El día de Raven transcurrió con una calma engañosa.
La oficina parecía más vacía de lo normal. Muchos no habían asistido tras los excesos de la fiesta de bienvenida, y quienes sí estaban arrastraban la resaca como una sombra. Para él, aquello era casi un alivio: menos miradas, menos preguntas, más tiempo para ordenar los estantes abarrotados de carpetas y repartir sobres confidenciales sin que nadie reparara en lo encorvado de su andar. Cada paso le recordaba la noche anterior. El dolor en su espalda baja y el ardor en su interior eran pruebas vivientes de lo que había ocurrido. "No puede ser real… debí estar demasiado borracho. ¿Cómo pude dejar que pasara? Mi amor platónico… el intocable Maelik Vanross… y yo, un simple beta cualquiera." Con un suspiro, acomodó una pila de documentos en su carrito de mensajería. El reflejo en el vidrio de un pasillo le devolvió una imagen que lo hizo apretar los dientes: ojeras profundas, labios aún un poco hinchados, y esa mirada gris que se negaba a levantar del suelo. Raven entregó sobres, firmó acuses, subió y bajó ascensores. Todo en automático. Ni siquiera se permitió pensar en cruzarse con él otra vez, cuando dejó un paquete en el despacho contiguo al de su jefe supremo. Ni siquiera había escuchado el nombre "Vanross" en voz alta: los superiores se referían a Maelik con un "Señor" cargado de respeto. Por suerte, no lo vio. En otra parte de Nueva York, mientras el sol de mediodía intentaba colarse por las cortinas cerradas de un lujoso penthouse, Maelik Vanross abrió los ojos con una sensación desagradable: la cabeza le pesaba como plomo, la boca le sabía a alcohol y sudor, y su mano apretaba todavía un trozo de tela suave. La corbata azul cielo. Se quedó mirando el objeto un largo rato. El recuerdo era fragmentado: un callejón, un lunar en el cuello, un sabor a piel limpia, diferente. Nada de feromonas omega, nada del perfume dulce al que estaba acostumbrado. Y sin embargo… su cuerpo recordaba el estremecimiento con una claridad irritante. —Otra vez con esa cosa —masculló una voz amarga desde la entrada de la habitación. Zacary Fairbourne, impecable incluso con el cabello húmedo y despeinado, lo observaba con un brillo molesto en los ojos color miel. Vestía solo una bata ligera, dejando ver la piel blanca y marcada por las mordidas de noches anteriores. —¿Qué m****a haces con una corbata que no es tuya, Maelik? —preguntó, cruzándose de brazos. El alfa no respondió al instante. Se levantó con pereza, salió de la habitación, caminó hasta la cocina y tomó un vaso de agua helada. El líquido bajó como fuego por su garganta seca. —No es nada. Algo de la fiesta. —se encogió de hombros, aunque sus dedos no soltaron la tela azul. Zacary avanzó, arrebatándole la corbata de las manos. La observó con una mueca. —¿Nada? Apareces una hora después, oliendo a sexo, y lo único que traes de recuerdo es esto. Ni siquiera olías a omega… —su voz se quebró un instante, entre celos y rabia—. ¿Qué fue, Maelik? ¿Un puto beta? Maelik no contestó. Sus ojos verdes se clavaron en un punto invisible, recordando la marca de nacimiento en las costillas ajenas. Ese candil rosa se había grabado en su memoria como un fuego imposible de apagar. Zacary apretó la mandíbula, conteniendo un insulto. Sabía que no podía permitirse perder el control del todo. Maelik era su alfa, pero también su escalera al poder. —Olvídalo —soltó con frialdad, dejando la corbata sobre la mesa de mármol—. Lo que pasó, pasó. Ni siquiera recuerdas bien, ¿verdad? Siento que se aprovecharon de mi amor. El alfa lo miró de reojo. No negó. —Fue una idiotez. —mintió, aunque su voz sonó demasiado seca para ser convincente. El omega suspiró, dándose media vuelta. Sacó una olla, encendió la cocina y comenzó a preparar sopa como quien busca recuperar la normalidad a la fuerza. —Eres un desastre cuando bebes —murmuró, sin mirarlo—. Comamos y luego hablamos. Maelik lo observó en silencio, con una extraña punzada en el pecho. Una parte de él quería dejar el asunto atrás, aferrarse a la estabilidad de Zacary, a la rutina de un amante posesivo pero conocido. Otra parte, en cambio, ardía por buscar de nuevo aquel lunar, aquella mirada gris que lo había desafiado sin miedo. Un lunar que lo había enloquecido. La reconciliación llegó como tantas otras veces: entre la sopa caliente, un silencio incómodo y el roce intencional de manos. Zacary sabía manipularlo; lo llevó a la ducha, dejó que el agua borrara la resaca, y entre vapor y caricias, se adueñó de su atención otra vez. El omega se pegó a su cuerpo, celoso y dominante, como si quisiera marcar territorio. Lo besó con hambre, le arañó la espalda y lo montó sin pedir permiso. Maelik lo dejó hacer, gimiendo bajo, descargando en él la tensión acumulada. Pero incluso en medio