En el año 3050, Nueva York es un mundo de Alfas, Betas y Omegas, donde el poder y el deseo determinan el destino de cada individuo. Maelik Vanross, un alfa dominante, joven exitoso pero marcado por fracasos amorosos, no puede olvidar la noche en que un desconocido en una fiesta de bienvenida de empleados de su empresa, lo dejó irreversiblemente impactado. Ese hombre es Raven Lockridge, un beta de 27 años, tranquilo y disciplinado, que ahora trabaja en la misma empresa que él, por ser toda su vida, su amor platonico o Crush. No es hasta después que lo reconoce. Entre pasiones prohibidas, encuentros furtivos, celos y un cambio de genero por estar tan expuesto a feromonas alfa, el deseo los arrastra a un juego donde resistirse puede ser imposible… ¿Podra nuetro amado beta y futuro omega safarse de las garras de ese alfa arrogante y mal hablado?
Leer másMuchos dicen que vivimos en el paraíso en la tierra.
Pero yo… yo no vivo en ese paraíso del que todos hablan.
No porque me falte techo o comida —aunque a veces sí me falta—, sino porque nací beta. Y ser beta en este mundo es como ser un error de fábrica, un humano comun y corriente sin nada de especial. No hueles a nada exótico solo a sudor corporal, no excitas a nadie por las feromonas porque carecemos de ellas, no inspiras obediencia, ni devoción o sometimiento (osea que puedes mandar a la m****a a cualquiera si fuera el caso). Para los alfas y los omegas somos “los humanos”, y créeme, no lo dicen con cariño.
Cuando era niño solía preguntarle a mi padre por qué yo no olía como él. Papá era un alfa que mi madre amaba hasta cierto punto y decia que olia a azafrán, de esos que con solo caminar en la habitación todos los omegas bajaban la cabeza. Su voz imponía, sus gestos pesaban, y cuando se enojaba, hasta los muebles parecían encogerse. Quien me concibió otro hombre al que llamaba madre, en cambio, era un omega masculino. Frágil, hermoso, delicado, como una obra de arte que respiraba. El siempre olía a jazmín, incluso cuando lloraba. Decía que su aroma era su condena y su arma. A mí… a mí nunca me salió nada. Nunca tuve feromonas. Nunca me temblaron las manos cuando un alfa rugía cerca, ni me puse de rodillas por un aroma dulce de un omega en celo.
Nada. Silencio químico.
Crecí junto a mi hermano menor, Richard. Él sí heredó más del lado alfa de mi padre. Era más alto, más lindo. Desde bebé se notaba que tenía ese brillo en los ojos, esa forma de moverse como si el mundo le perteneciera. Yo lo miraba y pensaba: qué cabrón, hasta respirando parece especial. Yo, en cambio, pasaba desapercibido. En las fiestas familiares, todos lo querían cargar a él, tocarlo, preguntarle cosas. A mí me daban una palmadita en la cabeza y listo, como si fuera el perro de la casa.
No me dolía, al principio. Era lo normal. Pero cuando crecí y empecé a darme cuenta de cómo funcionaba la sociedad, sí empezó a arder.
En el colegio, por ejemplo, las clases estaban divididas. Los alfas tenían tutorías de liderazgo, feromonas, control del instinto. Los omegas aprendían cómo regular su ciclo, cómo cantar, cómo bailar, cómo “potenciar su atractivo”. ¿Y los betas? Nada. Nos daban materias básicas: matemáticas, historia, idiomas, cursos tecnicos de pintura, mecánica o carpinteria. Como si fuéramos máquinas de oficina, destinados a ser choferes, asistentes o cajeros. Y lo peor es que todos lo asumían sin queja.
Yo nunca acepté esa m****a.
La primera vez que sentí de verdad lo que era ser beta fue a los doce años. Había un omega en mi clase, se llamaba Jorsh. Carita perfecta, voz suave, todos estábamos medio embobados con él. Un día le dio un ataque de RUT en medio del recreo. Imagínense la escena: los alfas alrededor se volvían locos, luegos nos dijeron que las feromonas llenaron el aire como perfume pesado. Algunos profesores corrían a inyectarlo para calmarlo, otros intentaban contener a los alfas que casi se arrancaban la ropa para tirarse encima de él. Y yo junto a otros betas… nada. Me daban lástima y agradeci no ser uno de ellos.
Lo miraba todo como si fuera una película a la que me habían invitado pero no me daban entrada. Casi todos estaban afectados, menos los betas. Ni una gota de sudor, ni un latido acelerado. Solo vacío. Jorsh gritaba, suplicaba, y yo lo único que pensaba era: m****a, qué doloroso.
Esa fue la primera vez que entendí que yo no era parte de esa dinámica. Ni como depredador ni como presa. Solo un espectador.
