El timbre sonó como una maldición. Largo. Insistente. Caprichoso. Como si la persona al otro lado supiera exactamente el efecto que provocaba con cada segundo de espera.
Me sobresalté. Tenía las manos hundidas en harina, intentando hacerme útil en la cocina, lo cual era estúpido, porque en esa mansión todos sabían que no tenía ni idea de cómo batir unos huevos sin convertirlos en espuma nuclear.
—¿Esperas a alguien? —le pregunté a Alejandro desde el marco de la puerta. Él, con su maldito vaso de whisky en la mano, ni se inmutó.
—No. Pero seguro es alguien que se cree importante.
No lo fue. Fue peor.
—Alejandro —dijo una voz con perfume a Chanel N°5 y veneno—. Vaya, qué sorpresa no verte venir a abrir la puerta tú mismo.
—Madre. —Él dejó el vaso a medias y caminó hacia la entrada con una sonrisa de esas que sólo usan los asesinos profesionales y los hijos ricos cuando quieren evitar una escena.
Me limpié las manos en el delantal. Si el universo tuviera sentido, ahora mismo debería temblar de pies a cabeza. Pero solo me puse recta, como si no tuviera nada que ocultar… Aunque lo tuviera todo.
Ella entró como si fuera la dueña del lugar. Alta, elegante, con un cabello perfecto que gritaba “cité a mi estilista en el infierno antes de venir” y unos ojos tan fríos como un cóctel de ginebra con hielo seco. No me saludó de inmediato, pero me escaneó. De arriba a abajo. Dos veces. Yo sonreí. La clase de sonrisa que se clava en los dientes, como un anzuelo.
—Y tú debes ser la esposa, claro. Mariana, ¿verdad?
—Un placer, señora Duarte. He oído hablar mucho de usted.
—Espero que no todo haya sido verdad —replicó con un tono tan cortante que sentí cómo el aire cambiaba de temperatura.
Alejandro se aclaró la garganta.
—Mi madre se quedará a cenar.
¿Ah, sí? ¿Y tú no pensaste que me vendría bien saberlo antes de parecer una secretaria disfrazada de ama de casa con harina hasta en las cejas?
—Estaré encantada —contesté, como toda buena actriz en la antesala del colapso.
Cenamos. O mejor dicho, ella cenó, él fingió y yo me dediqué a no tragarme la lengua. Alejandro hablaba con esa soltura peligrosa que usaba en reuniones de inversionistas. Ella respondía con anécdotas y juicios encubiertos. Yo me dedicaba a sonreír en los silencios.
Hasta que el momento llegó.
Estábamos retirando los platos. Alejandro había ido a atender una llamada. Y entonces ella se acercó. Con esa forma tan elegante de atacar que solo se aprende en las mejores familias.
—No eres la primera con la que Alejandro juega a casarse.
Se me quedó viendo como si supiera exactamente cuántas mentiras llevaba puestas esta noche.
—Pero podrías ser la última… si haces bien tu trabajo.
No dije nada. No porque no tuviera respuestas. Sino porque, si abría la boca, iba a gritar.
Volvió a sentarse, como si no acabara de lanzarme un puñal directo al estómago con una sonrisa de porcelana.
Alejandro volvió al salón y se quedó observándonos con esa mirada aguda suya. Se acercó. Me tocó la cintura. No para acariciarme. Para posicionarme. Como si fuéramos piezas en un ajedrez social que él dominaba con precisión quirúrgica.
—Mi esposa estaba deseando conocerla, madre —dijo con un tono cargado de una ironía tan sutil que casi me hizo reír.
—Vaya, qué devoto se ha vuelto mi hijo.
Después de eso, no aguanté mucho más.
Escapé a la cocina. Necesitaba aire. Una excusa. Un maldito escondite.
No conté con que él vendría detrás.
—¿Qué te dijo?
Estaba apoyado contra el marco de la puerta. Impecable. Inmóvil. Pero con una tensión contenida que se podía cortar con una cuchara.
—Nada —dije, sin mirarlo.
—Mariana —insistió, acercándose—. ¿Qué te dijo mi madre?
—¿Qué te importa?
—Me importa —murmuró, más cerca, ahora a centímetros—. No te dejes intimidar.
Me giré. Mal momento.
Estaba muy cerca. Demasiado.
Su presencia era como un incendio contenido. Algo en su mirada me sujetaba, me leía. Me descifraba.
—¿Y por qué no me lo adviertes antes? ¿Por qué no me preparas para esto?
—Porque no hay forma de prepararse para una mujer como ella. Solo se sobrevive. Y tú lo estás haciendo bien.
La intensidad en su voz era desconcertante. No sé si me estaba halagando o marcando territorio.
—No finjas que te importa.
—No estoy fingiendo —dijo con esa gravedad que solía usar cuando algo realmente le tocaba una fibra—. No contigo.
Me quedé sin aliento.
Y por primera vez en días… sentí algo temblar dentro de mí. Como si parte de la farsa hubiera dejado de serlo, aunque fuera por un segundo.
Esa noche, encerrada en mi habitación, abrí el cajón del velador buscando algo que me recordara quién era.
En lugar de eso, encontré un anillo.
No era uno cualquiera. Era hermoso. Demasiado. Con un diamante solitario tan perfecto que parecía haber sido diseñado para mentir.
Estaba sobre una caja negra, sobre mi almohada, como una trampa cuidadosamente colocada.
Alejandro apareció en la puerta justo cuando lo sostenía entre mis dedos.
—Mañana vamos a oficializar esto frente a la prensa —dijo con una calma gélida.
No pregunté nada. No me moví. Solo lo miré. Y por dentro, algo se rompió y se reconfiguró.
Porque ese anillo no era una promesa. Era un grillete disfrazado de joya.
Y aún así… lo deslicé en mi dedo. Como si, en medio de todas las mentiras, esa fuera la más brillante de todas.