Beta en apuros

No debí dar la vuelta tan de golpe, pero cuando vi a Maelik parado junto a los guardias revisando a cada empleado que salía, el pánico me apretó el pecho y el culo como un puño invisible.

 

—Se me quedó algo, voy más tarde —le dije rápido a mi compañero, fingiendo una sonrisa torpe mientras retrocedía.

 

Él ni siquiera sospechó. Giré en U como los carros de speed y me escabullí por el pasillo, directo al baño del tercer piso. Si me quedaba en mi cubículo sería demasiado obvio, los guardias iban a preguntar qué hago allí si ya no hay nadie. En cambio, en el baño nadie me buscaría.

 

Empujé la puerta, el eco del golpe me rebotó en los oídos. Me encerré en el último maldito cubículo, bajé la tapa del inodoro y me senté con el maletín apretado contra el pecho como todo un colegial. Mis piernas temblaban.

 

Media hora después el silencio era extraño. Allá afuera la torre siempre bullía con pasos, teléfonos, murmullos, impresoras. Pero ahora, nada. Solo el zumbido de la lámpara fluorescente sobre mi cabeza.

 

Me incliné hacia adelante, intentando calmar la respiración. Tranquilo, Raven. Solo espera un poco y luego te vas. Como As podría decirle al seguridad que me dio cagueta y por eso salía tarde.

 

Pero los minutos pasaron y el cansancio me venció. Cerré los ojos, apoyé la frente en el maletín. Unos minutos no más me dije a mi mismo y… caí.

 

No sé cuánto tiempo dormí. Lo suficiente para que, al abrir los ojos, me diera cuenta de que la torre ya estaba vacía. Mi corazón se desbocó.

 

—Mierda. Genial, Raven. Te quedaste encerrado. Y si un guardia te encuentra aquí, a estas horas, no va a sonar nada bien.

 

Me quedé inmóvil, escuchando cada crujido del edificio vacío. El miedo se instaló en mi estómago. Afuera podía estar cualquiera… o peor, podía estar él.

 

Me asomé y no había nadie solo cámaras de seguridad en los puntos de salidas y ascensores.

 

Habia un calor infernal, como si todo el aire se hubiera detenido dentro de aquel baño sin ventanas. Me quité la chaqueta primero, buscando un respiro, pero ni así era suficiente. Terminé arrancándome la camisa y echándome agua con la mano, intentando engañar al cuerpo para que creyera que era una ducha. El problema era que esa era la única camisa decente que tenía para usar al amanecer, deduciendo que me tocará amanecer aquí encerrado y luego cuando me tocara regresar a trabajar. Si la dejaba empapada, no se secaría a tiempo. La arrugué con rabia contra el pecho y suspiré. No había manera de volver a mi casa sin que me descubrieran, y mucho menos ahora.

 

El estómago me rugió a media noche, recordándome que no había probado nada desde el almuerzo. Salí del cubículo con cuidado, los pasos medidos, el corazón en la garganta. Al fondo del pasillo vi una máquina de café y otra de snacks. Verifique que no hubiera cámaras. Saqué unas monedas con los dedos temblorosos, como si hasta eso pudiera delatarme. Metí el dinero, marqué rápido: una Coca, unas papitas y una botella de agua.

 

Regresé de puntillas, pero justo entonces vi la silueta de un guardia a lo lejos. Me giré en seco, contuve la respiración y apreté el botín contra el pecho como si fueran joyas robadas. Logré volver al baño sin que me notara.

 

Abrí la Coca con todo el cuidado del mundo, pero la traicionera soltó un shhh que me heló la sangre. Maldije en silencio. Las papitas fueron peor: aquellas endemoniadas bolsas parecían gritar cada vez que intentaba abrirlas despacio. Al final, no tuve otra opción más que romperlas y soportar el estruendo en medio del silencio de la madrugada. Masticaba lento, intentando disimular hasta el crujido en mi boca, como si morder un simple trozo de papa frita pudiera condenarme.

 

Cuando terminé, sentí una mezcla de alivio y cansancio. Bebí el agua, me recosté en el suelo frío, extendí la chaqueta como una improvisada manta y cerré los ojos. Antes de dejar que el sueño me venciera, marqué a mi papá y a mi hermano. Les dije que me había quedado en casa de un amigo por un proyecto, mintiendo con la voz lo más firme que pude. Nadie sospechó nada.

