Capítulo 2

El resplandor de las velas parpadeaba sobre los rostros enlutados, como si el fuego también dudara en arder aquella noche.

Dante Bellandi se giró hacia ellos.

Hombres curtidos por la sangre, por las balas y la lealtad comprada a base de miedo. Sus rostros eran una galería de cicatrices, arrugas y sospechas. Y todos lo miraban igual: esperando ver si caería… o si se alzaría como su padre.

No había espacio para la duda. Ni tiempo para llorar.

Con pasos lentos, Dante se acercó al ataúd. Cada zancada era una sentencia, cada mirada un juicio silencioso. Al llegar, lo miró. Al titán caído. Al monstruo. A su padre.

Vittorio Bellandi descansaba entre las sombras, con los ojos cerrados como si solo durmiera. Pero ya no era temible. No más.

Dante tragó saliva.

El silencio era denso. Cortante.

Entonces, habló.

—Mi padre fue un hombre de hierro —dijo, sin apartar la vista del cadáver—. Lo que construyó fue más que un imperio. Fue una maldición. Un legado de poder, sí… pero también de muerte.

Algunos hombres intercambiaron miradas. Otros bajaron la cabeza. Pero nadie interrumpió.

—No voy a repetir su camino —continuó Dante, su voz creciendo con cada palabra—. No porque lo desprecie, sino porque yo no soy él. Esta familia necesita más que miedo para mantenerse en pie. Y yo… tomaré mis propias decisiones. Mi propio camino.

La sala tembló en su silencio.

La frase no fue solo una declaración.

Fue una amenaza.

Dante dio un paso atrás.

Uno de los capos —un veterano con la cara surcada por la guerra— se persignó. Otro se llevó un cigarro a los labios con manos temblorosas.

No lo veían como un niño.

Ya no.

Ahora lo veían como algo más peligroso: un Bellandi que pensaba.

Dante giró sobre sus talones. El mármol frío del mausoleo crujió bajo sus botas mientras se alejaba. Pero en su mente, una voz lo perseguía como un eco maldito.

“El poder no se hereda, Dante. Se toma.”

Las palabras de su padre seguían clavadas en su pecho, como un cuchillo que aún sangraba.

Y ahora, sabía lo que tenía que hacer.

Tomarlo todo.

Incluso si tenía que arder para lograrlo.

★★★★★

La villa Bellandi dormía.

O al menos fingía hacerlo.

Afuera, los jardines se extendían como una pintura en sombras: cipreses recortados con precisión quirúrgica, estatuas desnudas bajo la luna, y una fuente que murmuraba como si supiera más de lo que debía. Dentro, el mármol blanco respiraba el silencio como un secreto. Las lámparas, escasas y tenues, apenas se atrevían a iluminar el pasillo principal.

Todo estaba en calma.

Todo estaba en pausa.

Hasta que no lo estuvo.

Fabio, erguido junto a la ventana del despacho, inhalaba lentamente el aroma del aire nocturno: lavanda, madera vieja… y pólvora dormida. El humo de cigarro impregnaba aún la habitación, como si el fantasma de Vittorio —el viejo jefe— se negara a abandonar su trono.

Fabio no lo extrañaba.

Lealtades nuevas. Juego nuevo. Regla nueva.

La puerta crujió con un lamento sutil. Un hombre robusto cruzó el umbral. Camisa negra, barba descuidada, ojos de alguien que ha hecho cosas que no se cuentan.

—Fabio —saludó con voz ronca.

—¿Está hecho? —preguntó sin moverse, aún mirando la fuente.

—Sí. Ella ya está en camino. Nadie preguntó. Nadie miró.

Un segundo de silencio se estiró como un hilo tenso antes de romperse con una sonrisa torcida en los labios de Fabio.

El plan había comenzado.

Avanzó con calma hacia el bar. Sirvió whisky. El caro. El que Vittorio reservaba solo para cerrar guerras.

—Quiero que el signore Dante reciba su regalo lo más pronto posible —dijo, con la voz de quien sabe exactamente el caos que está a punto de soltar.

El otro hombre frunció el ceño.

—No lo entiendo… ¿Por qué ella? ¿Qué tiene esa mujer?

Fabio lo miró. Una chispa de algo más que estrategia se encendió en sus pupilas.

—Porque no ha dejado de pensar en ella desde el primer momento que la vio.

Bebió un sorbo lento, dejando que el ardor le quemara los recuerdos.

—Fue en Moscú. Hace dos años. Gala navideña en el Bolshói. Ella bailaba… y él la vio. El resto del teatro desapareció.

El silencio cayó como una losa. Nadie nombró lo que ocurrió esa noche. Nadie mencionó el cadáver.

—Intentó acercarse —continuó Fabio—, pero tuvimos que regresar a Italia de emergencia. No volvió a verla.

