El brillo de las velas se reflejaba en los ojos de los presentes cuando Dante se giró hacia ellos. No había más tiempo para dudas, no había más espacio para la fragilidad. Estaba rodeado de hombres que, aunque al servicio de la familia Bellandi, lo observaban con la esperanza de ver en él a un líder capaz de sostener el peso de la herencia.
Dante respiró hondo, sintiendo cómo la mirada de cada uno de los hombres lo atravesaba como una espada afilada, evaluando, esperando. Se acercó lentamente al ataúd, sus pasos firmes pero cargados de un peso abrumador. Al llegar frente a él, sus ojos se clavaron en el rostro inerte de su padre, y por un momento, el tiempo pareció detenerse. No estaba preparado, lo sabía, pero ya no había marcha atrás. El destino lo había alcanzado, y con él, la responsabilidad de un apellido que ni siquiera él comprendía completamente.
Luego, sin apartar la vista del ataúd, su voz se alzó, firme pero cargada de la sombra de su padre. Algo en él parecía diferente, como si un nuevo poder hubiera despertado.
—Mi padre fue un hombre de hierro. Lo que construyó no fue solo un imperio de miedo, sino también un legado. Pero yo no seguiré sus pasos de la misma manera. Este no es solo un mundo de sangre, también es un mundo de decisiones. Y yo tomaré las mías.
El silencio creció más pesado, hasta que sus palabras se asentaron en la sala como una sentencia. Los hombres, que antes se habrían arrodillado ante la figura de su padre, ahora lo miraban a él. No era una mirada de sumisión, sino de expectación.
Dante dio un paso atrás, alejándose del ataúd. La tensión, antes palpable, comenzó a disiparse lentamente, como si algo en el aire cambiara. Los ojos de los presentes seguían fijos en él, pero ya no con la misma ansiedad. Algo había cambiado, y en su mirada se percibía la certeza de que el momento había llegado, no solo para aceptar su herencia, sino para forjar su propio camino.
Y mientras Dante se marchaba, el eco de las palabras de su padre resonó en su mente:
"Eres mi heredero, Dante. Este mundo es tuyo, pero nunca olvides que el poder no se otorga. Se toma."
***
La villa Bellandi dormía, o al menos eso parecía. Afuera, los jardines se extendían como sombras largas bajo la luna, recortando con elegancia los cipreses, las estatuas y la fuente central, que susurraba con un hilo de agua constante. Dentro, el mármol blanco reflejaba apenas la luz cálida de unas pocas lámparas encendidas. Todo era silencio. Todo era espera.
Fabio estaba en el despacho, de pie junto a la ventana abierta. El aire olía a lavanda, a madera encerada y a pólvora vieja. La habitación aún conservaba el aroma a cigarro de Vittorio, como si el antiguo jefe se negara a irse del todo. Fabio no lo echaba de menos. No era de esos hombres. Su lealtad ya tenía nuevo dueño.
Al fondo, la puerta se abrió con un leve chirrido. Un hombre robusto, con camisa negra y barba de días, cruzó el umbral con paso firme.
—Fabio —murmuró con un asentimiento seco.
—¿Ya está hecho? —preguntó sin volverse, con la mirada fija en la fuente.
—Sí. Ya la tienen. Vienen camino a Calabria. —La voz del hombre se mantuvo baja, apenas un susurro en el aire cargado de tensión—. Tal como pediste. Nadie vio. Nadie se dio cuenta.
Fabio cerró los ojos por un instante. No fue alivio lo que cruzó por su rostro. Fue satisfacción. Una que se permitió apenas un segundo antes de girarse lentamente hacia su interlocutor.
Una sonrisa ladeada se dibujó en sus labios.
Su plan para ganarse la confianza de Dante, ya estaba en marcha.
—Excelente. —Avanzó con paso sereno hasta el escritorio de roble y se sirvió un dedo de whisky, el bueno, el que Vittorio guardaba para las grandes ocasiones—. Quiero que el señor Dante reciba su regalo lo más pronto posible.
El hombre frunció el ceño, cruzando los brazos.
—No lo entiendo… ¿Por qué ella? ¿Qué tiene esa mujer? ¿Qué la hace tan especial?
Fabio alzó la vista, sus ojos se oscurecieron con una mezcla de nostalgia y cálculo.
—Porque él no la ha olvidado desde el primer instante en que la vio.
Tomó un sorbo del whisky, dejando que el fuego bajara lento por la garganta.
—Fue en Moscú, hace dos años, en el evento especial de navidad en el teatro Bolshoi. Ella bailaba esa noche con la compañia de ballet ruso. Él quedo cautivado desde el primer instante que la vio.
Se apoyó en el borde del escritorio, con la mirada clavada en la nada.
—Ese día intentó conocerla, pero tuvimos que regresar a Italia de emergencia, pues fue la noche que encontraron a...
