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Firmar un contrato matrimonial con un desconocido debería sentirse más dramático. Como esas películas donde la protagonista llora frente a la tinta fresca mientras la cámara da vueltas a su alrededor. Pero aquí no hay música de fondo. Ni lágrimas. Ni vueltas.

Solo hay silencio. Un silencio caro. Inmenso. Un silencio tan pulido como el mármol bajo mis tacones.

La oficina de Alejandro está decorada con la misma precisión que su voz. Todo en su lugar, todo con un propósito. Incluso yo.

—Firma aquí —dice el abogado, un hombre canoso con voz neutra y sin alma.

Tomo la pluma con dedos temblorosos. Mis ojos repasan por enésima vez el encabezado del contrato. Matrimonio. Seis meses. Obligaciones. Responsabilidades. Riesgos.

Mi nombre, escrito en negritas. El suyo, al lado.

No hay espacio para el amor. Ni siquiera para el error.

Alejandro no sonríe. Ni se sienta a mi lado. Está de pie, con las manos en los bolsillos, observándome como quien ve una obra en construcción: con frialdad calculadora.

Lo odio un poco. O eso intento.

Firmo.

El trazo final tiembla, pero es legible. Irrevocable.

El abogado asiente y comienza a organizar las copias como si acabáramos de sellar un acuerdo comercial. Que, si lo pienso bien… es exactamente lo que hicimos.

Alejandro da un paso adelante. Por un segundo, juro que va a decir algo. Quizá un “gracias”. Quizá un “bienvenida al infierno”. Pero no.

Solo se limita a tomar su copia, revisarla por encima y dejarla sobre el escritorio con un golpecito seco.

—Te acompañaré a la salida —dice.

—¿Eso fue todo?

—¿Esperabas arroz y aplausos?

Sus labios esbozan algo parecido a una sonrisa, pero es tan fugaz que podría haberlo imaginado.

El abogado me entrega una carpeta delgada.

—Estas son las cláusulas secundarias. Recomendamos leerlas con calma.

Asiento. Tomo el sobre, aunque por dentro una punzada me sacude. Cláusulas secundarias. Más trampas legales. Más condiciones.

Alejandro me guía con pasos decididos hasta el ascensor privado. No dice una palabra. No toca. No pregunta si estoy bien.

Porque, claro, eso no importa.

Lo que importa es que ahora soy su esposa.

Horas después, estoy en el asiento trasero de un coche negro, con los papeles del contrato extendidos sobre mis rodillas. Afuera, la ciudad continúa con su caos diario. Adentro, yo me desarmo lentamente, una cláusula a la vez.

Vivir juntos.

Asistir a eventos públicos.

Actuar como un matrimonio feliz ante la prensa.

Y esta joya escondida en el párrafo siete:

“Ambas partes se comprometen a evitar cualquier vínculo emocional o romántico que afecte la ejecución del contrato.”

¿A quién se le ocurre escribir algo tan… arrogante?

¿Y quién demonios firma eso?

Oh, cierto. Yo.

Mi teléfono vibra con un mensaje de Alejandro:

“Te espero a las 5. El chofer te llevará.”

Respondo con un simple ok, pero por dentro quiero escribirle un poema lleno de groserías.

La casa —perdón, mansión— de Alejandro De la Vega es todo lo que esperaba y aún así logra dejarme sin aliento. Techos altos, ventanales infinitos, una arquitectura que grita poder desde cada rincón.

Cuando entro, una mujer elegante con moño perfecto me recibe.

—Bienvenida, señora De la Vega. Soy Clara. La asistente doméstica. Le mostraré su habitación.

Su voz es amable. Profesional. Sin rastros de juicio. Pero yo los siento, como si tuviera la palabra “vendida” tatuada en la frente.

La habitación que me asignaron parece de revista. Sábanas de seda. Cortinas suaves. Vista directa al jardín privado. Todo luce caro… y vacío.

Un espacio perfectamente impersonal.

—El señor De la Vega pidió que estuviera lista para mañana. El evento es a las ocho. Hay instrucciones en su armario.

—Gracias, Clara.

Ella me deja sola.

Y ahí, por primera vez en todo el día, me permito sentarme en la cama y respirar.

Suelto los tacones. Aflojo la blusa. Me abrazo a la almohada como si pudiera protegerme de lo que viene.

No sé si fue una decisión valiente o simplemente estúpida.

Lo único que sé… es que ya no hay vuelta atrás.

Estoy casada con un hombre que no cree en el amor.

Y yo…

Yo estoy empezando a sospechar que una parte de mí quiere saber cómo se siente su odio de cerca.

La puerta del armario deslizable se abre con suavidad. Dentro, entre trajes colgados y ropa perfectamente acomodada, hay una caja de terciopelo rojo.

Encima, una nota.

“Te espero a las ocho. Evento importante. No llegues tarde. – Alejandro.”

Debajo, un vestido rojo. Ceñido. Escotado. Altamente inapropiado para una mujer que se considera seria.

Lo tomo entre los dedos. La tela es tan suave que parece hecha para provocar. Y probablemente lo es.

Me quedo un largo rato mirándolo, sosteniéndolo frente a mí, sintiéndome como una muñeca de lujo que alguien más ha comenzado a vestir.

Y lo peor… es que ni siquiera sé si me molesta.

Alejandro

Desde la sala de whisky veo la hora pasar con lentitud cruel.

Ocho menos diez. Aún no baja.

Cierro el contrato recién firmado por ella. No por revisar algo en especial, sino por el simple hecho de verla firmar. De ver cómo su nombre se unía al mío con una tinta más pesada que el oro.

No la elegí por accidente. Mariana Ortega no es cualquier mujer. No busca lujos. No se derrite con autos caros. Y eso… la hace mucho más interesante que todas las modelos que alguna vez trataron de meterse en esta casa.

Cuando entró a mi oficina esta mañana, tenía los ojos de alguien que no quería perder, pero que ya había decidido hacerlo. Esa mirada vale más que mil promesas.

Y aún así… no parpadeó. Firmó. Sin llorar. Sin suplicar.

Eso me jodió más de lo que debería admitir.

Me levanto cuando escucho sus tacones acercarse por el pasillo.

Y cuando la veo…

Santo infierno.

El vestido le queda como una segunda piel.

Rojo carmesí.

Como si la noche fuera suya.

Como si, al verla, todo lo demás se apagara.

No dice nada. Solo me sostiene la mirada.

—Llegas justo a tiempo —comento, con voz baja.

—No quería romper la cláusula de puntualidad —responde. Sarcástica. Elegante. Letal.

Mis labios se curvan, pero no dejo que vea demasiado.

Me acerco. Ajusto un mechón de su cabello detrás de su oreja. Ella se tensa, pero no se mueve.

—¿Sabes por qué elegí ese vestido?

—Porque eres un ególatra con buen gusto.

—Porque quiero que todos sepan —susurro cerca de su oído—, que aunque este matrimonio sea falso… tú me perteneces esta noche.

La piel de su cuello se eriza.

Lo noto.

Y no me disculpo.

Porque una cosa es firmar un contrato.

Otra muy distinta…

Es jugar con fuego.

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