El silencio en la limusina era tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Mariana miraba por la ventana, observando cómo las luces de Madrid se desdibujaban en la noche. Alejandro, sentado al otro extremo, mantenía la vista fija en su teléfono, aunque ella sabía que no estaba leyendo nada. La tensión entre ambos había alcanzado un punto insoportable después del encuentro con Isabela.
Cuando finalmente llegaron a la mansión De la Vega, Mariana no esperó a que el chofer abriera la puerta. Salió precipitadamente y caminó con paso firme hacia la entrada, sus tacones resonando contra el mármol del vestíbulo.
—Mariana —la llamó Alejandro, su voz un eco en el espacio vacío—. Tenemos que hablar.
Ella se detuvo al pie de la escalera, pero no se giró.
—¿Ahora quieres hablar? —Su voz sonaba más herida de lo que pretendía—. Creo que ya dijiste suficiente esta noche. O mejor dicho, lo que no dijiste.
Alejandro se acercó, su presencia llenando el espacio entre ellos como una sombra.
—No es lo q