Ser su secretaria ya era difícil. Arrogante, controlador y frío como el acero, Alejandro De la Vega no era precisamente el hombre con el que Mariana soñaba compartir algo más que informes y cafés amargos. Pero cuando su familia enfrenta una ruina inminente, él le propone un trato imposible de rechazar: un matrimonio falso para proteger su reputación… y salvar la empresa de ella. Lo que comienza como una farsa llena de reglas y apariencias pronto se convierte en un juego peligroso de miradas, celos y caricias que no estaban en el contrato. En medio de eventos sociales, verdades enterradas y una ex prometida que no acepta perder, Mariana descubrirá que detrás del jefe frío hay un hombre herido… y tal vez, el amor más real de su vida. El problema es que enamorarse no estaba en los términos del acuerdo. Y romper las reglas… podría costarles el corazón.
Ler mais—Señorita Ortega, ¿qué parte de urgente no comprendió?—
Tragué saliva. Todos los directivos me miraban, algunos con lástima, otros disfrutando el espectáculo como si fuese una función de circo. Me sentía como el payaso trágico con un expediente entre las manos.
—Lo siento, señor De la Vega. El documento tardó más de lo esperado en impresión—intenté mantener la voz firme, pero incluso mis pestañas temblaban.
Él no respondió. Solo me observó con esos ojos grises como acero fundido. Fríos, sí, pero con una intensidad tan incómoda que me hizo preguntarme si podía leer hasta mi última inseguridad. Tal vez podía.
Me giré sobre mis tacones —demasiado altos, por cierto, ¿por qué seguía poniéndomelos?— y me tragué las lágrimas con el mismo orgullo con el que una reina se pone su corona. Porque eso era lo único que me quedaba: orgullo y un sueldo que apenas alcanzaba para pagar el alquiler de un departamento que tenía más humedad que privacidad.
Cuando regresé a mi escritorio, con el corazón todavía latiendo en mi garganta, el teléfono vibró.
—¿Hola? —respondí, apretando el auricular contra mi oído.
Y entonces supe que ese día aún tenía espacio para empeorar.
La casa de mis padres seguía igual: la tapicería beige que mamá eligió antes de morir, los portarretratos llenos de recuerdos que ahora sabían a melancolía, y el olor a café quemado que papá nunca aprendió a evitar.
—¿Qué pasa? —pregunté apenas cerré la puerta del estudio.
—La empresa… —sus dedos se enredaban entre sí—. Vamos a la quiebra, Mariana.
Sentí un zumbido en los oídos. No, eso no podía estar pasando. La fábrica de mi familia había sobrevivido a dos crisis económicas, una pandemia y hasta un intento de fraude. No podía terminar así.
—¿Cuánto? —pregunté, en automático.
Él levantó la mirada y ahí estaba el golpe final.
—Una cifra impagable. Pero hay algo más… El principal acreedor… es De la Vega Corporation.
Mi mundo se detuvo.
¿Alejandro? ¿Mi jefe? ¿El mismo hombre que me había humillado esa mañana con la gracia de un emperador romano arrojando a alguien a los leones?
—¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Quería solucionarlo… antes de que te afectara.
Me reí. Un sonido seco, ácido.
No dormí. Ni una maldita hora.
Al día siguiente entré a la oficina con la seguridad falsa que da el delineador perfecto y el café cargado. Toqué la puerta de su despacho como quien toca la de una celda.
—Adelante —dijo su voz al otro lado. Grave. Serenamente intimidante.
Entré.
Él estaba ahí, detrás de su escritorio, como un dios moderno: traje negro, reloj de lujo, y esa expresión inescrutable que me hacía odiarlo tanto como me desconcertaba.
—Necesito hablar con usted —dije.
—Ahora sí es urgente —musitó sin levantar la vista del portátil.
—Es sobre la deuda de mi padre.
Entonces sí me miró. Y cuando lo hizo, sentí cómo mi piel se erizaba. Algo en sus ojos había cambiado. No era frialdad, no era desdén. Era… evaluación. Como si estuviera calculando el valor de cada palabra que iba a decir.
—¿Quieres una prórroga?
Asentí.
Él se levantó. Caminó hacia mí. Con calma. Con esa manera suya de moverse, como si el mundo entero le perteneciera y él eligiera en qué parte de él pisar.
—Tengo otra oferta.
Mi corazón se aceleró.
—¿Qué tipo de oferta?
Él se detuvo a solo un paso de mí. Su proximidad era un arma. La usaba bien. Como todo lo demás.
—Cásate conmigo.
El silencio que siguió fue tan espeso que casi podía masticarse.
—¿Qué?