La gente cree que ser beta es “libertad”. Sí, claro. No nos afectan las feromonas, no tenemos RUT, no dependemos de inyecciones ni de vínculos de apareamiento. Podemos amar sin ataduras genéticas, y cuando nos dejan, no nos morimos de pena como los omegas o alfas vinculados.
Pero dime tú si eso es libertad o condena.
Porque al final, nadie nos elige. Nadie sueña con estar con un beta. Nadie escribe canciones sobre betas. Nadie se desmaya por el olor de un beta. Somos invisibles. Si te enamoras de alguien, lo más probable es que te vean como un juguete barato. “Ay, qué tierno, el beta está ilusionado”. Y luego te tiran como un trapo viejo y arrugado cuando llega alguien “de su clase”. Te cambian asi no mas. Al igual entre ellos se cambian como calcetines si no estan marcados.
Yo lo viví. Me enamoré a los quince de una omega llamada Elaine. Ella era hermosa, lo juro. Tenía esa luz que solo ellos tienen, esa forma de moverse que hipnotiza. Me dejaba hablarle en los recreos, incluso me sonreía. Yo me imaginaba futuro con ella. Un día, con todo mi valor, le dije que me gustaba. ¿Saben qué hizo? Se rió. Una risa bajita, como quien escucha un chiste malo. Y me dijo:
Esa frase me partió en dos.
Desde ese día decidí que no iba a ser invisible. Que aunque no tuviera feromonas, iba a gritar mi existencia de otra forma. Mi ejemplo a seguir y mi crush, un alfa dominante Maelik
La universidad fue mi primer campo de batalla.
Yo entré siendo un niño, con dieciciete años, porque mi cabeza siempre estuvo adelantada. Los demás me veían como un rarito. Y sí, lo era a m manera. Pero yo no quería que me vieran como un sirviente, quería que me respetaran por mi cerebro. Al principio me trataban como “el niño beta que estudia mucho”. Pero poco a poco me fui ganando espacio. Discutía en clase, rebatía a los profesores, ganaba concursos académicos. Y aunque los alfas intentaban opacarme con su aura, yo seguía de pie.
Mi hermano menor, Richard también estaba ahí, brillando a su modo. Pero él tenía a los alfas alrededor, lo admiraban, lo respetaban. Yo me ganaba respeto a punta de sudor y esfuerzo. Y esa diferencia pesaba. La dejé en el segundo año de economia para trabajar y ayudar con los gastos de la casa cuando mi madre nos abandonó.
A veces me preguntaba si mi padre se avergonzaba de mí. Él, un alfa inteligente y maestro universitario, y su hijos… dos beta sin olor. Nunca me lo dijo, pero lo veía en su mirada. Como si yo siendo el primero, fuera un recordatorio de que no todo lo que toca un alfa se convierte en oro.
¿Quieres saber qué se siente ser beta en una discoteca?
Yo aprendí a usar eso a mi favor. Como no me afectan las feromonas, podía acercarme a los omegas cuando estaban en pleno ciclo y calmarlos con palabras, con lógica o llamando a emergencias y evitar que se quitaran las ropas. Muchos terminaban viéndome como “seguro”, alguien con quien podían hablar sin miedo.
La verdad es que, si me preguntas qué soy… soy un error orgulloso.
A veces me pregunto qué hubiera pasado si hubiera nacido alfa. Tal vez tendría un ejército de seguidores, una pareja marcada, poder en mis manos. O si hubiera nacido omega, quizá sería un ídolo, alguien que brilla en escenarios. Pero no. Soy beta. Y lo único que me queda es mi cerebro.
