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Perdiendo la virginidad con el ceo más codiciado.

—Bien… vamos o llegarás tarde. Sígueme —dijo Racher con esa voz firme y práctica que parecía no tener tiempo para tonterías.

Tragué saliva y la seguí. El eco de los tacones de los otros aspirantes, los murmullos nerviosos y el aire cargado de ansiedad me envolvían como una manta pesada. El vestíbulo de Vanross Technologies parecía una catedral de vidrio y acero. Yo, en cambio, era apenas una mota gris intentando pasar desapercibido.

Entramos a una sala enorme, blanca, impecable, con mesas metálicas alineadas y varias pantallas holográficas flotando sobre las paredes. Había más de cincuenta aspirantes, todos de pie, algunos con la barbilla en alto como si ya fueran dueños del lugar. Omegas de belleza impecable que trataban de parecer betas; alfas con ese aire de superioridad que se les escapa hasta por los poros. Yo me sentía un intruso en un reino ajeno.

—Tomen asiento —ordenó Racher, señalando las mesas.

Obedecí y me acomodé en la esquina más discreta posible. No quería llamar la atención, no quería que me miraran, y mucho menos que notaran el temblor de mis manos.

La primera prueba fue de conocimientos. Tablas, cálculos, lectura de contratos, simulaciones de rutas de mensajería dentro de la empresa. Para mí, que siempre tuve un cerebro obsesivo para los estudios, aquello era casi un refugio. Mis dedos volaban sobre la pantalla, resolviendo ejercicios que hacían sudar a otros.

Después vinieron las pruebas físicas: resistencia, coordinación, capacidad para orientarse con mochilas llenas de paquetes de todos los tamaños. No soy un atleta, pero sobreviví sin quedar en ridículo.

Lo peor vino al final: las pruebas de segundo género.

En cuanto sacaron los detectores de feromonas, el aire dentro de esas capsulas se volvió más tenso que nunca. Yo no olía nada, claro, pero veía la incomodidad en los rostros de los omegas camuflajeaados. Algunos temblaban, otros mordían su labio con desesperación. Era cuestión de minutos que quedaran al descubierto.

Y así pasó.

Uno a uno, varios aspirantes fueron retirados en vergüenza. Los detectores pitaron al descubrir feromonas de omega disfrazados de betas. Verlos salir con la cabeza gacha, arrastrados por el personal de seguridad, me hizo apretar los puños. Sentí lástima por ellos, pero también alivio: cada eliminación me dejaba un poco más cerca de mi oportunidad.

Al final quedamos solo cuatro.

Merrick Holloway, un ingeniero de software con cabello cobrizo corto y ojos avellana. Tenía esa sonrisa irónica de quien siempre parece estar burlándose de algo.

Sandro Vancouver, jovial y bromista, con su cabello gris casi blanco y ojos azules brillantes. Bueno en matemáticas.

Genaro Lara, moreno, callado, con unos ojos oscuros que parecían analizarlo todo en silencio. Seria asistente de cómputos en mi área.

Y yo. Raven Lockridge. El beta de 27 años que aún no entendía cómo demonios había pasado hasta aquí.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi vida estaba a punto de cambiar.

Aunque, en el fondo, seguía viendo una silueta inalcanzable: Maelik Vanross, el hombre al que jamás me atrevería a acercarme por mi cuenta… y sin embargo, el único que siempre había ocupado mis pensamientos.

 

Llegué a casa tarde, con el uniforme todavía arrugado por tantas vueltas en los ascensores de Vanross Technologies. Apenas abrí la puerta, el olor a café recalentado y libros viejos me golpeó en la nariz. Así era mi hogar: pequeño, sencillo, lleno de recuerdos… frustraciones y de reclamos.

La hora de la cena era un total caos.

—¿Mensajero interno? —la voz de mi padre retumbó desde la mesa del comedor antes de que siquiera pudiera servirle la ensalada—. Raven, ¿eso es lo mejor que podías conseguir después de graduarte con honores despues de tanto tiempo? tiene 27 años, maldita sea. Debiste haber terminado 5 años atras.

Dejé mi plato a medio comer y me quedé quieto un segundo. Ahí estaba: el sermón que sabía que venía.