—Un matrimonio por contrato. Seis meses. Viviremos juntos, asistiremos a eventos, daremos la imagen de una pareja sólida. Cuando termine, cada uno volverá a su vida. Yo cancelaré la deuda de tu familia. Y tú… me ayudarás a resolver un pequeño problema de imagen.
Lo miré como si estuviera loco. Porque lo estaba. ¿Quién demonios ofrecía matrimonio como solución de negocios?
—¿Qué problema de imagen? —pregunté, sin poder evitarlo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa seca.
—Digamos que necesito parecer… más humano. Menos inalcanzable. Alguien con una esposa devota. Alguien confiable para ciertas negociaciones internacionales. Y tú… eres perfecta para eso.
Perfecta. Como quien elige un vestido a medida.
—¿Y qué hay del amor? —pregunté, con la ironía goteando de mi voz.
—No está en el contrato —respondió.
Esa noche lloré. No como en las películas. No con lágrimas silenciosas y mirada al infinito. Lloré con la cara hundida en la almohada, los ojos hinchados y la desesperación apretándome el pecho como un cinturón de castidad emocional.
¿Cómo llegué hasta aquí?
¿Cómo terminé con la vida hipotecada por un apellido?
Estaba vendiendo mi libertad. Mi dignidad. Mis sueños de una boda por amor, de alguien que me mirara como si fuese todo su universo. No como un trato conveniente.
Pero entonces pensé en mi padre. En sus manos temblorosas. En la fábrica donde aprendí a caminar. En mi madre. Y supe la respuesta, aunque doliera.
Marqué su número.
Una, dos, tres veces.
Contestó en la tercera.
—Sí —le dije, con la voz más firme que pude reunir—. Me caso contigo.
Silencio.
Luego, su respuesta:
—Bien.
Una pausa.
—Estás contratada… como mi esposa.
No colgó de inmediato. Me dejó ahí, con el auricular contra la oreja, escuchando su respiración pausada. Como si saboreara mi rendición. Como si estuviera evaluando cada milisegundo de silencio para descifrar si había flaqueza en mi voz.
—Mañana a las ocho —dijo al fin—. En mi casa.
—¿Tu casa?
—¿Esperabas una oficina para firmar un contrato matrimonial? —su tono fue cruelmente práctico, aunque casi imperceptiblemente divertido—. Vamos a ser marido y mujer, Mariana. Lo mínimo es que sepas dónde vas a vivir.
Y colgó.
Me quedé con el celular aún en la mano, con el rostro pálido reflejado en el espejo de mi habitación. Mi reflejo no parecía el de una mujer que acababa de venderse. Más bien, parecía el de alguien a punto de caminar hacia una hoguera, sabiendo que nadie la va a sacar de ahí. Ni siquiera él.
Dormí poco, lo justo para no desfallecer. Y soñé con cadenas de oro. Con anillos demasiado pesados. Con ojos grises que me miraban sin prometer absolutamente nada.
A las siete de la mañana ya estaba frente a su edificio. No sabía por qué me había esforzado tanto con el vestido negro entallado y el abrigo camel, ni por qué había gastado veinte minutos decidiendo qué peinado me hacía lucir más… digna. Como si eso importara.
El portero ya me esperaba.
—Buenos días, señorita Ortega —dijo, sin sorpresa alguna. Como si recibir a mujeres para reuniones privadas con Alejandro De la Vega fuera parte de su rutina matinal.
Me llevó hasta el último piso. Un penthouse con vista panorámica a la ciudad, lleno de silencio y mármol. Tan frío y perfecto como él. El portero me dejó sola. Ni una palabra más.
Estaba en medio del salón, dudando si quedarme de pie o sentarme en uno de esos sofás que parecían sacados de una revista de diseño, cuando lo vi. Alejandro, de pie junto a una cafetera automática, en camisa blanca remangada y pantalón oscuro. No llevaba chaqueta. Ni corbata. Ni armadura. Solo él. Peligrosamente humano.
—Puntual —dijo sin mirarme directamente.
—Soy secretaria. Sé la importancia de los horarios.
Me observó de reojo. Lo noté, aunque fingí que no. Sus ojos bajaron desde mi rostro hasta el abrigo que aún no me quitaba. Y algo en su expresión cambió. ¿Evaluación? ¿Curiosidad? ¿Deseo? No. Imposible.
—¿Café? —preguntó, como si esto fuera una cita y no una transacción.
—Estoy bien, gracias.
Se encogió de hombros y se sirvió uno para él. Entonces caminó hacia una carpeta negra sobre la mesa de cristal, la abrió y me la ofreció.
—Aquí están los términos.