del placer, en la oscuridad de su mente, la imagen del beta volvió. Los ojos grises. La marca de nacimiento. La sensación de un cuerpo que no debía atraerlo, pero lo llamaba con fuerza. Maelik apretó los dientes, enterrando el recuerdo en lo más profundo mientras Zacary jadeaba su nombre contra su oído. "No debo buscarlo. No debo. Fue solo una noche." Y, sin embargo, lo sabía: esa noche ya había cambiado todo. El sábado y domingo de Raven fueron todo lo opuesto a la locura de la fiesta. Al llegar a casa, lo primero que hizo fue encerrarse en su cuarto y ponerse hielo en la cadera. Cada movimiento le arrancaba un quejido ahogado; su cuerpo aún llevaba la memoria de la noche anterior, y su trasero se estremecía con solo pensar en ello. "Nunca debió pasar. Nunca…" No tuvo fuerzas para encender la consola ni sumergirse en sus videojuegos de costumbre. El sueño lo devoró por completo, y cuando despertó, ya era domingo por la tarde. Su hermanito menor lo encontró bostezando y despeinado. —¡Miren! —rió el niño señalándolo—. El abuelo finalmente se levantó de la tumba. ¡Qué anciano! Raven le lanzó un cojín con flojera. —Molesta a otro, mocoso. La tarde transcurrió tranquila: cenaron juntos, su padre llegó de casa de uno de sus amigos, vieron una película en el sofá y luego todos se retiraron a sus habitaciones. Esa paz familiar fue un bálsamo inesperado para su corazón, aunque no borró la marca ardiente que Maelik había dejado en su memoria. El lunes siguiente, el desastre volvió a tocar la puerta. Raven abrió los ojos de golpe: el reloj marcaba que estaba tarde. Muy tarde. —¡Mierda! —exclamó, saltando de la cama. No alcanzó a ducharse, pero por suerte se había bañado la noche anterior. Se vistió a las carreras, apenas se peinó con la mano y corrió hasta el metro con la corbata mal anudada. El trayecto fue un suplicio de ansiedad: “Me van a despedir en el primer mes, como un idiota… Maldición, Raven…” Al llegar a la empresa, se lanzó hacia los ascensores, con los papeles a medio ordenar en sus brazos. Fue entonces cuando el destino le tendió una trampa cruel: dobló la esquina demasiado rápido y chocó de lleno contra un cuerpo sólido. Ambos cayeron al suelo. Raven quedó helado. Maelik Vanross estaba debajo de él. El alfa lo miraba con una furia que parecía quemar. Su traje negro, impecable hasta ese instante, tenía ahora un salpicón de café y un pliegue torcido. —¡¿Qué demonios fue eso?! ¡Me lleva el mismísimo demonio! —rugió Maelik, con voz grave que hizo temblar a todos los presentes en el pasillo. Raven, aún sobre él, sintió que el mundo entero se le derrumbaba. —L-Lo siento mucho… ¡Perdón, señor Vanross! Yo… yo… —balbuceaba, intentando levantarse. Maelik lo sostuvo un segundo con la mirada, dispuesto a humillarlo, pero algo lo detuvo. En el cuello de Raven, apenas visible bajo el cuello de la camisa mal abrochada, se asomaba un lunar rosado. Exactamente el mismo que había besado en aquella noche borrosa. Su cuerpo reaccionó de inmediato: la sangre le subió de golpe, su virilidad se endureció bajo el traje. "No… no puede ser. ¿Él?" No no es atractivo. Mira el carnet y tiene el puesto más abajo de la empresa. —Eres un maldito torpe. ¿Acaso piensas que tengo tiempo para tintorerías? —escupió, intentando recuperar el control. Antes de que Raven pudiera responder, Zacary apareció, impecable como siempre, con el ceño fruncido y una sonrisa venenosa. Acababa de buscar unas copias en la recepción. —¿Y este inútil? —dijo, apartando a Raven con brusquedad, casi empujándolo al suelo—. Ceo Vanross, debería despedirlo en este mismo instante. Beta imprudente, seguro ni sirve para archivar. Raven tragó saliva, paralizado. Pero entonces, la voz de Maelik cortó el aire: —Basta, Zacary. El omega lo miró incrédulo. —¿Qué? Pero casi lo mata, y mírese el traje… —Dije basta —gruñó el alfa, clavando en él sus ojos verdes. Luego giró hacia Raven, con un tono más frío, pero calculado—. Ten más cuidado. Esta vez te la dejaré pasar. Raven asintió rápidamente, con el corazón martillando en el pecho. —S-Sí, señor. Perdón, señor Vanross. Maelik se levantó, acomodándose el saco. Con un gesto seco, tomó a Zacary del brazo. —Vamos. Ya vamos tarde. El omega bufó, aún fulminando a Raven con la mirada, pero no se atrevió a contradecirlo en público. Raven quedó en el suelo, recogiendo los papeles dispersos con manos temblorosas. Su piel aún ardía donde los ojos del alfa lo habían recorrido, y su mente no podía sacudirse la idea: "Me notó. Me miró distinto. Y… ¿por qué me defendió de Zacary?" Mientras Maelik se alejaba por el pasillo, no pudo evitar palpar de nuevo la tela de su bolsillo interior. La corbata azul cielo seguía allí, arrugada pero intacta. Y ahora ya no tenía dudas: Ese beta le llama la atención y eso es mucho decir.