El salón de conferencias del Hotel Imperial brillaba como si estuviera hecho de diamantes y expectativas. Las cámaras apuntaban hacia nosotros como armas cargadas, listas para disparar flashes que me cegaban cada tres segundos. Alejandro, a mi lado, mantenía esa postura suya de emperador romano: erguido, imperturbable, con una mano posada en mi cintura como quien marca territorio sin necesidad de palabras.
El anillo en mi dedo pesaba como una promesa falsa. Brillaba demasiado bajo las luces. Tanto que a veces me preguntaba si no estaría señalando mi mentira al mundo entero.
—Señor De la Vega —una periodista de cabello rojo y labios del mismo tono levantó la mano—. Este matrimonio ha sorprendido a todos. ¿Fue amor a primera vista?
El silencio que siguió duró apenas un segundo, pero para mí fue eterno. Sentí cómo Alejandro tensaba los dedos contra mi cintura antes de responder.
—Sí —dijo con una convicción tan perfecta que casi me la creí—. Desde que Mariana entró a mi oficina, supe que había algo diferente en ella.
Mentiroso profesional. Recordé perfectamente ese día: me había gritado por tardar tres minutos en llevarle un informe.
—¿Y para usted, señora De la Vega? —la periodista giró su atención hacia mí, con esa sonrisa de quien huele una historia jugosa.
Tragué saliva. Sonreí. Interpreté mi papel.
—Por supuesto —respondí, mirando a Alejandro con lo que esperaba fuera adoración y no pánico—. Aunque al principio era... intimidante.
Risas educadas recorrieron la sala. Alejandro me miró con algo parecido a la sorpresa, y luego, para mi absoluto horror, se inclinó y me besó. No en la mejilla. No un roce. Un beso real, firme, en los labios.
Fue breve. Profesional. Calculado.
Y aun así, sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
Los flashes se multiplicaron como estrellas explotando. Cuando nos separamos, su mirada era indescifrable. Pero había algo ahí, en las comisuras de sus ojos, que no supe leer.
—Creo que eso responde a su pregunta —dijo él, volviendo su atención a la prensa.
El resto de la conferencia pasó como en un sueño borroso. Preguntas sobre la boda, sobre nuestros planes, sobre cómo compaginábamos trabajo y amor. Mentiras y más mentiras, servidas con una sonrisa.
Cuando finalmente terminó, me sentía agotada. Como si hubiera corrido un maratón emocional.
Alejandro me guio hacia la salida trasera, donde su chofer nos esperaba. Pero justo antes de llegar, su teléfono sonó. Miró la pantalla y su rostro cambió. Se detuvo.
—Adelántate —me dijo—. Necesito atender esto.
Asentí y caminé hacia la limusina, pero algo me hizo detenerme a unos metros. Quizás fue instinto. Quizás simple curiosidad. Me quedé lo suficientemente cerca para escuchar.
—Te dije que no me llamaras hoy —la voz de Alejandro era baja, tensa—. No, escúchame tú a mí. No vuelvas a mencionar lo de Cassandra. Este matrimonio debe funcionar, ¿entiendes?
Silencio. Él escuchaba.
—Me importa una m****a lo que pienses. Está hecho. Y si vuelves a interferir...
No terminó la frase. No necesitaba hacerlo. La amenaza flotaba en el aire como veneno.
Cuando colgó y se giró, me vio. Nuestras miradas se encontraron y supe que sabía que había escuchado. No dijo nada. Solo caminó hacia mí, me tomó del brazo con firmeza y me condujo hasta la limusina.
El trayecto comenzó en silencio. Un silencio denso, cargado de preguntas no formuladas y respuestas que no quería dar. Las calles de la ciudad pasaban borrosas a través de los cristales tintados.
—¿Quién es Cassandra? —pregunté finalmente, cuando el silencio se volvió insoportable.
Alejandro no me miró. Mantuvo la vista fija en algún punto más allá de la ventanilla.
—Nadie que te importe.
—Me importa si está relacionada con este matrimonio —insistí, con más valor del que realmente sentía—. Si voy a seguir mintiendo por ti, merezco saber la verdad.
Se giró entonces. Sus ojos eran dos tormentas contenidas.
—No tienes idea de lo que estás preguntando.
—Entonces explícamelo.
—No estás en posición de exigir nada —su voz era baja, peligrosa—. Firmaste un contrato.
—¡Firmé para ser tu esposa de mentira, no tu títere! —estalló mi voz, sorprendiéndome incluso a mí misma.
Algo cambió en su mirada. Un destello. Una grieta en su perfecta fachada de hielo. Se inclinó hacia mí, acortando la distancia entre nosotros hasta que pude sentir su aliento contra mi piel.
—No tienes idea —repitió, cada palabra un susurro tenso— de lo que arriesgo con esto.