—Papá, es un buen trabajo —respondí, tratando de sonar calmado—. La paga es mucho mejor de lo que crees.

Él se cruzó de brazos, todavía con la corbata floja después de un día entero dando clases en la universidad. Ese hombre podía citar a Sócrates de memoria, pero cuando se trataba de aceptar mis decisiones… era peor que un juez.

—No te eduqué para que terminaras repartiendo sobres de oficina en oficina —gruñó.

Antes de que pudiera defenderme, Richard, mi hermano menor, soltó una carcajada desde el sofá, donde estaba con los auriculares puestos y un videojuego encendido.

—¡El genio de la familia, trabajando de cartero de lujo! Creo que postuló a ese trabajo porque su chrush es el mismisimo ceo—dijo entre risas.

—Cállate, Richard —le lancé una mirada asesina—. Al menos yo tengo trabajo y te doy tu mesada.

—Sí, sí, pero te ves igualito a los repartidores de pizza. Solo que en traje de corbata.

—Ya quisiera tu cara de frijol conseguir un puesto así.

Richard sacó la lengua y volvió a su juego, pero todavía se reía para sí mismo.

Me pasé una mano por el cabello y suspiré.

—Papá, mira, no es solo repartir cosas. Trabajo en Vanross Technologies. ¿Sabes lo que significa? Es la empresa más grande de la ciudad. Estar allí, aunque sea como mensajero, me abre puertas. La paga es buena, hay bonos, seguro médico. No es poca cosa. Y lo mejor puedo escalar. Mi carrera de economia no se irá al escusado. Asi que no te lleves de mi hermano.

Mi padre negó con la cabeza, como si yo estuviera arrojando mi título a la basura.

—No me importa cuán grande sea la empresa. Esto es una burla. Eres igual que tu madre no valoras nada.

—Tal vez sí —admití, encogiéndome de hombros—. Pero ahora mismo es lo que hay. Y… me gusta. Ademas yo pague mi universidad y ayudo en los gastos de esta casa.

No le conté la verdadera razón, claro. No iba a decirle que había visto a Maelik Vanross pasar frente a mí en el vestíbulo y que casi me da un infarto de la emoción. Eso lo guardé para mí… y para mis peces.

—Voy a pedir postre a domicilio. ¿Quieren algo más? —cambié de tema, sacando el celular.

—Pudin—gritó Richard sin apartar la vista de la pantalla.

—Pastel de chocolate —respondió mi padre, seco.

Yo pedí helado de chocolate. Porque nada cura mejor un día pesado que el helado.

Cuando llegó el pedido, me llevé mi bote de helado. Encendí la pecera y miré a mis dos peces betas, nadando felices entre las burbujas.

—Pizza, Burrito, adivinen qué pasó hoy —les dije mientras les echaba las escamas de comida flotante—. ¡Vi a Maelik! Pasó frente a mí, con ese cabello rubio que parece sacado de un comercial de champú y esos ojos verdes… santo cielo, casi dejo caer el sobre que llevaba.

Los peces, obviamente, siguieron nadando como si nada.

—Ya sé, ya sé… para ustedes solo soy el tipo que da comida. Pero créanme, fue como ver al sol. Claro, él ni me miró, porque ¿quién mira a un beta como yo? Pero igual… ahí estaba. Y eso ya vale el día.

Me dejé caer en la cama, con el helado frio y las luces de la pecera iluminando mi pared llena de fotos.

—Un día, Pizza, Burrito… un día voy a lograr que él al menos me vea.

Me reí de lo ridículo que sonaba, di un mordisco al helado y me quedé mirando a mis peces como si fueran mis mejores consejeros.

El viernes llegó más rápido de lo que esperaba. Toda la semana en Vanross Technologies había sido un torbellino de carreras con sobres, documentos extraviados y la presión constante de no fallar. Pero lo peor era sentirme invisible. En los pasillos me rozaban alfas y omegas como si yo no existiera. Ni una mirada, ni un gesto. Solo otro beta en la marcha.

