Bajar del cuarto fue casi tan difícil como levantarse de la cama.
El pasillo parecía más largo de lo habitual. Cada tramo de tatami se extendía ante él como si la casa tratara de retenerlo, obligarlo a quedarse donde el médico y la lógica decían que debía estar.
Takeshi avanzó igual.
El bastón golpeaba el suelo con un ritmo grave.
Paso.
Dolor.
Golpe de madera.
Kaito caminaba a su derecha, un poco retrasado, como si temiera tocarlo demasiado y, al mismo tiempo, temiera no estar lo bastante cerca si se desplomaba. Murata iba a la izquierda, hombro firme, la mirada barrriendo pasillos, esquinas, sombras.
Detrás, el médico lo seguía con el maletín en la mano, la expresión de alguien que escolta a un condenado que insiste en caminar por su propio pie.
—Si una sutura se abre, lo abro del todo y lo coso ahí mismo —refunfuñó, más para sí que para ellos.
Takeshi ni siquiera se giró.
Las puertas correderas se deslizaron una a una a su paso, discretas, como si la casa tuviera la decencia de no h