Se hizo un silencio tenso al recordar ese funesto día.
—Es usted muy considerado, al darsela de regalo.
—Sí —Fabio sonrió con un dejo de tristeza—. Decidí traerla como un obsequio para él, porque los hombres como Dante no piden lo que quieren. Lo toman. Yo solo le estoy facilitando el trabajo.
El hombre lo observó un momento.
—¿Y si a ella no le gusta el signore? ¿Si lo odia por esto?
—Que lo odie —dijo, dejando el vaso sobre la mesa con un leve clac—. Las grandes historias de amor surgen del odio más visceral. Que grite, que lo desafíe, que lo rompa si quiere. Al menos sentirá algo. Lo único que me importa es que Dante obtenga algo que ha deseado por mucho tiempo.
Guardaron silencio. Afuera, un trueno lejano rompió la calma del cielo. La tormenta aún no había llegado, pero estaba en camino.
Como ella.
Como el destino.
***
Svetlana despertó en un estado de aturdimiento profundo, como si el mundo entero estuviera flotando en una niebla espesa. Al principio, la frontera entre la pesadilla y la realidad se desdibujaba por completo. Abrió los ojos, pero las sombras y la confusión la envolvían. ¿Era un motor? ¿Un zumbido que hacía vibrar el aire? No estaba segura, pero sí sentía que algo estaba muy, muy mal.
El frío del metal bajo sus manos la hizo estremecerse, y su cuerpo, torpe y pesado, parecía no obedecerle. Fue entonces cuando las imágenes se agolparon en su mente: los hombres, la violencia, la fuerza con que la arrastraron, el vehículo oscuro, el idioma que no entendía. El miedo la abrazó, y con él, la rabia.
—¡Auxilio! —gritó con fuerza, pero su voz, ronca y desgarrada, solo rebotó en las paredes del pequeño espacio. Las palabras, vacías, amplificaban su desesperación. Se levantó, tambaleante, el corazón martillando en su pecho. Corrió hacia la puerta, golpeándola con ambas manos, una vez, dos veces.
—¡Déjenme salir! —suplicó, con un nudo en la garganta, buscando a alguien, a algo que la sacara de ahí.
El cuarto era estrecho, claustrofóbico. Las paredes cubiertas de paneles de madera brillante, lujosos en su frialdad. Una pequeña mesa y un asiento. Nada más. Un lujo asfixiante. No había nada que pudiera usar como arma, solo el vacío opresivo que se apoderaba de su mente.
«Ese maldito loco lo ha logrado», pensó. La ira le subió hasta la garganta como un veneno hirviendo. Apretó los puños y las uñas se le clavaron en las palmas. «Cuando lo vea… cuando lo vea, le romperé la nariz. Le escupiré en la cara. No se merece ni un gramo de respeto».
Intentó abrir la puerta de nuevo, esta vez con toda su fuerza, pero nada. Estaba atrapada. Miró alrededor, buscando desesperada algo, cualquier cosa...
El sonido de un cerrojo girando la sacó de su frenesí. La puerta se abrió, y un hombre entró. Alto. Imponente. Vestía de negro, su camiseta ajustada marcaba músculos de piedra. Su rostro, impasible, no transmitía ni una pizca de emoción.
Svetlana retrocedió instintivamente, chocando contra la fría pared metálica. El miedo la hizo temblar, pero no podía ceder. No.
El hombre dejó un plato sobre la mesa y salió sin mirar atrás, cerrando la puerta con un golpe seco que resonó como una sentencia. Svetlana permaneció allí, inmóvil, con la respiración agitada y las piernas temblando de manera incontrolable. Cuando el eco del cierre se desvaneció, se giró hacia el plato. Comida simple: pan, queso, frutas. Pero no podía, no quería. Con rabia, lo agarró y lo lanzó hacia la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Déjenme salir! —gritó de nuevo, golpeando la puerta. Lágrimas se desbordaron de sus ojos. Estaba atrapada. Atrapada y sola.
Entonces, la voz grave de un hombre la congeló. Venía de ninguna parte. En un inglés precario, la voz resonó como una amenaza que helaba la sangre.
—Basta de gritar —dijo. La calma inquietante de sus palabras parecía envolverla. —Nadie vendrá a ayudarte. Estás muy lejos de casa, rusa. Guarda tus fuerzas. Las vas a necesitar.
Svetlana se quedó quieta. ¿Qué diablos? Frunció el ceño, confundida y furiosa. ¿Qué era eso? ¿Un maldito juego? Buscó desesperada la fuente de la voz, hasta que la vio: una bocina en el techo, junto a una cámara que giraba lentamente hacia ella. La presencia de esos ojos invisibles la invadió como una ola fría.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con la voz quebrada por las lágrimas—. ¿Por qué me hacen esto? ¿Qué van a hacerme?