Avancé. Las manos me temblaban un poco, aunque lo disimulé como pude. Tomé el documento y comencé a leer. Cláusulas, condiciones, fechas. Seis meses de matrimonio. Apariciones públicas. Residencia compartida. Confidencialidad total. Y al final, la promesa de liquidar todas las deudas de la empresa Ortega.
Una jaula de oro. Con llave y todo.
—¿Hay algo que te incomode? —preguntó, sentándose frente a mí.
—¿Solo uno de los dos puede salir si alguno lo pide?
—La cláusula está pensada para evitar que alguno huya en medio de un escándalo —respondió, con los dedos entrelazados—. Pero si hay un motivo serio, podremos renegociar.
—¿Y qué pasará cuando terminemos?
Me miró en silencio. Luego, con una sonrisa casi imperceptible, dijo:
—Volverás a ser libre. Y yo... volveré a ser el soltero más codiciado del país.
Qué cómodo le resultaba todo. Qué simple era para él desarmar mi vida, reducirla a papeles y cláusulas y fingimientos elegantes.
—¿Y hay condiciones íntimas? —pregunté, tragando mi orgullo.
Sus ojos brillaron.
—¿Te refieres a sexo?
Asentí sin apartar la mirada.
—No está en el contrato —dijo, con voz baja—. Pero si ocurre… será porque ambos lo deseamos.
Ese "si" quedó flotando en el aire como una promesa envenenada.
—Bien —murmuré, cerrando la carpeta—. ¿Dónde firmo?
Él deslizó la pluma hacia mí.
—¿Estás segura, Mariana?
—Tan segura como alguien que está vendiendo su alma por la de su padre.
No respondió. Pero sus ojos me sostuvieron, y por un momento creí que había algo más bajo esa fachada de hielo. Algo… humano. Peligrosamente humano.
Firmé.
Y entonces él tomó la carpeta, firmó su parte y la cerró con un leve clic que sonó como una sentencia.
—Felicidades, esposa —dijo sin una gota de emoción.
Me levanté. Sentía las piernas de algodón.
—¿Y ahora?
—Ahora, haremos público el compromiso. Mañana a las ocho en punto. Cena con inversionistas y prensa. Quiero que llegues conmigo. Sonríe. Usa algo rojo.
—¿Rojo?
—Quiero que todos sepan que eres mía.
Su tono era tan cortante, tan posesivo, que un escalofrío me recorrió el cuerpo. No era una sugerencia. Era una orden. Pero lo peor… lo más confuso… fue que una parte de mí no se sintió ofendida.
Se sintió viva.
Cuando salí del edificio, el viento me golpeó con fuerza. Caminé sin rumbo durante minutos. La ciudad seguía en su ritmo vertiginoso, pero para mí, todo estaba suspendido. Como si acabara de atravesar un portal hacia otra versión de mi vida.
Una donde ya no era la secretaria discreta, la hija devota, la mujer invisible.
Ahora era… la esposa contratada del hombre más arrogante y deseado de la ciudad.
Y aunque mi corazón gritaba que huyera, una parte más oscura, más callada… sonreía.
Quizás lo peor no era casarme con Alejandro De la Vega.
Lo peor era que ya empezaba a preguntarme cómo sería besarlo.
Y eso sí que era peligroso.
El sol de Barcelona se filtraba por los ventanales de la oficina, bañando de luz dorada los planos extendidos sobre la mesa. Mariana ajustó sus gafas mientras revisaba los últimos detalles del proyecto que presentaría esa tarde. La firma de arquitectura española que la había contratado celebraba su talento, valoraba sus ideas y, lo más importante, la respetaba como profesional.Seis meses. Medio año desde que había dejado atrás Madrid, a Alejandro, y todo lo que representaba aquella vida que ahora parecía pertenecer a otra persona. El dolor se había transformado en una cicatriz que apenas notaba, excepto en esas noches cuando la lluvia golpeaba contra su ventana y los recuerdos se deslizaban bajo su puerta como fantasmas silenciosos.—Mariana, ¿tienes listos los renders para la presentación? —preguntó Claudia, su compañera de equipo, asomándose por la puerta.—Casi terminados. Solo necesito ajustar algunos detalles de iluminación —respondió sin levantar la mirada de la pantalla.—Perf
El sobre blanco descansaba sobre la mesa de la cocina como un objeto extraño, casi amenazante. Mariana lo miraba fijamente mientras sostenía su taza de café, ahora frío. La carta había llegado esa mañana, y con ella, una decisión que podría cambiar el rumbo de su vida para siempre."Estimada Sra. Mariana Ortiz, nos complace informarle que ha sido seleccionada para el puesto de Directora Creativa en nuestra sede de Barcelona..."Las palabras bailaban en su mente. Barcelona. Europa. Un puesto directivo. Todo lo que había soñado profesionalmente estaba contenido en ese sobre. La oportunidad de su vida, como le había dicho Claudia cuando la llamó para contarle.—Es lo que siempre quisiste, Mari —le había dicho su amiga—. Desde que te conozco hablas de trabajar en el extranjero, de crecer, de volar.Volar. Esa palabra resonaba en su cabeza mientras observaba por la ventana del apartamento que ahora compartía con Alejandro. El cielo de la tarde se teñía de naranja, y las luces de la ciudad