 

Luego colgué, y me acurruqué otra vez en aquel baño. Invisible, escondido, como un fantasma que nadie debía ver.

 

Aquí tienes la continuación en primera persona, con el tono pícaro y nervioso de Raven, siguiendo lo que pediste:


El bullicio me despertó. Primero unas voces apagadas, luego risas, y finalmente el inconfundible sonido de varios hombres orinando sin pudor alguno.

Parpadeé, todavía medio ido, y recordé dónde estaba: en el baño del tercer piso, con la espalda hecha polvo de dormir en el suelo y la boca seca como papel.

 

—Genial, Raven, geniaaal… te quedaste a vivir en la empresa como rata de oficina —me susurré, levantándome despacio, las rodillas quejándose.

 

Me puse la camisa arrugada como si fuera una prenda de diseñador, fingiendo que aquel desastre era un estilo “casual chic”. Esperé a que los tipos terminaran de lavarse las manos y salir contando chistes malos sobre la secretaria de contabilidad. Cuando el eco de sus voces se apagó, abrí el cubículo y fui directo al lavamanos.

 

Saqué mi salvavidas: el cepillo de viaje y la pasta mini que siempre cargo “por si acaso”. (Nunca pensé que el “por si acaso” fuera para después de pasar la noche encerrado en el baño de la empresa, pero bueno).

 

Me cepillé los dientes como si fuera una ceremonia sagrada, escupí la espuma y respiré aliviado. Al menos no apestaría a dragón cuando hablara con alguien. Sacudí la chaqueta arrugada, me la puse encima y guardé todo de vuelta en el maletín.

 

Giré sobre mis talones listo para salir, rezando porque nadie sospechara… y ahí estaba.

 

Atravesado en la puerta, como una muralla rubia con traje caro, Maelik Vanross.

 

Se me fue el aire. El tipo me miraba como si yo fuera un ciervo acorralado en plena carretera. Y para empeorar las cosas, le dijo a su asistente, Zacary, que no entrara. La puerta se cerró tras él y quedamos solos.

 

Tragué saliva.

 

—¿Durmiendo en el baño, Lockridge? —preguntó con esa voz grave que me erizó hasta los vellos del alma. Dio un paso hacia mí, olfateándome como un lobo en celo, tan cerca que pensé que iba a descubrir mi mentira de inmediato.

 

Yo levanté el cepillo todavía húmedo y respondí, con la torpeza que me caracteriza:

—No es pecado cepillarse, ¿sabe? Odio llevar los dientes sucios, así que desayuno de camino al trabajo y… pues eso.

 

Me miró con esos ojos verdes intensos que parecían perforar todo lo que soy y lo que quiero ocultar. Luego bajó la mirada a mi camisa y chaqueta.

 

—¿Y las arrugas? —preguntó, ladeando la cabeza, como si analizara la escena de un crimen.

 

Respiré hondo y solté la primera excusa absurda que me vino a la mente:

—El metro. No se imagina lo que es a esta hora. Iba tan apretado que parecía sándwich de pavo. Entre tanto empujón y codazo, terminé así. —Levanté las solapas de la chaqueta como prueba.

 

Maelik frunció apenas los labios, como si quisiera sonreír pero se contuviera. Yo, por dentro, estaba rezando todos los padres nuestros que recordaba.

 

—Dele gracias al cielo de tener su carro propio, jefe —añadí rápido, aprovechando la mínima brecha de humanidad que detecté en sus ojos.

 

Antes de que me pudiera acorralar con otra pregunta, aproveché un hueco al lado de la puerta y me deslicé como pez escurridizo. Sentí su mirada clavada en mi nuca, pero no me detuve ni para respirar.

 

—¿Es eso así?

 

—Si señor...con su permiso me voy a mi puesto.

 

Salí del baño como alma que lleva el diablo, directo a perderme entre la multitud que ya llenaba los pasillos de la empresa.

 

Por dentro solo podía repetir: invisible, Raven, invisible. Porque si él sospechaba la verdad… estaba jodido.

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