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El restaurante era pequeño, nada ostentoso como los lugares a los que Alejandro solía llevarla para mantener las apariencias. Una trattoria italiana escondida en una calle adoquinada del centro histórico, con manteles a cuadros rojos y blancos y velas en botellas de vino vacías. Mariana sonrió al ver a Alejandro ajustarse incómodamente en la silla de madera, como si no supiera qué hacer con su cuerpo en un espacio tan informal.

—¿Estás seguro que quieres estar aquí? —preguntó ella, divertida al verlo tan fuera de su elemento.

—Fue mi idea, ¿no? —respondió él, aflojándose ligeramente la corbata—. Además, dijiste que te encantaba la comida italiana.

Mariana lo observó con curiosidad. Este Alejandro, el que recordaba detalles sobre sus gustos y la llevaba a lugares sencillos porque sabía que ella los prefería, era una versión que apenas comenzaba a conocer.

—Es extraño, ¿verdad? —murmuró ella, jugando con la servilleta de tela—. Estar en una cita real después de todo lo que ha pasado.

Al
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