No debí dar la vuelta tan de golpe, pero cuando vi a Maelik parado junto a los guardias revisando a cada empleado que salía, el pánico me apretó el pecho y el culo como un puño invisible.—Se me quedó algo, voy más tarde —le dije rápido a mi compañero, fingiendo una sonrisa torpe mientras retrocedía.Él ni siquiera sospechó. Giré en U como los carros de speed y me escabullí por el pasillo, directo al baño del tercer piso. Si me quedaba en mi cubículo sería demasiado obvio, los guardias iban a preguntar qué hago allí si ya no hay nadie. En cambio, en el baño nadie me buscaría.Empujé la puerta, el eco del golpe me rebotó en los oídos. Me encerré en el último maldito cubículo, bajé la tapa del inodoro y me senté con el maletín apretado contra el pecho como todo un colegial. Mis piernas temblaban.Media hora después el silencio era extraño. Allá afuera la torre siempre bullía con pasos, teléfonos, murmullos, impresoras. Pero ahora, nada. Solo el zumbido de la lámpara fluorescente sobre m
Definitivamente, el lunes permanecía con un sol que parecía burlarse de Raven Lockridge.Raven se siguió su camino todavía con el corazón acelerado, como si hubiera corrido una maratón durante la noche. La realidad no era un sueño: había chocado de entre más de mil empleados precisamente con Maelik, su jefe, y había sentido… cosas. Cosas que un empleado promedio no debería sentir jamás frente a su alfa jefe imponente.Llegó a su oficina rojo como tomate, intentando que nadie notara su vergüenza. Claro, intentar parecer normal siendo un beta torpe no es tarea sencilla.—Raven, ¿qué te pasa? —preguntó Merrick Holloway, ingeniero de software de 30 años, con esa media sonrisa burlona que parecía decir “Me trajiste café”.—Estás como un camarón hervido —intervino Sandro Vancouver, el más joven del grupo, siempre dispuesto a bromear sobre todo y todos.Genaro Lara, serio y prudente, solo arqueó una ceja y lo observó con esa mirada de alguien que todo lo ve y nada dice.Raven tragó saliva y
El día de Raven transcurrió con una calma engañosa.La oficina parecía más vacía de lo normal. Muchos no habían asistido tras los excesos de la fiesta de bienvenida, y quienes sí estaban arrastraban la resaca como una sombra. Para él, aquello era casi un alivio: menos miradas, menos preguntas, más tiempo para ordenar los estantes abarrotados de carpetas y repartir sobres confidenciales sin que nadie reparara en lo encorvado de su andar.Cada paso le recordaba la noche anterior. El dolor en su espalda baja y el ardor en su interior eran pruebas vivientes de lo que había ocurrido."No puede ser real… debí estar demasiado borracho. ¿Cómo pude dejar que pasara? Mi amor platónico… el intocable Maelik Vanross… y yo, un simple beta cualquiera."Con un suspiro, acomodó una pila de documentos en su carrito de mensajería. El reflejo en el vidrio de un pasillo le devolvió una imagen que lo hizo apretar los dientes: ojeras profundas, labios aún un poco hinchados, y esa mirada gris que se negaba a
Maelik se detuvo intrigado. Anbos permanecieron en silencio, roto solo por el retumbar lejano de la música de la discoteca. Sus ojos verdes brillan con una intensidad peligrosa, y de pronto, en lugar de furia, apareció una sonrisa maliciosa en sus labios. Estaba al borde del abismo por el deseo y el alcohol en su cabeza. Definitivamente no recordará nada al siguiente dia.—Tienes agallas, jovencito… —susurró, ladeando la cabeza. La mirada se detuvo en el lunar que Raven tenía en el cuello—. Ese lunar… me enloquece.—¿Vas a seguir mirando mi lunar o vas a seguir en donde estabamos? Úsame a tu antojo o me largo ahora mismo.—Toda una fiera. Me gusta—le dice admirando el color gris de su mirada.En vez de morder, Maelik bajó la cabeza y pasó su lengua con lentitud por aquella marca natural, arrancando un estremecimiento involuntario de Raven. El alfa rió bajo, complacido, y sin más preámbulo, rompió su camisa, los botones salieron volando, quitó su cinturón con destreza y bajó sus pantal
—Bien… vamos o llegarás tarde. Sígueme —dijo Racher con esa voz firme y práctica que parecía no tener tiempo para tonterías.Tragué saliva y la seguí. El eco de los tacones de los otros aspirantes, los murmullos nerviosos y el aire cargado de ansiedad me envolvían como una manta pesada. El vestíbulo de Vanross Technologies parecía una catedral de vidrio y acero. Yo, en cambio, era apenas una mota gris intentando pasar desapercibido.Entramos a una sala enorme, blanca, impecable, con mesas metálicas alineadas y varias pantallas holográficas flotando sobre las paredes. Había más de cincuenta aspirantes, todos de pie, algunos con la barbilla en alto como si ya fueran dueños del lugar. Omegas de belleza impecable que trataban de parecer betas; alfas con ese aire de superioridad que se les escapa hasta por los poros. Yo me sentía un intruso en un reino ajeno.—Tomen asiento —ordenó Racher, señalando las mesas.Obedecí y me acomodé en la esquina más discreta posible. No quería llamar la ate
Dicen que la graduación es el día más feliz de tu vida. Mentira del diablo. El día más feliz es cuando abres la nevera y todavía queda pizza fría que no recuerdas haber dejado. Pero bueno, ahí estaba yo, con toga, birrete, un calor del demonio y un diploma que pesaba más que mi autoestima, sintiéndome por fin alguien despues de un descanso de la universidad de cinco años porque me dedique a tener trabajos de medio tiempo y tiempo completo.El auditorio estaba lleno de hijos de alfas y omegas, todos brillantes, todos radiantes, todos con un séquito de admiradores. Y yo… yo era el beta mas viejo con traje barato, temblando como si hubiera corrido un maratón, sosteniendo mi diploma como quien agarra la última rebanada de pastel en una fiesta infantil: con miedo de que me lo arrebaten.—¿Vas a la fiesta de graduación? —me preguntó Xion, mi mejor amigo beta, el único que entiende lo que es ser el relleno humano en este sandwich de feromonas que llaman sociedad.—No. Estoy agotado, ayer hic
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