El joven subordinado se deslizó de nuevo hasta su posición, agachándose instintivamente para no asomar la cabeza por encima del marco roto de la ventana.
A su alrededor, el piso superior del viejo almacén servía como mirador improvisado: cristales rotos, polvo en las vigas, olor a madera vieja y humedad. Desde allí, Masanori tenía vista parcial al cruce donde, a pocos metros, los coches de los Bellandi esperaban, quietos.
Abajo, en las azoteas y detrás de muros caídos, sus hombres estaban posicionados. Nadie los veía. Nadie sospechaba.
—Masanori-sama —susurró el chico, inclinando la cabeza—. El oyabun… ha declarado código negro y… ha salido de su casa.
Masanori dejó el pequeño imán con el que había estado marcando puntos en el mapa portátil desplegado sobre una mesa de andamios. Era una versión reducida de su salón de estrategia: Tokio en miniatura, iluminada por la pantalla de una tablet y por la luz mortecina de una lámpara de batería.
Se giró despacio, como si el movimiento le cost