—¿Y usted… se la da como un regalo?

Fabio asintió, el cristal del vaso tintineando contra la madera.

—Los hombres como Dante no piden lo que desean. Lo toman. Yo solo le estoy facilitando el trabajo.

—¿Y si ella no lo quiere? ¿Si lo odia por esto?

Una risa seca se escapó de los labios de Fabio. Sin humor. Sin piedad.

—Que lo odie. El odio es mejor que la indiferencia. Que grite, que lo muerda, que lo maldiga... —sus dedos trazaron lentamente el borde del vaso—. Pero que lo sienta. Porque eso es lo único que importa: que él sienta algo real.

Afuera, un trueno rasgó el cielo.

La tormenta aún no había llegado.

Pero ya estaba en camino.

Como ella.

Como el deseo.

Como el principio de algo… irreversible.

★★★★★

El frío la despertó. No ese frío de invierno que se cuela bajo la piel. No. Este era distinto.

Era el frío del metal.

Del miedo.

Svetlana parpadeó. La luz era tenue, dorada, extrañamente cálida para un infierno. Pero el zumbido constante la anclaba a la realidad: estaba encerrada. Aturdida. El cuerpo le pesaba como si cada músculo estuviera empapado en plomo. A su alrededor, las sombras bailaban sobre paneles de madera pulida. Un lujo que se sentía sucio.

Trató de incorporarse. El mareo la golpeó con violencia.

Y entonces lo recordó.

Los hombres.

La van.

La droga.

El pañuelo empapado.

La lucha inútil.

El pánico la estranguló.

—¡Auxilio! —gritó, su voz áspera, rota. Golpeó la puerta con los puños, una, dos, diez veces. —¡Déjenme salir, malditos!

Pero su desesperación se estrelló contra las paredes, tan inquebrantables como su condena.

La habitación parecía una celda disfrazada de suite: mesa, asiento, una bandeja con agua… y silencio. Nada más. No había ventanas, ni relojes. Solo el eco de su respiración agitada.

Esto no es un secuestro cualquiera.

Se le encogió el estómago. Apretó los puños. El miedo era real. Pero también la rabia.

—Cuando lo vea… —murmuró entre dientes— le voy a escupir en la cara. Sea quien sea. Lo voy a hacer sangrar.

El clic de la cerradura la interrumpió.

La puerta se abrió.

Un hombre entró. Alto, ancho de hombros. Camiseta negra ajustada. Músculos tensos como cuerdas. Su rostro era una máscara de mármol. Sin emoción. Sin prisa.

Svetlana retrocedió de inmediato. La espalda contra la pared. El corazón bombeando con fuerza brutal.

Él dejó un plato sobre la mesa y se fue sin mirarla, cerrando la puerta con un golpe seco que retumbó en sus huesos.

Ella se quedó allí, jadeando, como una fiera acorralada.

El plato contenía pan, queso, fruta. Comida simple. Casi tierna. Pero a sus ojos era veneno disfrazado.

—¡Váyanse al infierno! —gritó, arrojando la bandeja contra la puerta. El metal retumbó, el pan rodó por el suelo como si también quisiera escapar.

Lágrimas calientes nublaron su visión. La rabia la consumía, pero el miedo se filtraba por cada grieta.

Y entonces, la voz.

Una voz masculina, grave, teñida de un acento extranjero. Salió de una bocina invisible, y su tono era como un cuchillo deslizándose por la garganta.

—Basta de gritar. Nadie va a venir a ayudarte. Estás muy lejos de casa, rusa.

Svetlana alzó la vista. Una cámara giraba lentamente desde el techo, apuntándola como el ojo de un dios cruel.

—¿Quién eres? ¿Qué quieren de mí? —rugió entre sollozos, su voz quebrándose en pedazos.

La única respuesta fue silencio. El zumbido del motor. La vibración constante bajo sus pies.

Entonces lo entendió.

No era una habitación.

Era un avión.

Su mente conectó cada sensación: la presión en los oídos, el aire reciclado, el leve balanceo.

—Me están sacando del país —susurró, en ruso, temblando. Se dejó caer al suelo, abrazándose las rodillas. —¿Por qué a mí?

Pero nadie contestó.

Ni la cámara.

Ni la bocina.

Ni Dios.

Solo el sonido leve… del gas. Un humo blanco comenzó a filtrarse por debajo de la puerta. Espeso. Dulzón.

—No… no otra vez… —jadeó, tratando de levantarse. Pero sus piernas ya no obedecían. Sus ojos ardían.

El mundo giró.

Las luces se apagaron.

Y antes de hundirse en la oscuridad, solo pudo pensar en una cosa:

¿Volveré a verlos? ¿A Anya? ¿A mamá? ¿A papá?

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