Su mano se elevó, tomándome del rostro. No con delicadeza. No con amor. Con urgencia. Con rabia. Con algo más que no supe identificar. Sus dedos temblaban ligeramente contra mi mejilla.
Nuestros labios estaban tan cerca que respirábamos el mismo aire. Podía sentir el calor emanando de su cuerpo, la tensión en cada músculo. Por un segundo, creí que iba a besarme. Por un segundo, creí que iba a dejar que lo hiciera.
Pero se detuvo.
Se apartó como si yo quemara. Volvió a su lado del asiento, tan lejos como el espacio lo permitía.
—Cassandra era mi prometida —dijo finalmente, con voz controlada—. Hace dos años. Murió.
El silencio que siguió fue absoluto. Completo. Como si el mundo entero contuviera la respiración.
—Lo siento —murmuré, porque no sabía qué más decir.
Él no respondió. No me miró. Y el resto del viaje transcurrió en un silencio que pesaba más que todas las mentiras que habíamos dicho esa mañana.
Esa noche, la fiebre llegó sin avisar. Primero fue un escalofrío. Luego, un calor sofocante que me hizo patear las sábanas. Mi cabeza palpitaba como si alguien estuviera usando un martillo dentro de mi cráneo.
No llamé a nadie. No quería molestar. No quería ser más débil de lo que ya me sentía en esa casa de cristal y mentiras.
Pero el destino tenía otros planes.
La puerta de mi habitación se abrió sin previo aviso. Alejandro entró, con el ceño fruncido y una expresión que no supe descifrar.
—Clara dice que no has cenado —comenzó, pero se detuvo al verme—. ¿Qué te pasa?
—Nada —intenté incorporarme, pero el mundo giró a mi alrededor—. Solo estoy cansada.
Se acercó. Sin pedir permiso, sin avisar, puso su mano en mi frente. Su tacto era fresco contra mi piel ardiente.
—Tienes fiebre —declaró, como si fuera una sentencia.
—Estoy bien —insistí, apartando su mano—. Solo necesito dormir.
Pero él ya no me escuchaba. Salió de la habitación y regresó minutos después con un cuenco de agua, toallas y un termómetro. Se sentó al borde de mi cama, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí.
—Abre la boca —ordenó, sosteniendo el termómetro.
—No soy una niña.
—Entonces deja de comportarte como una y abre la boca.
Lo hice, más por sorpresa que por obediencia. El termómetro confirmó lo que ya sabíamos: tenía fiebre alta.
Lo que siguió fue desconcertante. Alejandro, el hombre de hielo, el empresario implacable, comenzó a cuidarme. Humedeció una toalla y la colocó sobre mi frente. Me hizo beber agua. Incluso llamó a un médico, que llegó a medianoche y diagnosticó una gripe.
Todo el tiempo, él permaneció ahí. Sin hablar mucho. Sin sonreír. Pero sin irse.
—¿Por qué haces esto? —pregunté cuando el médico se fue, mi voz ronca por la fiebre.
Alejandro, sentado en una silla junto a mi cama, me miró con esos ojos grises que parecían contener universos enteros.
—Porque eres mi esposa —respondió simplemente.
—No lo soy. No de verdad.
—Esta noche lo eres.
No supe qué responder a eso. La fiebre nublaba mis pensamientos, mezclaba realidad y fantasía. En algún momento, sentí su mano sobre la mía. Grande, cálida, segura. Y aunque sabía que era una locura, me aferré a ella como si fuera un ancla en medio de una tormenta.
Lo último que recuerdo antes de caer en un sueño profundo fue su voz, tan baja que casi parecía un sueño:
—Descansa, Mariana.
Desperté con los primeros rayos del sol filtrándose por las cortinas. La fiebre había bajado, dejando solo un cansancio residual en mis huesos. Me incorporé lentamente, esperando encontrarme sola.
No lo estaba.
Alejandro dormía en la silla junto a mi cama. Su cabeza descansaba sobre el colchón, cerca de mi mano. Su respiración era profunda, regular. Parecía... vulnerable. Sin la máscara de frialdad, sin la arrogancia, sin las barreras.
Solo un hombre.
Su cabello, siempre perfectamente peinado, caía sobre su frente en mechones desordenados. Tenía sombras bajo los ojos, como si hubiera pasado la noche en vela. Y sus labios, generalmente apretados en una línea severa, estaban ligeramente entreabiertos.
Algo se removió dentro de mí. Algo peligroso. Algo que no debería estar ahí.
Con cuidado, para no despertarlo, extendí mi mano y aparté un mechón de cabello de su frente. El contacto fue tan leve como el aleteo de una mariposa, pero suficiente para sentir su calor.
Y en ese momento, mientras el sol naciente bañaba la habitación con una luz dorada y el mundo exterior aún dormía, me di cuenta de algo terrible:
Las reglas ya estaban rotas.
Y yo estaba empezando a sentir algo por el hombre que había comprado mi libertad.