El eco de sus pasos resonaba en el mármol mientras Sofía, el ama de llaves, la guiaba por los interminables pasillos de la mansión De la Vega. Mariana sentía que había entrado en un mundo paralelo, uno donde los techos se elevaban a alturas imposibles y las paredes estaban decoradas con obras de arte que probablemente costaban más que todo lo que su familia había poseído jamás.
—Esta será su habitación, señora —anunció Sofía con una formalidad que hizo que Mariana se estremeciera internamente.
"Señora". La palabra sonaba extraña, como un vestido demasiado grande que alguien había insistido en que usara.
La habitación era impresionante: una cama king size con dosel, ventanales que daban a un jardín privado, y un baño de mármol que parecía sacado de una revista de diseño. Todo en tonos crema y azul pálido, elegante pero frío, como el propio Alejandro.
—Sus pertenencias ya han sido colocadas en el vestidor —continuó Sofía—. El señor De la Vega desea verla en su despacho cuando esté instalada.
Mariana asintió, esperando a que la mujer se retirara para poder respirar. Cuando finalmente se quedó sola, se dejó caer en la cama, hundiendo el rostro entre sus manos. ¿En qué se había metido? La mansión era hermosa, pero se sentía como una jaula dorada.
Después de darse una ducha rápida y cambiarse a algo más formal —no quería parecer fuera de lugar ni siquiera dentro de "su" nueva casa— se dirigió al despacho de Alejandro. Tocó suavemente.
—Adelante —la voz de él sonaba distante, profesional.
Alejandro estaba de pie junto a la ventana, con una copa de whisky en la mano. La luz del atardecer dibujaba su silueta, dándole un aspecto casi etéreo. Por un segundo, Mariana se quedó sin aliento.
—¿Te has instalado? —preguntó sin mirarla.
—Sí, gracias. La habitación es... impresionante.
Él asintió, como si fuera lo mínimo que esperaba.
—Necesitamos establecer algunas reglas —dijo finalmente, girándose para mirarla—. Reglas que no están en nuestro contrato, pero que son igualmente importantes.
Mariana se tensó. Claro que habría más reglas. Con Alejandro, siempre había más control, más barreras.
—Te escucho.
—Primero, el personal no debe sospechar que esto es un acuerdo. Para ellos, somos un matrimonio normal que está comenzando. Segundo, tu habitación y la mía están conectadas por una puerta interior. Permanecerá cerrada, pero en caso de visitas inesperadas, deberás actuar como si compartiéramos la habitación principal.
Mariana sintió que sus mejillas se encendían ante la implicación.
—Tercero —continuó él, acercándose hasta quedar a pocos pasos de ella—, no entres a mi despacho sin invitación. Este es mi espacio privado.
—¿Algo más? —preguntó ella, intentando que su voz no revelara lo intimidada que se sentía.
—Sí. Mañana por la noche hay una cena con inversionistas importantes. Será nuestra primera aparición pública como matrimonio. No podemos permitirnos errores.
Mariana asintió, preguntándose cómo se suponía que debía actuar como una esposa enamorada cuando apenas podía respirar en su presencia.
—Puedes retirarte —dijo él, volviendo a su escritorio.
Pero en lugar de irse, Mariana se quedó inmóvil.
—¿Por qué tu habitación? —preguntó de repente—. Si vamos a fingir, ¿por qué no puedo tener mi propio espacio completamente separado?
Alejandro levantó la mirada, sorprendido por su desafío.
—Porque un matrimonio recién formado no duerme en habitaciones separadas, Mariana. Pensé que era obvio.
—Nada es obvio en este acuerdo —respondió ella, más firme de lo que esperaba—. Y si vamos a vivir esta mentira, al menos merezco entender todas las reglas.
Algo cambió en la mirada de Alejandro, un destello de... ¿respeto?
—Tienes razón —concedió—. Te prometo transparencia de ahora en adelante.
Mariana asintió y salió del despacho, sintiendo que había ganado una pequeña batalla en una guerra que apenas comenzaba.
La mañana siguiente, mientras Alejandro estaba en la oficina, Mariana decidió explorar la mansión. Necesitaba familiarizarse con su nueva "casa" si iba a mantener esta farsa. Recorrió los salones, la biblioteca impresionante, los jardines meticulosamente cuidados. Todo gritaba riqueza y poder, pero también soledad. No había fotos familiares, ni objetos personales. Era como vivir en un museo.
La curiosidad la llevó de vuelta al despacho de Alejandro. Sabía que estaba rompiendo una de sus reglas, pero algo la empujaba a conocer más sobre el hombre con quien había acordado compartir su vida, aunque fuera una mentira.
El despacho estaba impecable, organizado con precisión militar. Se acercó a su escritorio, pasando los dedos por la madera pulida. Fue entonces cuando lo vio: un cajón entreabierto. La tentación fue demasiado fuerte.
