre.
—Se ha ido —dijo, apenas un susurro—. Mi Vittorio… se ha ido.
—Pero estaba bien —balbuceó él—. No estaba enfermo…
Mirella le acarició la mejilla con una ternura envenenada.
—Así es el corazón. Traicionero. Como este mundo.
Dante volvió a mirar el cuerpo.
Era real. Irrefutable.
Su madre se le acercó. Puso una mano firme sobre su hombro.
—Ha llegado el momento, caro mio —dijo con voz baja, dura como piedra—. Ahora eres tú. Solo tú.
Él negó con la cabeza. El pecho le dolía.
—No puedo…
—Sí puedes —interrumpió ella, con la autoridad de una reina—. Tu padre te preparó para esto en cada mirada, en cada orden. Aunque tú no lo supieras.
—Tengo veintitrés años… —sus palabras se rompieron al salir—. No sé nada de guerras. Ni de traiciones…
—Ya no eres un niño, Dante.
Ella lo miró con ojos de loba. Fríos. Determinados.
—Eres un Bellandi. Y los Bellandi… no se quiebran.
★★★★★
Svetlana se quedó inmóvil, envuelta en la luz dorada de las bombillas que bordeaban el espejo. Su reflejo la devolvía sin piedad: piel de porcelana, espalda recta, ojos azules tan fríos como un lago congelado. El tutú blanco flotaba alrededor de sus muslos como una caricia suspendida.
Había esperado este día toda su vida. Y sin embargo… algo dolía.
—Hoy es el día —susurró, sin atreverse a creérselo.
La tensión le bailaba en el pecho. El aire estaba cargado. Santo. Maldito. El Bolshói entero parecía contener el aliento, como si el teatro supiera que esa noche, algo iba a romperse.
Un golpe de risa infantil la devolvió al presente.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Anya desde la puerta, con sus manos pequeñas aferrando un lazo azul mal amarrado.
Svetlana se agachó y la abrazó fuerte. Anya olía a jabón de bebé y magia.
—Pensar en ti me hace volar —murmuró.
—Papá dice que brillas más que las estrellas —le confió Anya al oído—. Y yo también lo creo.
Svetlana la besó en la frente, cerrando los ojos. Si existía algo más puro que eso, ella no lo conocía.
—Ve con mamá. Esta noche… volaré por todas nosotras.
Anya salió corriendo, con su vestido ondeando como un remolino azul. Svetlana volvió al espejo. Se acomodó un mechón rebelde. Las perlas en su moño temblaban con cada latido.
Un golpe en la puerta.
—Cinco minutos —anunció Dimitri, asomándose con esa mezcla de respeto y deseo apenas disimulado que él nunca sabía ocultar.
Ella asintió.
Respiró.
Y caminó hacia el escenario como quien avanza hacia una ejecución.
Las luces la devoraron.
La música comenzó.
Y Svetlana se desvaneció.
Solo quedó Odette.
Cada paso fue un grito mudo. Cada arabesque, una herida abierta. Giraba, sangraba belleza. Flotaba como una pluma en mitad de una tormenta. El teatro, abarrotado, temblaba en su silencio. Cuando su cuerpo se quebró de rodillas en la muerte del cisne, el aire se partió en dos.
Silencio.
Luego… la explosión.
Aplausos furiosos. Un rugido. Ovación de pie.
Pero Svetlana seguía en el suelo, los músculos ardiendo, el alma expuesta.
Había cumplido su promesa.
★★★★★
El camerino le dio la bienvenida con su sombra familiar. Se quitó los zapatos con manos temblorosas. El espejo ya no le devolvía a Odette. La miraba a ella. A la mujer que había sangrado en punta, que se había vaciado sobre el escenario y aún latía.
Unos golpes suaves la sacaron de su trance.
—Brava, Svetlana —dijo Irina Vladímirovna desde la puerta, con los ojos brillosos de una madre orgullosa—. Hiciste historia esta noche.
Antes de que Svetlana pudiera responder, otra figura cruzó el umbral.
Y el mundo se le contrajo.
—Papá —susurró.
Áleksei Ivanov avanzó con pasos medidos. Su porte, imponente. El cabello gris, las manos grandes sujetando lirios blancos. Los mismos que su madre adoraba.
—Fuiste sublime —murmuró él, su voz rota de emoción.
Ella se arrojó a sus brazos. Ese abrazo sabía a infancia, a madera vieja y tabaco dulce.
Y entonces, la vio.
Tatiana.
Su madre estaba allí, en su silla de ruedas, con los labios inmóviles y los ojos vivos. Su mirada era un poema entero.
Svetlana se arrodilló ante ella.
—¿Cómo estuve, mamá?
La mano de Tatiana tembló al acariciarle el rostro, como si esculpiera la última parte de una obra maestra.
—Perfecta —susurró—. Mi niña… perfecta.
Svetlana tragó lágrimas.
Nada en el mundo valía más que eso.
—¡Svety! —gritó Anya, corriendo hacia ella con una sonrisa de luna llena—. ¡Tengo hambre!
Svetlana la levantó, riendo y se la entregó a su padre.
—Adelantense. Vayan ordenando. Debo quedarme un rato más para hablar con mi maestra.
Áleksei asintió y, antes de irse, recogió una flor caída y la colocó entre sus rizos.
—No tardes mucho, malenkaya —le guiñó el ojo.
Ella los vio alejarse. Y por un segundo, creyó que todo encajaba.
Que todo estaba bien.
★★★★★
Moscú dormía.
Svetlana salió del Bolshói con la bufanda mal colocada y el corazón encendido.
"Eres mi estrella", había dicho Irina.
Y por primera vez… ella lo creía.
Entonces, el rugido de neumáticos quebró la noche.
Una van negra. Un derrape. Un chirrido.
Svetlana giró y corrió. Pero tres sombras la rodearon como lobos hambrientos.
—¡Suéltenme! —gritó, forcejeando—. ¡¿Qué hacen?!
Una mano la sujetó. Otra le tapó la boca.
Un pañuelo. Un olor dulzón.
El mundo se volvió borroso.
—No… por favor…
Sus piernas cedieron. La oscuridad la devoró.
La lanzaron dentro de la van como a una muñeca rota.
Las puertas se cerraron. El motor rugió.
Y Svetlana desapareció en la noche más fría del año.
A unas cuadras, Áleksei miraba su reloj.
—Ya debería estar aquí —murmuró.
—Quizás se detuvo con alguien del teatro —intentó Tatiana, pero su voz traicionaba la inquietud.
Nadie lo sabía aún.
Pero el sueño de Svetlana… acababa de convertirse en pesadilla.