La fiesta de bienvenida era la excusa perfecta para que todos se lucieran. Primero nos llevaron a un restaurante elegante. Yo apenas probé bocado, tenía un nudo en el estómago. A los betas nos pusieron en las mesas del fondo, lejos de la mesa VIP donde se sentaban los ejecutivos. Desde donde estaba, solo veía coronillas y perfiles altivos, pero aun así, entre la multitud, buscaba una cabeza rubia ceniza. Buscaba a él. A Maelik Vanross.

No lo vi nunca.

Después nos trasladaron a una discoteca en el centro. Disque porque la noche era joven y era muy temprano para ir a casa.

Todo era un caos. Luces de neón, música que retumbaba en los huesos, cuerpos bailando como si no hubiera un mañana. Yo me sentía fuera de lugar, como siempre. Hora y media más tarde, salí al callejón lateral para encender mi cigarrillo electrónico. Necesitaba aire, espacio.

Entonces lo escuché.

Un forcejeo, un ruido sordo detras de una pila de cajas vacias. Seguí el sonido y lo vi. Entre sombras, un alfa empujaba a un omega contra la pared. El omega estaba aterrado, forcejeaba en silencio, sin atreverse a gritar.

—¿Qué demonios…? —murmuré, avanzando un paso —Oye tómalo con calma este no es lugar para eso, vayan a un hotel.

Pero antes de nada, el omega escapó corriendo hacia la salida aprovechando el descuido del grandulote rubio, dejándome frente al alfa tambaleante. Parecia estar en celo.

Y ahí estaba él.

Maelik Vanross.

Su mirada verde estaba nublada por el alcohol y el deseo, pero aun así era fulminante. Sentí el mundo detenerse cuando clavó los ojos en mí. Antes de que huyera me agarró por el brazo y tomé el lugar del desertor.

—Tú… —gruñó, señalándome con el dedo. Su voz era grave, cargada de autoridad y descontrol—. Hazte responsable. Acabas de auyentar al pequeño omega.

Mi garganta se secó. No era miedo lo que sentía, sino algo más peligroso: deseo.

—Yo… lo lamento, no fue mi intención interrumpir—alcancé a decir, bajando la vista por instinto. Y entonces lo noté: la tensión en su pantalón, la evidencia clara de lo que lo dominaba. Estaba en celo.

No tuve tiempo de reaccionar. En un parpadeo, me tomó del otro brazo y me empujó contra la pared. El frío del concreto me recorrió la espalda, pero el calor de su cuerpo me envolvió por completo. El olor a alcohol el aire, aunque yo no podía percibir sus feromonas como un omega, sabia que el ambiente estaba cargado porque toda mi piel sentia escalofrios.

—Si me dejas… así como estoy —murmuró con la voz áspera, cargada de una rabia contenida—, si huyes, serás un cobarde.

Lo miré directamente a los ojos. Yo, un simple beta, reducido a nada en su mundo… y aun así, en ese instante, no me sentí menos que él.

No huí. Senti que me saque la loteria. Estaba casi seguro que lo olvidaria todo al siguiente dia.

—Te ayudaré —le susurré con firmeza—. Solo espero que seas gentil.

El sonido que hizo fue una mezcla entre risa y gruñido. Luego sus labios descendieron a mi cuello, desesperados. Sentí el roce de sus colmillos, tan cerca que la piel se me erizó.

Me tensé, apretando sus hombros.

—No —dije entre jadeos, empujándolo apenas. No con fuerza, porque sabía que sería inútil, pero lo suficiente para dejarlo claro—. Haz lo que quieras… pero no me marcarás.

Él se apartó un segundo, mirándome con esos ojos encendidos, como si no entendiera que alguien pudiera negarle algo.

—Cuánto orgullo…pequeña mariposa —bufó, con una media sonrisa torcida—. Muchos mueren por una marca mía.

Tragué saliva, el corazón martillándome en el pecho.

—Digamos que soy quisquilloso.

Lo siguiente fue un torbellino. Sus manos, mi respiración acelerada, el mundo reduciéndose a ese callejón oscuro y al cuerpo de Maelik Vanross contra el mío. Y yo, un beta cualquiera, atreviéndome a sostener la mirada del hombre que había sido mi amor platónico imposible… y que ahora me estaba devorando vivo.

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