Pero la respuesta nunca llegó. Solo el zumbido del motor, como una máquina indiferente que la arrastraba hacia la oscuridad. Svetlana cerró los ojos, luchando por calmar su mente que ya iba a mil por hora. ¿Iban a matarla? ¿La venderían? ¿A qué se estaba enfrentando?
Entonces, un sonido lo cambió todo. La turbulencia. La sacudida. Y de repente, algo hizo clic en su cabeza. El aire del espacio cerrado. La presión en sus oídos. Todo lo que la rodeaba, todo se condensó en un solo pensamiento: estaba a bordo de un avión.
—Me están sacando del país —murmuró en su lengua natal, con la voz rota. El pánico le subió desde las entrañas, su mente oscurecida por los peores temores. Cayó al suelo, abrazándose las rodillas, temblando como una hoja al viento.
—¿Por qué a mí? —sollozó, mirando hacia el techo, como si pudiera encontrar alguna respuesta, algún consuelo. Pero lo único que escuchaba era el sonido de su respiración entrecortada.
El aire se volvió más denso. Un humo blanco se filtró por debajo de la puerta. Svetlana intentó levantarse, pero sus piernas no respondieron. La visión se nubló. El mundo giró con fuerza.
Antes de perder el conocimiento, una última pregunta la atravesó como una daga: ¿Sobreviviré a esto?
El jet privado descendió lentamente, cortando el aire con un rugido grave que se fue apagando al tocar tierra.Dentro del avión, el lujo contrastaba con la tensión que se respiraba. Los asientos de cuero beige brillaban bajo la luz cálida, y las superficies de madera reflejaban destellos dorados con sobriedad. Era un espacio diseñado para el confort absoluto, pero para Svetlana, que yacía inconsciente sobre uno de los sofás, no era más que una jaula elegante.El hombre más corpulento del grupo, de barba rala y mirada gastada, se acercó a ella con movimientos mecánicos, como quien carga peso muerto a diario. La levantó sin esfuerzo. Su cuerpo, tan liviano, parecía más el de una muñeca que el de una mujer viva. La llevó hasta una camioneta negra que esperaba en el borde del andén. El motor emitía un ronroneo grave que se perdía en la madrugada helada.—Ábreme la puerta de atrás —gruñó el hombre.Uno de sus compañeros obedeció sin chistar. La acomodaron en el asiento trasero, cuidando que
El rugido de un motor cortó el aire gélido de la noche, anunciando la llegada de la camioneta negra, blindada y lujosa, que se detuvo ante la entrada principal de la villa Bellandi. La propiedad, imponente y aislada, se alzaba en medio de un mar de tierra, un reino de secretos y traiciones.Más allá de las puertas, la ‘Ndrangheta respiraba en las sombras.Los primeros en salir fueron dos hombres con abrigos gruesos, armados hasta los dientes, alertas a cualquier movimiento. Tras ellos, Svetlana, rodeada por otros dos, caminaba arrastrada, las manos atadas con fuerza, su cuerpo apenas cubierto por ropas que poco hacían contra el frío cortante del invierno. Su mente aún luchaba por procesar la confusión del momento.¿Qué diablos estaba pasando? Su respiración era irregular, el miedo y la incomprensión nublaban sus pensamientos. Aquello no podía ser real, pensó. La idea de que ese enfermo, ese psicópata, la hubiera atrapado por fin, flotaba en su mente, pero algo no cuadraba. Esa gente no
Unos cuantos minutos antes...A las nueve de la mañana, Svetlana se encontraba sentada a la mesa en una de las cocinas de la villa Bellandi, con un plato de comida frente a ella, pues a petición de Fabio, la mujer que había sido designada para cuidarla, la había llevado a conocer el lugar para que se familiarizara. La casa, impregnada del aroma a especias y madera vieja, parecía tan opresiva como las cadenas invisibles que la mantenían allí. Giulia, una matrona de rostro severo, le instó a comer con un gesto de desdén, pero Svetlana ni siquiera se movió. No tenía apetito. Su mente estaba abrumada por la sensación de estar atrapada en un lugar desconocido, lejos de todo lo que alguna vez había conocido. Solo deseaba desaparecer, huir de allí, aunque sabía que eso era imposible.A lo lejos, una joven de su misma edad la observaba con curiosidad desde un rincón de la cocina, mientras su madre continuaba picando verduras con la destreza de quien lleva toda la vida haciéndolo.—Fiorella, de
