La alfombra roja del salón relucía como una amenaza bajo mis tacones. Avanzaba del brazo de Alejandro como si fuera una actriz de una película extranjera, de esas en las que todo es glamour… y nada es real. Sonreía. O fingía hacerlo. Mi brazo estaba encajado entre el suyo, firme como una pieza más de su traje hecho a medida. Y él… bueno, él caminaba con esa arrogancia suya que parecía tatuada en los huesos. Como si el mundo entero le perteneciera, incluyéndome a mí.
Los flashes no paraban. Las miradas tampoco. Y yo, metida en un vestido rojo que seguramente costaba más que la renta de mi apartamento, solo quería desaparecer bajo la mesa más cercana.
—Relájate —murmuró Alejandro sin mirarme, los labios apenas moviéndose—. Nadie sospecha que quieres escapar corriendo.
—¿Y tú no? —le respondí por lo bajo, con una sonrisa tan falsa como mis pestañas postizas.
Él giró apenas el rostro y sus ojos grises se clavaron en mí por una fracción de segundo. Una chispa, un destello de algo que no supe leer, cruzó por su mirada antes de borrarse por completo.
—Yo nunca corro, Mariana. Solo negocio.
El aire en el salón era denso, y no solo por el perfume caro y los trajes perfectamente entallados. Cada mirada tenía filo, cada sonrisa escondía una daga. Alejandro estrechaba manos, soltaba comentarios secos, y yo jugaba a ser la esposa ideal. No tropezaba. No tartamudeaba. Y reía cuando debía, aunque por dentro solo quería que se abriera una puerta de emergencia.
—Alejandro, mi querido amigo —dijo un hombre alto y lampiño al acercarse—. Veo que has… renovado compañía.
Su sonrisa era aceitosa, sus ojos me escaneaban con un descaro que me hizo desear tener un abrigo encima, aunque fuera pleno verano. Alejandro no soltó mi brazo.
—Mi esposa, Mariana —dijo, con esa voz suya que convertía mentiras en arte—. Te presento a Sebastián Falcón.
—Encantado, señora de la Vega —me dijo él, con una reverencia burlona.
Apreté los dientes y asentí con la cabeza, mordiéndome la lengua. Alejandro me condujo más adentro del salón, hacia donde una orquesta suave tocaba y las copas de champán pasaban flotando en bandejas de plata.
El murmullo entre los invitados era constante, pero uno de ellos, un poco más fuerte, se coló entre el sonido de los violines.
—¿Así que encontró otra para lavar su imagen? El tipo nunca supera lo de Cassandra…
Mi cuerpo se tensó. Alejandro no pareció escucharlo o simplemente lo ignoró. Yo, en cambio, sentí como si una aguja me atravesara el estómago. Cassandra. Ese nombre.
No quise preguntar, no allí. Pero la curiosidad —o tal vez la inseguridad— me hizo caminar un poco más rígida, como si cargar con el peso de una historia no contada empezara a dolerme en los hombros.
Y entonces, la orquesta cambió el ritmo. Un vals elegante llenó la sala, y una voz anunció:
—Los recién casados, ¿nos honrarán con el primer baile?
Mis pasos se detuvieron. Mi corazón también. Miré a Alejandro, esperando que él se negara, que dijera algo, lo que fuera.
Pero no.
Se giró hacia mí, me extendió la mano y me dedicó una sonrisa tan medida que casi la odié.
—Es solo una canción —dijo.
Yo tomé su mano como quien agarra un cuchillo por la hoja. Su palma estaba caliente. Su otra mano descendió a mi cintura y me atrajo hacia su cuerpo. No preguntó. No pidió permiso. Simplemente me tomó.
El contacto fue eléctrico.
Sentí su aliento cuando inclinó la cabeza para hablarme al oído.
—Sonríe, esposa.
Lo hice. No por él. Por mí. Por el contrato. Por no dejar que se diera cuenta del efecto que tenía en mi cuerpo. Cada vez que se movía, su mano presionaba mi cintura con fuerza contenida. Su perfume me envolvía. Y maldita sea, bailaba bien. Demasiado bien. Cada giro, cada paso, era un recordatorio de que ese hombre no dejaba nada al azar.
—Estás tensa —comentó, sin dejar de mirarme.
—Es que no todos los días uno baila con el jefe que te grita en reuniones y luego te lleva al altar.
Sus labios se curvaron, apenas.
—Creí que ya habíamos superado eso.
—Creí que no me escuchabas cuando hablo —repliqué con dulzura venenosa.
Giramos una vez más, esta vez más cerca. Su rostro se inclinó un poco, y por un segundo creí que iba a decir algo más… pero no lo hizo. Solo me observó, como si tratara de leer una página arrugada.
Cuando la música terminó, me alejé antes de que él soltara mi cintura. Alejandro se quedó un segundo más con su mano extendida, como si le costara dejar ir la ilusión. Luego recuperó su postura, y volvió a esa versión de sí mismo que tan bien conocía: frío, impecable, lejano.
Me excusé para ir al baño. No me importó si estaba mal visto. Necesitaba espacio. Necesitaba aire.
El baño de mujeres era un oasis de mármol blanco y luces tenues. Me apoyé en el lavamanos y me miré al espejo.
¿Quién demonios era esa mujer que me devolvía la mirada?
No era la Mariana que tomaba el metro con un café en mano. No era la asistente eficiente, invisible, que pasaba desapercibida. Ahora llevaba un vestido rojo que abrazaba cada curva, maquillaje profesional y el apellido de un hombre que no conocía de verdad.
Y, sin embargo, mi corazón latía más fuerte de lo que debería. No por el evento. No por el estrés.
Por él.
Por la manera en que me había sostenido al bailar. Por el calor de su mano. Por ese “sonríe, esposa” que había sonado menos a orden y más a desafío.
—Estúpido contrato —murmuré, limpiando una gota de sudor de mi cuello.
Cuando regresé al salón, Alejandro conversaba con dos inversionistas. Sus ojos me buscaron de inmediato. Y por un instante, algo en su mirada se suavizó.
No duró.
Nos marchamos en silencio una hora después. El trayecto en el auto fue tenso. Ni una palabra. Solo el ruido del motor y el latido irregular de mis pensamientos.
Ya en casa —la suya, la nuestra, si quería respetar el papel de esposa—, subí por las escaleras hasta la habitación que me había asignado. Cuando estuve frente a la puerta, él la abrió por mí.
Yo no lo esperaba. Su mano en el picaporte. Su cuerpo tan cerca del mío.
—Gracias —dije, apenas un susurro.
Pero justo cuando iba a entrar, él habló.
—Te ves hermosa cuando finges.
Mis pulmones se negaron a funcionar por un segundo. Él no esperó respuesta. Se giró, se alejó.
Y yo me quedé ahí, con la puerta entreabierta, el corazón acelerado y la certeza de que este juego iba a romper más que reglas.
Iba a romperme a mí.