Dentro encontró una fotografía. Una mujer hermosa de cabello oscuro y ojos penetrantes sonreía junto a un Alejandro diferente, uno que también sonreía. Parecían felices. Junto a la foto había restos de una carta parcialmente quemada. Solo pudo distinguir algunas palabras: "...nunca fue suficiente..." y "...lo siento, pero no puedo...".
El sonido de pasos en el pasillo la hizo cerrar el cajón rápidamente y salir del despacho con el corazón latiendo desbocado. ¿Quién era esa mujer? ¿Y qué había pasado para que Alejandro guardara una carta quemada?
—No estás lista.
La voz de Alejandro la sobresaltó. Estaba en la puerta de su habitación, impecable en un traje negro que resaltaba su figura atlética.
—La cena es en una hora —continuó él, entrando sin esperar invitación—. He traído algo para ti.
Dejó sobre la cama una caja plana con el logo de una exclusiva boutique.
—No necesito que me compres ropa —protestó Mariana.
—No es un regalo —respondió él con frialdad—. Es una inversión. Necesitamos proyectar una imagen específica.
Mariana abrió la caja, revelando un vestido de seda color esmeralda que parecía hecho a medida.
—¿Cómo sabes mi talla? —preguntó, sorprendida.
—Soy observador —respondió él, y por un segundo, Mariana creyó ver algo más en su mirada, algo que no era puramente profesional—. Te espero abajo en cuarenta minutos.
Cuando Mariana descendió por la escalera principal, el tiempo pareció detenerse. Alejandro, que conversaba con el chofer, se quedó inmóvil al verla. El vestido se ajustaba perfectamente a sus curvas, el color resaltaba el tono dorado de su piel y había recogido su cabello en un moño suelto que dejaba escapar algunos mechones alrededor de su rostro.
Por primera vez desde que lo conocía, Alejandro De la Vega parecía haberse quedado sin palabras.
—¿Estoy presentable? —preguntó ella, incómoda ante su escrutinio.
Él se aclaró la garganta.
—Más que presentable —respondió, ofreciéndole su brazo—. Estás perfecta.
La cena transcurría en uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Mariana observaba fascinada cómo Alejandro se transformaba en sociedad: sonreía más, hablaba con calidez, y lo más desconcertante, no dejaba de tocarla. Una mano en su espalda, dedos entrelazados sobre la mesa, incluso un beso en la mejilla que la dejó sin aliento.
—Y díganos, señora De la Vega, ¿cómo se conocieron? —preguntó uno de los inversionistas.
Mariana sintió pánico. No habían preparado esa parte de la historia.
—Fue mi secretaria durante dos años —intervino Alejandro, sonriendo mientras tomaba su mano—. La mujer más eficiente y testaruda que he conocido. Me hizo esperar tanto para una cita que cuando finalmente aceptó, supe que tenía que casarme con ella antes de que cambiara de opinión.
La mesa estalló en risas, y Mariana lo miró sorprendida. Había inventado una historia que la hacía parecer fuerte, no una damisela en apuros.
—Mi esposa —continuó él, mirándola directamente a los ojos— es la mejor decisión que he tomado en mi vida.
El resto de la noche, Mariana se sintió atrapada en una película romántica donde interpretaba un papel que no le correspondía, pero que extrañamente, comenzaba a gustarle.
En el auto de regreso, el silencio era pesado. Alejandro había vuelto a su habitual frialdad una vez que se alejaron de los inversionistas.
—¿Por qué te esfuerzas tanto? —preguntó ella finalmente—. Casi me creí tu actuación esta noche.
Alejandro miraba por la ventana, su perfil recortado contra las luces de la ciudad.
—Porque nadie tiene que saber lo rota que está mi vida real —respondió en voz baja, casi para sí mismo.
Mariana sintió una punzada en el pecho. Por un momento, el poderoso Alejandro De la Vega parecía tan vulnerable como ella misma.
El resto del trayecto transcurrió en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos, separados por centímetros que parecían kilómetros.
Esa noche, Mariana soñó con él. No con el Alejandro frío y calculador que conocía, sino con el hombre que había vislumbrado durante la cena. En su sueño, él se acercaba lentamente, tomaba su rostro entre sus manos y la besaba con una pasión que la dejaba sin aliento.
Se despertó sobresaltada, con el corazón latiendo desbocado y una sensación de calor que recorría todo su cuerpo. La habitación estaba en penumbras, iluminada solo por la tenue luz de la luna que se filtraba por las cortinas.
Y entonces lo vio.
Alejandro estaba de pie en el umbral de la puerta que conectaba sus habitaciones, observándola en silencio. Llevaba solo un pantalón de pijama, su torso desnudo brillaba bajo la luz plateada. Sus miradas se encontraron, cargadas de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Ninguno habló. Ninguno se movió. Pero en ese momento, Mariana comprendió que había reglas no escritas entre ellos que iban más allá de cualquier contrato, reglas que tenían que ver con el fuego que comenzaba a arder bajo la superficie de su falso matrimonio.
Un fuego que amenazaba con consumirlos a ambos.