Svetlana sintió cómo el pánico la invadía de nuevo. Giró la cabeza lentamente, y ahí estaba él. Era un hombre de veintitantos años de edad, de complexión atlética, alto, vestido de forma muy elegante, cabello oscuro y ojos penetrantes. Había entrado por una puerta que parecía surgir de la nada, oculta entre los arbustos.Sus ojos la observaban con una mezcla de intriga y diversión. Era como si estuviera disfrutando de aquel momento, como si quisiera ver qué haría ella a continuación.El miedo la paralizó, y sus manos perdieron fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, su agarre se soltó y comenzó a caer. Pero no tocó el suelo.El hombre fue más rápido. Con un movimiento ágil, cruzó la distancia que los separaba y la atrapó en el aire. El impacto de su cuerpo contra el suyo le robó el aliento a Svetlana, y cuando levantó la mirada, se encontró con esos ojos.El mundo pareció detenerse.Él la sostuvo con firmeza, como si fuera lo más natural del mundo. Sus ojos, que momentos antes habían
—¿Quien te envió? —preguntó Dante. No esperaba una respuesta, pero necesitaba ganar tiempo.El hombre simplemente avanzó, con movimientos metódicos, buscando un ángulo para disparar de nuevo.El ambiente en el dormitorio era denso, cargado de tensión. Dante se quedó detrás de la pesada cómoda, mientras sus sentidos se agudizaban. Escuchó el leve sonido de los pasos del intruso. El hombre, ágil como un felino, se movía calculando el siguiente ataque, pero Dante no era un novato; había pasado toda su vida preparándose para situaciones como esa.El atacante levantó su arma nuevamente, pero al apretar el gatillo, el sonido seco de un arma encasquillada rompió el silencio. La confusión momentánea del hombre fue todo lo que Dante necesitó. Sin dudarlo, salió de su posición y se lanzó sobre él como un rayo, impactándolo con toda la fuerza de su cuerpo.El golpe fue brutal, ambos hombres cayeron al suelo con un estruendo que hizo vibrar la habitación. La pistola del atacante salió disparada d
La habitación donde Svetlana estaba retenida era pequeña, pero decorada con un lujo sobrio que solo acentuaba la ironía de su situación. Las cortinas, de un blanco impoluto, contrastaban con la prisión que representaban, y la ventana, asegurada con rejas de hierro forjado, permitía el paso de una luz tenue que apenas suavizaba la frialdad del amanecer en Gambarie d’Aspromonte. Desde allí, se vislumbraba un paisaje montañoso cubierto de niebla, un recordatorio cruel de la libertad que le había sido arrebatada.Svetlana se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados con fuerza, tratando de sofocar la tormenta que rugía dentro de ella. Se detuvo frente a la cama, un mueble demasiado elegante para alguien tratado como un simple rehén, y se dejó caer. Las ganas de llorar la asfixiaban, pero no podía permitírselo; cada lágrima sería una concesión a sus captores, un signo de debilidad que no estaba dispuesta a mostrar.El crujido metálico de la cerradura la arrancó de sus pensamientos
Svetlana se abalanzó hacia la puerta en cuanto escuchó el eco distante de unos pasos apagándose en el pasillo. Giró el picaporte con ansias desesperadas, solo para encontrarse con la cruel realidad: estaba encerrada una vez más. Resopló con frustración, golpeó la madera maciza con el puño cerrado y maldijo su mala suerte en ruso, sus palabras impregnadas de una rabia contenida.—Проклятие! —gruñó, apretando los dientes.Con el corazón latiendo desbocado, sus ojos claros recorrieron la habitación con una mezcla de desesperación y determinación. Notó una ventana en la pared opuesta, su única esperanza de escape. Se apresuró hacia ella, pero al intentar abrirla descubrió que estaba sellada herméticamente, con cerraduras de seguridad que parecían burlarse de su impotencia.—¡Demonios!—vociferó, y su voz rebotó en las paredes elegantes, pero frías como la situación que la atrapaba.Se dejó caer al suelo, abatida, las piernas dobladas bajo su cuerpo tembloroso. Las lágrimas brotaron sin cont
Svetlana estaba sentada en el borde de la ventana, sus delgadas piernas colgaban con despreocupada elegancia, pero su mente estaba lejos, perdida en un rincón de Moscú donde aún podía escuchar la risa de su hermanita y percibir el aroma de la nieve fundiéndose en las aceras. La luna llena iluminaba su rostro pálido, enmarcando su silueta como si fuera un cuadro impresionista.Recordaba la sensación del barniz frío bajo sus zapatillas de punta, la adrenalina recorriéndola segundos antes de entrar al escenario, la melodía elevándola más allá del mundo terrenal. Giselle. Odile. Esmeralda. Personajes que le habían permitido escapar tantas veces… pero allí, entre estas paredes de lujo y mármol, no había escape posible.El sonido de la puerta al abrirse la sacó abruptamente de su ensimismamiento.Se giró de inmediato y su mirada azulada se encontró con la de Giulia, que avanzaba con paso firme, seguida de dos hombres trajeados.—¿Qué pasa? —inquirió al instante, pero apenas tuvo tiempo de re