El restaurante era pequeño, nada ostentoso como los lugares a los que Alejandro solía llevarla para mantener las apariencias. Una trattoria italiana escondida en una calle adoquinada del centro histórico, con manteles a cuadros rojos y blancos y velas en botellas de vino vacías. Mariana sonrió al ver a Alejandro ajustarse incómodamente en la silla de madera, como si no supiera qué hacer con su cuerpo en un espacio tan informal.—¿Estás seguro que quieres estar aquí? —preguntó ella, divertida al verlo tan fuera de su elemento.—Fue mi idea, ¿no? —respondió él, aflojándose ligeramente la corbata—. Además, dijiste que te encantaba la comida italiana.Mariana lo observó con curiosidad. Este Alejandro, el que recordaba detalles sobre sus gustos y la llevaba a lugares sencillos porque sabía que ella los prefería, era una versión que apenas comenzaba a conocer.—Es extraño, ¿verdad? —murmuró ella, jugando con la servilleta de tela—. Estar en una cita real después de todo lo que ha pasado.Al
El café se había enfriado sobre la mesa mientras Mariana revisaba ofertas de empleo en su laptop. La luz de la tarde se filtraba por la ventana de su pequeño apartamento, iluminando las hojas de su currículum esparcidas sobre el sofá. Tres días habían pasado desde su última conversación con Alejandro, tres días en los que había decidido que necesitaba reconstruir su vida lejos de él."Asistente ejecutiva en empresa de telecomunicaciones", leyó en voz alta. "Experiencia mínima de cinco años. Dominio de inglés y francés."Suspiró. Tenía las cualificaciones, pero la idea de volver a ser la secretaria de alguien más le provocaba un nudo en el estómago. Cada puesto que leía le recordaba a él, a su oficina, a la forma en que su voz grave llenaba la sala de juntas.—Puedo hacer esto —se dijo a sí misma, frotándose los ojos cansados—. Necesito hacerlo.Su teléfono vibró con un mensaje de Lucía: "¿Cómo vas con la búsqueda? ¿Necesitas que te recomiende en algún lugar?"Estaba a punto de respond
La mansión de los Montero resplandecía bajo las luces estratégicamente colocadas en el jardín. Mariana observaba el reflejo de las estrellas en la piscina mientras sostenía una copa de champán que apenas había probado. El vestido azul noche que llevaba se ajustaba a su figura como una segunda piel, y el escote en la espalda dejaba al descubierto su piel bronceada.Alejandro la observaba desde el otro lado del jardín. Habían llegado juntos, como dictaba su acuerdo, pero apenas habían cruzado palabra durante el trayecto. La tensión entre ellos era palpable, un muro invisible que ninguno se atrevía a derribar.—Mariana Fuentes, ¿eres tú? —La voz masculina hizo que ella se girara con una sonrisa.—¡Daniel! ¡Qué sorpresa! —exclamó, reconociendo al instante a su compañero de universidad.Daniel Herrera, con su sonrisa fácil y su carisma natural, la abrazó con familiaridad. Mariana se dejó envolver en el abrazo, agradeciendo el encuentro con alguien que la conocía antes de toda esta farsa, a
El taxi se detuvo frente al edificio corporativo De la Vega. Mariana pagó al conductor y descendió con movimientos mecánicos, como si su cuerpo funcionara por inercia mientras su mente seguía atrapada en los recuerdos del fin de semana en la hacienda. Aquellos momentos de felicidad ahora parecían una cruel ilusión.La recepcionista la saludó con una sonrisa que Mariana apenas correspondió. El ascensor la llevó hasta el piso ejecutivo donde, a pesar de ser domingo, sabía que encontraría lo necesario para terminar el informe trimestral. Alejandro había tenido que quedarse para una reunión de emergencia con inversionistas extranjeros. "Mejor así", pensó. Necesitaba espacio para ordenar sus emociones después de aquellos días juntos.El despacho de Alejandro estaba vacío, pero la luz de su ordenador seguía encendida. Mariana se dirigió a su escritorio contiguo y encendió su computadora. Mientras esperaba que el sistema arrancara, notó una carpeta sobre el escritorio de Alejandro con el log
Último capítulo